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– ¿Te acuerdas de mí, Gideon? -me pregunta-. Soy Katja Wolff. Tengo que hablar contigo.

Le digo con educación, porque aunque no sé quién es, a lo largo de esos años me han enseñado que trate al público con educación al margen de lo que me pidan porque el público es quien asiste a mis conciertos, quien compra mis discos, quien hace aportaciones monetarias al East London Conservatory y el que intenta mejorar las vidas de los niños necesitados, niños como yo de muchas maneras a excepción de las circunstancias de mi nacimiento… Le digo:

– Me temo que tengo un concierto, señora.

– No nos llevará mucho tiempo.

Baja las escaleras. Cruza el trozo de Welbeck Way que nos separa. Me he acercado a las dobles puertas rojas de la entrada de los artistas del Wigmore Hall, y cuando estoy a punto de llamar a la puerta para que me dejen entrar, me dice, me dice, oh, Dios, me dice:

– He venido a cobrar, Gideon.

Pero yo no sé a qué se refiere.

No obstante, en cierta manera comprendo que el peligro está a punto de sumergirme. Agarro la funda en la que el Guarneri está protegido por piel y terciopelo, y le repito:

– Tal y como ya le he dicho, tengo un concierto.

– No empezará hasta de aquí a una hora -me replica-. O, como mínimo, eso es lo que me han dicho en la parte delantera del edificio.

Hace un gesto de asentimiento hacia Wigmore Street, donde está la taquilla, donde, según parece, ha ido primero a buscarme. Le habrían dicho que los músicos aún no habían llegado, señora, y que cuando lo hacían, no usaban la puerta delantera sino la trasera. Por lo tanto, si tenía la paciencia de esperarse allí, quizá tuviera la oportunidad de hablar con el señor Davies, aunque ellos no podían garantizarle que el señor Davies tuviera tiempo de hablar con ella.

– Cuatrocientas mil libras, Gideon -me dice-. Tu padre asegura que no las tiene. Por lo tanto, he venido a pedírtelas a ti porque tú seguro que tienes esa cantidad.

Y el mundo tal y como lo conozco se encoge se encoge desaparece y se convierte en un pequeño punto de luz. De ese punto surge el sonido, y oigo a Beethoven, el Allegro Moderato, el primer movimiento de El Archiduque, y después la voz de papá.

– ¡Pórtate como un hombre, por el amor de Dios! ¡Ponte recto! ¡En pie! Deja de encogerte como si fueras un perro apaleado. Deja de lloriquear. Te estás comportando como…

Ya no oí nada más porque de repente supe de qué iba todo eso y lo que siempre había sido. Lo recordé todo de golpe -como la música en sí- y la música sonaba al fondo al mismo tiempo que el hecho que había intentado olvidar.

Estoy en mi habitación. Raphael está enfadado, más enfadado de lo que jamás había visto; hace días que está enfadado, con los nervios de punta, ansioso e irritable. Yo he estado de mal humor y poco dispuesto a ayudar. Me han negado la posibilidad de ir a Juilliard. Juilliard ha sido añadido a la lista de imposibilidades a la que me estoy empezando a acostumbrar. No es posible, no es posible, ajusta por aquí, recorta por allá, intenta ser indulgente. «Por lo tanto, van a ver lo que es bueno -decido-. Nunca jamás volveré a tocar ese estúpido violín. No ensayaré. No prestaré atención en clase. No tocaré en público. No tocaré en privado, ni para mí ni para nadie. Les demostraré de lo que soy capaz.»

Raphael entra resueltamente en la habitación. Pone el disco de El Archiduque y me advierte:

– Gideon, estoy perdiendo la paciencia contigo. No es una pieza difícil. Quiero que escuches el primer movimiento hasta que lo puedas tararear en sueños.

Se marcha, cierra la puerta. Y empieza el Allegro Moderato.

– No lo haré, no lo haré, no lo haré -grito. Tiro una mesa, le pego una patada a una silla, y empiezo a aporrear la puerta con mi propio cuerpo-. ¡No puedes obligarme! ¡No puedes obligarme a nada!

La música va en aumento. El piano introduce la melodía. Todo está en silencio y preparado para el violín y el violonchelo. La mía no es una parte difícil de aprender, no para alguien como yo que tiene un don natural. Pero ¿qué sentido tiene aprenderla si no voy a ir a Juilliard? Aunque Perlman sí que lo hizo. De niño, estudió allí. Pero yo no iré. Es injusto. Es muy injusto. Todo lo que me rodea es injusto. No lo haré. No lo aceptaré.

Y la música va en aumento.

Abro la puerta de golpe. Grito en el pasillo:

– No. No lo haré.

Pienso que vendrá alguien, que me llevarán a alguna parte y que me reñirán, pero nadie viene porque todo el mundo está demasiado ocupado con sus preocupaciones y no con las mías. Y yo estoy enfadado porque es mi mundo el que se ha visto afectado. Es mi vida la que ha sido alterada. Es mi deseo el que ha sido frustrado, y tengo ganas de darle puñetazos a la pared.

Y la música crece. Y el violín se eleva. Y yo no tocaré esa pieza de música en Juilliard ni en ningún otro sitio porque debo quedarme aquí. En esta casa, en la que todos somos prisioneros. Por culpa de ella.

El tirador está entre mis manos antes de que me dé cuenta, el entrepaño de la puerta ante mis narices. Entraré violentamente y la asustaré. La haré llorar. Haré que pague por ello. Se lo haré pagar a todos.

No está asustada, pero está sola. Sola en la bañera con los patitos amarillos flotando a su alrededor, y con un bote rojo al que le da palmaditas con cara de felicidad. Merece que la asusten, que la azoten, que le hagan comprender lo que me ha hecho; por lo tanto, la cojo y la sumerjo debajo del agua, y veo cómo los ojos se le ensanchan, ensanchan y ensanchan, y siento cómo lucha para sentarse de nuevo.

Y la música -esa música- crece y crece. Suena sin parar. Durante minutos. Durante días.

Entonces aparece Katja. Pronuncia mi nombre a gritos. Y Raphael está justo detrás de ella, sí, porque, sí, ahora lo entiendo todo: han estado hablando, ellos dos, y ésa es la razón por la que Sonia estaba sola, y él le ha estado preguntando si lo que Sarah-Jane Beckett le había dicho era verdad. Porque tiene derecho a saberlo, le dice. Es lo que dice cuando entra en el cuarto de baño tras los talones de Katja. Es lo que dice cuando entra y ella grita. Dice:

– … porque si lo estás, es mío y lo sabes. Tengo el derecho…

Y la música se eleva.

Y Katja grita, llama a mi padre, y Raphael exclama en voz alta:

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

Sin embargo, no la suelto. No la suelto ni siquiera entonces porque sé que el final de mi mundo empezó con ella.

Capítulo 24

Jill entró en su dormitorio tambaleándose. Sus movimientos eran torpes. Se sentía impedida a causa de su tamaño. Abrió de golpe el armario en el que guardaba la ropa, pensando «Richard, oh Dios mío, Richard», cambiando de opinión y preguntándose qué hacía de pie delante del armario de la ropa. Sólo podía pensar en el nombre de su prometido. Lo único que era capaz de sentir era una mezcla de terror y un profundo odio hacia sí misma por las dudas que había tenido, dudas que había estado abrigando y alimentando en el mismo instante que… ¿Que qué? ¿Qué le había sucedido?

– ¿Está vivo? -había gritado por teléfono cuando la voz le había preguntado si era la señorita Foster, la señorita Jill Foster, la mujer cuyo nombre Richard llevaba en la cartera en el caso de que algo…

– ¡Santo Cielo! ¿Qué ha sucedido? -le había preguntado Jill.

– Señorita Foster, si fuera tan amable de venir al hospital -le había sugerido la voz-. ¿Necesita un taxi? ¿Quiere que le avise uno? Si me da la dirección, llamaré a uno.

La idea de esperar cinco minutos -o diez o quince-le parecía inconcebible. Jill dejó caer el teléfono y, como pudo, se fue en busca del abrigo.

El abrigo. Eso era. Había ido al dormitorio en busca del abrigo. Pasó las manos por entre la ropa que colgaba del armario hasta que sintió el tacto del cachemir. Lo descolgó de la percha y se lo puso como pudo. Manoseó los botones de cuerno, calculó mal dónde iban, pero no se molestó en abrocharlos de nuevo cuando vio que el dobladillo del abrigo le colgaba cual cortina inclinada. De la cómoda sacó una bufanda -la primera que encontró, no importaba- y se la pasó por el cuello. Se colocó un gorro negro de lana sobre la cabeza y agarró el bolso. Se dirigió hacia la puerta.