Habló con precipitación, sin soltarme ni una sola vez mientras me relataba la historia. Al creer que yo -y no mi padre-había ahogado a mi hermana, Katja Wolff había sabido al instante que tenía una gran parte de culpa, ya que había dejado sola a Sonia. Si aceptaba cargar con las culpas -diciendo que había dejado a la niña sola durante un minuto para contestar a una llamada telefónica- entonces mi padre se ocuparía de recompensarla. Le pagaría veinte mil libras por el servicio que había prestado a su familia. Y en caso de que la llevaran a juicio por negligencia, entonces añadiría a esa cantidad otras veinte mil libras por cada año que fuera incomodada.
– No sabíamos que la policía formularía un caso contra ella -me susurró al oído-. No sabíamos nada de las fracturas curadas del cuerpo de tu hermana. No sabíamos que la prensa sensacionalista se ocuparía del caso con tanta ferocidad. Y tampoco sabíamos que Bertram Cresswell-White la juzgaría como si le hubieran dado una nueva oportunidad de juzgar a Myra Hindley. En circunstancias normales, habría estado en libertad condicional por negligencia. Como máximo, le habrían caído cinco años. Pero todo salió mal. Y cuando el juez insistió en que la condenaran a veinte años por el abuso… Era demasiado tarde.
Me aparté de él. «¿Verdad o mentira?», me pregunté mientras examinaba su rostro.
– ¿Quién abusó de Sonia?
– Nadie -respondió.
– Pero las fracturas…
– Era una niña frágil, Gideon. Tenía un esqueleto muy delicado. Formaba parte de su enfermedad. El abogado defensor de Katja se lo explicó al jurado, pero Cresswell-White tiró sus argumentos por el suelo. Todo salió mal. Todo salió al revés.
– Entonces, ¿por qué no declaró en defensa propia? ¿Por qué no habló con la policía? ¿Con sus abogados?
– Era parte del trato.
– El trato.
– Veinte mil libras si permanecía en silencio.
– Pero deberías haber sabido…
¿Qué?, pensé. ¿Qué debería haber sabido? ¿Que su amiga Katie Waddington no mentiría bajo juramento, que no declararía haber hecho una llamada telefónica que no había hecho? ¿Que Sarah-Jane Beckett la haría quedar todo lo mal que pudiera? ¿Que el fiscal del Estado juzgaría que había abusado de una niña y que la describiría como al diablo en persona? ¿Que el juez recomendaría una sentencia draconiana? ¿Qué debería haber sabido mi padre exactamente?
Me solté de él. Empecé a andar sobre mis pasos hacia Chalcot Square. Me seguía de cerca, pero no me hablaba. No obstante, sentía sus ojos a mis espaldas. Sentía cómo me penetraban. «Se lo ha inventado todo», concluí. Tiene demasiadas respuestas, y le vienen con demasiada rapidez.
Se lo dije en la puerta de entrada de mi casa. Afirmé:
– No te creo, papá.
– ¿Qué otro motivo podía tener para permanecer en silencio? -me contestó-. Iba en contra de sus propios intereses.
– Esa parte sí que me la creo -repuse-. Creo en esa parte de las veinte mil libras. Estoy seguro de que habrías pagado esa cantidad para que no me hicieran daño. Y para evitar que el abuelo se enterara de que el bicho raro de su hijo había ahogado a la rara de su hija.
– ¡Eso no es lo que sucedió!
– Ambos sabemos que así fue. -Me di la vuelta para entrar en casa.
Me cogió del brazo y me preguntó:
– ¿Creerías a tu madre?
Me giré. Debió de ver la pregunta, la incredulidad y el recelo en mi rostro, porque prosiguió sin esperar a que le respondiera.
– Me ha estado llamando. Desde los hechos de Wigmore Hall, me ha estado llamando, como mínimo, dos veces a la semana. Leyó en los periódicos lo que te había sucedido, me llamó para preguntar por ti, y no ha dejado de llamar desde entonces. Si quieres, lo arreglaré todo para que podáis veros.
– ¿De qué serviría? Me acabas de decir que no vio nada…
– ¡Gideon, por el amor de Dios! ¿Por qué crees que me dejó? ¿Por qué crees que se llevó todas las fotografías de tu hermana con ella?
Me lo quedé mirando. Intenté leer su rostro. Y mucho más que eso, intenté encontrar la respuesta a una única pregunta que no formulé en voz alta: «Aunque la viera, ¿me diría la verdad?».
Pero papá pareció percatarse de esa pregunta en mis ojos, porque se apresuró a decir:
– Tu madre no tiene ninguna razón para mentirte, hijo. Y, sin lugar a dudas, la forma en que desapareció de nuestras vidas revela que no podía soportar la culpabilidad de vivir la farsa que yo la había obligado a vivir.
– También podría indicar que no podía soportar vivir en la misma casa que el hijo que había asesinado a su hermana.
– Entonces, deja que ella misma te lo diga.
Nos mirábamos a los ojos, y esperé una señal que me indicara que estaba inquieto. Pero no llegó.
– Puedes confiar en mí -me aseguró.
Creer en esa promesa era lo que más deseaba en el mundo.
Capítulo 25
– Ojalá esta situación dejara de cambiar de dirección cada veinticinco minutos -comentó Havers-. Si así fuera, quizá podríamos empezar a solucionar este caso.
Lynley giró por Belsize Avenue e hizo un rápido repaso mental del callejero para pensar en una buena ruta para llegar a Portman Street. A su lado, Havers seguía quejándose.
– Por lo tanto, si han eliminado a Davies, ¿quién nos queda? Leach debe de tener razón. Tendremos que volver a sospechar de Wolff; tal vez haya usado algún coche antiguo de alguien que aún no hayamos localizado. Ese alguien le presta el coche, seguramente sin saber para qué lo quiere, y empieza a perseguir a todos aquellos que declararon contra ella. O tal vez los dos vayan a por ellos. Aún no hemos contemplado esa posibilidad.
– Eso implicaría que una mujer inocente ha pasado veinte años en la cárcel -apuntó Lynley.
– No sería la primera vez -replicó Havers.
– Pero sí que sería la primera vez que la supuesta inocente no intenta decir nada en defensa propia.
– Es de Alemania Oriental, un antiguo estado totalitario. Cuando Sonia Davies fue asesinada, sólo llevaba en Inglaterra… ¿Qué? ¿Dos años? ¿Tres? Unos policías extranjeros empiezan a interrogarla, le entra la paranoia y se niega a responderles. Para mí, tiene sentido. No creo que en el país del que procedía tuvieran mucha simpatía por la policía, ¿no te parece?
– Estoy de acuerdo en que quizá la policía la pusiera nerviosa -contestó Lynley-. Pero le habría dicho a alguien que era inocente, Havers. Es obvio que se lo debería haber dicho a sus abogados, pero no lo hizo. ¿Qué te sugiere eso?
– Que alguien la coaccionó.
– ¿Cómo?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -Havers se estiró del pelo en un gesto de frustración, como si al hacerlo pudiera hacer que el cerebro le indicara otra posibilidad, pero no fue así.
No obstante, Lynley pensó en lo que Havers acababa de sugerir. Por lo tanto, le indicó:
– Llama a Winston. Tal vez tenga algo para nosotros.
Havers usó el móvil de Lynley para hacerlo. Avanzaron con dificultad hasta Finchley Road. El viento, que había arreciado durante todo el día, había cobrado fuerza a última hora de la tarde, y ahora arrastraba con violencia las hojas de otoño y los desperdicios por toda la calle. También traía consigo una tormenta del noreste, y a medida que giraban hacia Baker Street, gotas de lluvia empezaron a salpicar el parabrisas del Bentley. La temprana oscuridad de noviembre había caído sobre Londres, y los faros de los coches brillaban con intensidad, creando una zona de juego para las primeras ráfagas de lluvia.
Lynley soltó una maldición y exclamó:
– ¡Esto empeorará la situación del escenario del crimen!