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Sarah-Jane Beckett se coloca junto a la puerta de mi dormitorio, escucha, con la cabeza inclinada, y se queda allí. Me siento en la cama y me apoyo en la cabecera, con los brazos mojados hasta los codos, comienzo a temblar, y por fin me doy cuenta de la monstruosidad que acabo de perpetrar. Y durante todo ese tiempo la música ha seguido sonando, la misma música, el maldito Archiduque que me ha estado atormentando y persiguiendo cual demonio despiadado durante los últimos veinte años.

Eso es lo que recordaba mientras corría, y cuando llegué al cruce no hice el menor intento por esquivar el tráfico. Me parecía que el mejor acto de compasión era que me atropellara un coche o un camión.

No sucedió. Llegué al otro lado de la calle. Pero papá iba pegado a mis talones, sin dejar de gritar mi nombre.

Empecé a correr de nuevo, para alejarme de él, para sumergirme en el pasado. Y vi ese pasado como si fuera un calidoscopio de imágenes: el afable policía pelirrojo que olía a puro y que me hablaba con una amable voz paternal… esa noche en la cama con mi madre sosteniéndome, sosteniéndome, sosteniéndome, con mi cara apretada contra sus pechos como si me fuera a hacer lo que yo le había hecho a mi hermana… mi padre sentado en un extremo de la cama, sus manos sobre mis hombros mientras las mías descansaban sobre las de mi madre… la voz de mi padre que me decía: «Estás a salvo, Gideon, nadie te hará daño…». Raphael con flores, flores para mi madre, flores de condolencia para aliviar su dolor… y siempre voces calladas, en todas las habitaciones, durante una infinidad de días…

Finalmente, Sarah-Jane se aleja de la puerta junto a la que ha permanecido inmóvil, esperando y escuchando. Se encamina hacia el aparato de música, donde el violín del trío de Beethoven toca un pasaje de doble cuerda. Aprieta un botón y la música cesa felizmente, dejando un silencio tan vacío que sólo deseo que la música vuelva a sonar de nuevo.

El sonido de sirenas irrumpe en ese silencio. Se oyen cada vez más a medida que se acercan los vehículos. Aunque es probable que sólo hayan tardado minutos, me parece que ha pasado una hora desde que papá me estirara del pelo e intentara que dejara de asir a mi hermana.

«¡Aquí arriba! ¡Aquí!», grita papá desde la escalera mientras alguien deja entrar al equipo medicalizado.

Y entonces empieza el esfuerzo por salvar lo que no puede ser salvado, lo que yo sé que no puede ser salvado, porque fui yo quien la aniquilé.

No puedo soportar las imágenes, los recuerdos, los sonidos.

Corrí a ciegas, como un loco, sin importarme adónde me dirigía. Crucé la calle y volví en mí delante del pub de Pembroke Castle. Y más allá vi la terraza donde los bebedores se sientan en verano, pero entonces estaba vacía, delimitada por un muro, un bajo muro de ladrillo sobre el que me subí, a lo largo del que corrí, desde el que salté, sin pensar en la arcada de hierro del puente de peatones que cruza la línea férrea diez metros más abajo. Salté pensando: «Así será».

Oí el tren antes de verlo. Al oírlo, obtuve mi respuesta. El tren avanzaba muy poco a poco y, por lo tanto, el conductor tendría tiempo de parar y yo no me moriría… a no ser que calculara mi salto con precisión.

Me acerqué al extremo de la arcada. Vi el tren. Observé cómo se acercaba.

– ¡Gideon!

Papá estaba en un extremo del puente de peatones. Gritó:

– ¡No te muevas!

– ¡Es demasiado tarde!

Y como un bebé, empecé a llorar, y esperé el momento, el momento perfecto, para poder saltar a la vía delante del tren y entrar en el olvido.

– ¿Qué dices? -me preguntó a gritos-. ¿Demasiado tarde para qué?

– Sé lo que le hice a Sonia -respondí-. Lo he recordado.

– ¿Qué has recordado? -Apartó los ojos de mí para mirar el tren, y ambos veíamos cómo se iba acercando. Dio un paso hacia mí.

– Ya lo sabes. Lo que hice. Esa noche. A Sonia. Cómo murió. Ya sabes lo que le hice.

– ¡No! ¡Espera! -exclamó mientras yo movía los pies y las suelas ya me colgaban del precipicio-. ¡No lo hagas, Gideon! ¡Cuéntame lo que crees que sucedió!

– La ahogué, papá. Ahogué a mi propia hermana.

Dio otro paso hacia mí, con la mano extendida.

El tren estaba cada vez más cerca. Veinte segundos y todo habría acabado. Veinte segundos y la deuda habría sido saldada.

– ¡No te muevas! ¡Por el amor de Dios, Gideon!

– ¡La ahogué! -grité entre sollozos-. La ahogué y ni siquiera lo recordaba. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Sabes cómo me siento?

Observó el tren y luego a mí. Dio otro paso adelante. Gritó:

– ¡No lo hagas! ¡Escúchame! ¡No mataste a tu hermana!

– Tuviste que separarme de ella. Ahora lo recuerdo. Y ésa es la razón por la que mi madre se marchó. Nos abandonó sin decir palabra porque sabía lo que yo había hecho. ¿No es así? ¿No es verdad?

– ¡No, no lo es!

– Lo es. Lo recuerdo.

– ¡Escúchame! ¡Espera! -Sus palabras fueron rápidas-. Le hiciste daño, sí. Y sí, sí, estuvo inconsciente. Pero, Gideon, hijo, escucha lo que te estoy diciendo. Tú no ahogaste a Sonia.

– Entonces quién…

– Lo hice yo.

– No te creo. -Miré hacia abajo, hacia las expectantes vías del tren. Sólo tenía que dar un único paso, un momento después estaría sobre las vías, y todo habría acabado. Un estremecimiento de dolor y después borrón y cuenta nueva.

– ¡Mírame, Gideon! ¡Por el amor de Dios, escúchame! ¡No hagas eso antes de comprender lo que en verdad sucedió!

– ¡Estás intentando ganar tiempo!

– Si fuera así, habrá otro tren, ¿no? Por lo tanto, escúchame. Te lo debes a ti mismo.

«Nadie había estado presente -me dijo-. Raphael se había llevado a Katja a la cocina. Mi madre se había ido a llamar a urgencias. La abuela se había ido a tranquilizar al abuelo. Sarah-Jane me había llevado a mi habitación. Y James el Inquilino había regresado al piso de arriba.»

– Podría haberla sacado de la bañera en aquel momento -declaró-. Podría haberle hecho la respiración boca a boca. Podría haber intentado hacerle la reanimación cardiopulmonar. Pero la sostuve allí, Gideon. La sostuve debajo del agua hasta que oí que tu madre acababa de hablar con los de urgencias.

– No puede ser. No tuviste suficiente tiempo.

– Sí que lo tuve. Tu madre se quedó junto al teléfono hablando con los de urgencias hasta que oímos que los del equipo medicalizado llamaban a la puerta. Me repetía los mensajes de los de urgencias. Hice ver que hacía lo que me indicaban. Pero no podía verme, Gideon; por lo tanto, no podía saber que yo no había sacado a Sonia de la bañera.

– No te creo. Me has mentido toda la vida. No decías nada. No me contabas nada.

– Te lo estoy contando ahora.

A mis pies pasó el tren. Vi cómo el conductor me miraba en el último momento. Nuestras miradas se cruzaron. El conductor, con los ojos bien abiertos, cogió el transmisor de radio. Envió aviso a los siguientes trenes. Había perdido la oportunidad del olvido.

– Debes creerme -insistió papá-. Te estoy diciendo la verdad.

– Entonces, ¿qué pasa con Katja?

– ¿Qué quieres decir?

– Fue a la cárcel. Y fuimos nosotros quienes la mandamos allí, ¿no es verdad? Le mentimos a la policía y ella tuvo que ir a la cárcel. Veinte años, papá. Por culpa nuestra.

– No, Gideon. Estuvo de acuerdo en ir.

– ¿Qué?

– Ven hacia mí. Te lo explicaré.

Por lo tanto, le di ese gusto: que se creyera que había conseguido convencerme de que no me tirara a las vías del tren, cuando en realidad sabía que los guardias de seguridad del tren debían estar a punto de llegar. Me volví a subir al puente de peatones y me acerqué a mi padre. Cuando estuve lo bastante cerca de él, me asió como si estuviera intentando apartarme del borde del abismo. Me abrazó, y pude sentir el martilleo de su corazón. No creía nada de lo que me había dicho hasta ese momento, pero estaba dispuesto a escucharle, a prestarle atención, y a intentar ver más allá de la máscara que llevaba para averiguar los hechos que se escondían tras ella.