– Entonces…
– Mira, Gid. Tal y como ya te he dicho, me voy a dar de comer a los patos.
– ¿Por qué no vienes a casa? Podríamos comer juntos.
– Tengo pensado ir a claqué.
– ¿Claqué?
Libby apartó la mirada. Por un instante, su rostro expresaba una reacción que no llegaba a comprender. Cuando volvió la cabeza hacia mí, sus ojos me parecieron tristes. Pero cuando habló, lo hizo con un tono de resignación.
– Me voy a bailar claqué -contestó-. Es lo que me gusta hacer.
– Lo siento. Lo había olvidado.
– Sí -dijo-. Ya lo sé.
– ¿Qué te parece un poco más tarde? Creo que estaré en casa. No tengo nada importante que hacer, tan sólo estoy esperando a que papá me llame. Ven a casa después de tus clases de baile. Si te apetece, claro está.
– Bien -respondió-. Ya nos veremos.
En ese momento, supe que no vendría. Según parece, el hecho de que me hubiera olvidado de su afición por el baile fue lo que la acabó de hundir.
– Libby, he tenido muchas cosas en la cabeza. Lo sabes. Debes darte cuenta…
– ¡Caramba! -me interrumpió-. ¡No entiendes nada!
– Lo que «entiendo» es que estás enfadada.
– No estoy enfadada. No estoy nada. Me voy al parque a dar de comer a los patos. Porque tengo tiempo para hacerlo y porque me gustan los patos. Siempre me han gustado. Y después me iré a mis clases de claqué, porque me gusta bailar claqué.
– Me estás evitando, ¿verdad?
– Esto no tiene nada que ver contigo. Yo no tengo nada que ver contigo. El resto del mundo no tiene nada que ver contigo. Si mañana dejaras de tocar el violín para siempre, el resto del mundo seguiría siendo el resto del mundo. Pero ¿cómo puedes seguir siendo tú si para empezar no existes, Gid?
– Eso es lo que estoy intentando recuperar.
– No puedes recuperar lo que nunca ha existido. Puedes crearlo, si así lo deseas. Pero no puedes limitarte a salir con una red y atraparlo.
– ¿Por qué no quieres darte cuenta…?
– Quiero ir a dar de comer a los patos -me interrumpió. Y con esas palabras se dio la vuelta, pasó por delante de mí y se encaminó hacia Regent's Park Road.
Observé cómo se alejaba. Quería correr tras ella y explicarle mi punto de vista. Para ella era muy fácil hablar sobre ser uno mismo, ya que nunca había tenido un pasado repleto de elogios, elogios que servían de postes indicadores para un futuro que ya se había decidido mucho tiempo atrás. Para ella era fácil existir en un momento dado de un día concreto, porque esos momentos era lo único que ella había tenido. Pero mi vida nunca había sido así, y yo quería que Libby aceptara ese hecho.
Debió de haberme leído la mente, ya que cuando llegó a la esquina, se giró y me gritó algo.
– ¿Qué? -le pregunté mientras el viento se llevaba sus palabras.
Se tapó los extremos de la boca con las manos y lo intentó de nuevo:
– ¡Buena suerte con tu madre!
17 de noviembre
Durante años, no había tenido tiempo de pensar en mi madre a causa de mi trabajo. Había estado preparándome para algún concierto o alguna sesión de grabación, practicando con Raphael, grabando algún que otro documental, ensayando con una u otra orquesta, haciendo giras por Europa o los Estados Unidos, reuniéndome con mi agente, negociando contratos, trabajando con el East London Conservatory… Durante dos décadas, mis días y mis horas estuvieron llenas de música. Nunca tuve tiempo para hacer conjeturas acerca de la madre que me había abandonado.
Pero ahora había tiempo, y ella dominaba mis pensamientos. Y sabía, incluso cuando pensaba en ello, incluso cuando me preguntaba, imaginaba, reflexionaba, que el hecho de concentrar toda la atención en mi madre era una forma de no tener que pensar en Sonia.
No lo conseguía del todo, porque el recuerdo de mi hermana se me seguía apareciendo en algunos momentos de descuido.
«No tiene una cara normal, mamá», recuerdo que dije, mientras estaba junto a la cama en la que Sonia estaba tendida, envuelta en mantas, con un gorro en la cabeza y con un aspecto que no me parecía que era el que debería tener.
– No digas eso, Gideon -replicó mi madre-. Nunca vuelvas a decir eso de tu hermana.
– Pero tienes los ojos alargados y una boca muy rara.
– ¡Te he dicho que no hables así de tu hermana!
Empezamos de ese modo, haciendo que el tema de las discapacidades de Sonia estuviera verboten entre nosotros. Cuando empezaron a dominar nuestras vidas, nunca las mencionamos. Sonia estaba inquieta, Sonia lloraba toda la noche, Sonia pasaba dos o tres semanas en el hospital. Pero, con todo, hacíamos ver que la vida era normal, que eso era lo que solía suceder en las familias cuando un bebé nacía. Seguimos con nuestras vidas de ese modo hasta que el abuelo hizo pedazos la pared de cristal de nuestra negativa.
– ¿Qué hay de bueno en tus hijos? -bramaba-. ¿Qué hay de bueno en vosotros, Dick?
¿Fue entonces cuando todo empezó en mi cabeza? ¿Fue entonces cuando me di cuenta de la necesidad de demostrar que yo era diferente de mi hermana? El abuelo me había puesto en el mismo saco que a Sonia, pero yo estaba dispuesto a mostrarle la diferencia.
Sin embargo, ¿cómo podía hacerlo si todo giraba en torno a ella? Su salud, su crecimiento, sus discapacidades, su desarrollo. Un grito en medio de la noche y la casa entera se desvivía por ocuparse de sus necesidades. Un cambio de temperatura y el mundo se detenía hasta que el médico explicara el motivo que lo había provocado. Si se producía cualquier alteración en su alimentación, se consultaba a los especialistas para obtener una explicación. Era el tema central de todas las conversaciones, a pesar de que nunca se hablara directamente de la causa de sus dolencias.
Y recordé todo esto, doctora Rose. Y lo recordé porque cuando pensaba en mi madre, mi hermana se aferraba a los faldones de cualquier recuerdo que fuera capaz de evocar. Ocupaba mi mente con la misma persistencia que había ocupado mi vida. Y mientras esperaba el momento de poder ver a mi madre, intentaba librarme de mi hermana con la misma determinación que había mostrado cuando ésta se encontraba con vida.
Sí, ahora entiendo lo que significa. Ahora se interpone en mi camino. Se interponía en mi camino por aquel entonces. Por su culpa, la vida había cambiado. Por su culpa, aún iba a cambiar mucho más.
– Irás a la escuela, Gideon.
Supongo que fue entonces cuando se plantó: la semilla de la decepción, de la ira y de unos sueños frustrados que se convirtieron en un bosque de culpa. Papá fue el que me dio la noticia.
Entra en mi dormitorio. Estoy sentado junto a la mesa de la ventana, donde Sarah-Jane Beckett y yo hacemos nuestras clases. Estoy haciendo los deberes. Papá coge la silla en la que suele sentarse Sarah-Jane, y después me observa con los brazos cruzados.
– Te ha ido muy bien, Gideon. Has prosperado mucho, ¿no es verdad, hijo?
No sé de lo que está hablando, pero lo que oigo en sus palabras hace que desconfíe de inmediato. Ahora sé que debía de oír resignación, pero en aquel momento no podía ponerle nombre a lo que debía de estar sintiendo.
En ese preciso instante me dice que iré a la escuela, a una escuela de la Iglesia Anglicana que ha conseguido localizar y que no está muy lejos de casa. Digo lo primero que me viene a la cabeza.
– ¿Qué pasa con el violín? ¿Cuándo practicaré?
– Eso ya lo solucionaremos.
– Pero ¿qué pasará con Sarah-Jane? No creo que le guste dejar de darme clases.
– No le quedará más remedio que buscar otra casa. Tendremos que dejarla marchar, hijo.
Dejarla marchar. Al principio pienso que quiere decir que Sarah-Jane quiere marcharse, que así se lo ha comunicado y que él ha aceptado su propuesta con toda la naturalidad que ha podido. Pero cuando le respondo: «Entonces hablaré con ella. No dejaré que se marche». Mi padre me dice: «Ya no podemos permitírnoslo, Gideon». No acaba la frase, pero yo lo hago mentalmente: «No podemos permitírnoslo por culpa de Sonia». «Tenemos que reducir gastos de alguna parte -me informa mi padre-. No queremos que se marche Raphael, y Katja no se puede ir. Por lo tanto, le ha tocado a Sarah-Jane.»