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Richard bajó la escalera tan rápido como pudo. Al pie, Jill yacía desgarbada e inmóvil. Cuando llegó hasta ella, sus pestañas -que parecían azules bajo la tenue luz de las ventanas de la entrada-parpadeaban, y los labios se le abrían en un gemido.

– ¿Mamá? -susurró.

Tenía la ropa arrugada, y el enorme estómago le quedaba al descubierto de modo obsceno. El abrigo se le extendía por encima como un abanico gigantesco.

– ¿Mamá? -susurró de nuevo. Después soltó un lamento. Y luego profirió un grito y arqueó la espalda.

Richard avanzó hacia su cabeza. Con impaciencia, rebuscó entre los bolsillos del abrigo. La había visto guardarse las llaves en el bolsillo, ¿no? ¡Maldita sea, la había visto hacerlo! Tenía que encontrar esas llaves. Si no lo hacía, Gideon desaparecería; tenía que encontrarle, hablar con él, hacerle saber que…

Las llaves no estaban. Richard maldijo. Se puso en pie de un salto. Se encaminó de nuevo hacia la escalera y empezó a arrastrarse hacia arriba. A su espalda, Jill gritaba: «Catherine», pero Richard simplemente se apoyaba en la barandilla de la escalera, respiraba como un corredor y pensaba en el modo de detener a su hijo.

Una vez dentro del piso, buscó el bolso de Jill. Estaba en el suelo, junto al sofá. Lo recogió con rapidez. Luchó con el exasperante cierre. Le temblaban las manos. Los dedos se le movían con torpeza. Era incapaz de conseguir…

Sonó un timbre. Alzó la cabeza y miró alrededor de la habitación. No vio nada. Volvió al bolso. Consiguió descorrer el cierre y abrió el bolso con ímpetu. Vació el contenido sobre el sofá.

Sonó el timbre de nuevo. Lo ignoró. Después de manosear una barra de labios, el colorete, el talonario, la cartera, pañuelos de papel arrugados, bolígrafos y una pequeña libreta, las encontró. Estaban unidas por una familiar anilla de cromo: cinco llaves, dos de bronce, tres plateadas. Una de su propia casa, una del piso de Richard, una de la casa de sus padres en Wiltshire, y dos del Humber, la de contacto y la del maletero. Las cogió.

Otra vez el timbre. Pero esa vez alto e insistente, como si solicitara respuesta inmediata.

Soltó una maldición y se percató de que era el timbre de la puerta. ¿Gideon? ¡Santo Cielo! ¿Gideon? Pero no debía de ser él, porque él tenía su propia llave.

El timbre siguió sonando, pero Richard lo ignoró. Se dirigió hacia la puerta.

El sonido del timbre se desvaneció. Después cesó del todo. En sus oídos, Richard sólo oía su respiración. Parecía el lamento de las almas en pena, y el dolor empezó a acompañarlo, atravesándole la pierna derecha y abrasándole el brazo derecho, desde la mano hasta el hombro. El costado empezó a dolerle a causa del esfuerzo. Parecía incapaz de suspender el aliento.

Se detuvo y miró hacia abajo desde lo alto de la escalera. El corazón le latía a toda prisa. El pecho le palpitaba. Inspiró aire, rancio y húmedo.

Empezó a bajar. Se asió a la barandilla con fuerza. Jill no se había movido. ¿No quería o no podía? En realidad no importaba, ya que Gideon se había marchado.

– ¿Mamá? ¿Me ayudarás? -inquirió con voz débil. Pero mamá no estaba allí. Mamá no podía ayudarla.

Pero papá, sí. Papá lo haría. Siempre estaría junto a ella. No como en el pasado, esa figura revestida de esa astuta locura que iba y venía y que estaba entre papá y, sí, mi hijo, eres mi hijo. Pero el papá del presente, que no querría, no podría, sería incapaz de fallarle porque sí, hijo mío, eres mi hijo. Tú, lo que haces, lo que eres capaz de hacer. Todo tú. Eres mi hijo.

Richard llegó hasta el rellano.

A sus pies, oyó cómo se abría la puerta de la entrada.

– ¿Gideon? -gritó.

– ¡Por todos los santos! -exclamó una voz de mujer.

Una criatura achaparrada, que iba vestida con un abrigo de lana azul marino, pareció lanzarse sobre Jill. Tras ella apareció una figura, cubierta con un impermeable, a la que Richard Davies reconoció sin problemas. Sostenía una tarjeta de crédito entre las manos, el medio que había utilizado para poder abrir la puerta vieja y torcida de Braemar Mansions.

– ¡Santo Cielo! -exclamó, dirigiéndose a toda prisa hacia Jill para arrodillarse también junto a ella-. ¡Llame a una ambulancia, Havers! -Luego alzó la cabeza.

Sus ojos se posaron de inmediato en los de Richard; bajaba por la escalera, con las llaves del coche de Jill en la mano.

Havers acompañó a Jill Foster al hospital. Lynley se llevó a Richard Davies a la comisaría más cercana. Resultó ser la de Earl's Court Road, la misma comisaría de la que había salido Malcolm Webberly más de veinte años atrás, la noche en que le asignaron la investigación de la sospechosa muerte de Sonia Davies.

Si Richard Davies se percató de la ironía de la situación, no lo mencionó. De hecho, no dijo nada -estaba en su derecho-mientras Lynley le recitaba la lista de los derechos de los acusados. Trajeron a un abogado de oficio para que pudiera aconsejarle, pero lo único que preguntó Davies fue cómo podría mandarle un mensaje a su hijo.

– Debo hablar con Gideon -le dijo al abogado-. Gideon Davies. Seguro que ha oído hablar de él. El violinista que…

Aparte de eso, no tenía nada que decir. Se limitaba a repetir lo mismo que había dicho en interrogatorios anteriores. Conocía sus derechos, y la policía no tenía ninguna prueba para poder acusar al padre de Gideon Davies.

Lo que sí que tenían, no obstante, era el Humber, y Lynley regresó a Cornwall Gardens con el equipo oficial para supervisar la confiscación del vehículo. Tal y como Winston Nkata había pronosticado, los daños que hubiera podido sufrir el vehículo después de atropellar a dos -quizá tres-individuos deberían ser aparentes alrededor del parachoques delantero de cromo, y éste estaba bastante abollado. Pero eso era algo que cualquier abogado defensor podría rebatir con un poco de astucia y, en consecuencia, Lynley no contaba con eso para poder acusar a Richard Davies. Con lo que sí que contaba y con lo que sí que tendría serias dificultades ese mismo abogado para refutar serían las pruebas, tanto del parachoques como de la parte inferior del Humber. Porque era muy poco probable que Davies hubiera golpeado a Kathleen Waddington y a Malcolm Webberly, y que hubiera atropellado tres veces a su ex mujer sin dejar rastros de sangre, fragmentos de piel o el tipo de cabello que necesitaban con tanta desesperación -cabello pegado al mismísimo cuero cabelludo- en la parte inferior del coche. Para deshacerse de ese tipo de prueba, Davies debería haber contemplado esa posibilidad. Y Lynley tenía la corazonada de que no lo había hecho. Su larga experiencia le decía que no existía el asesino que pensara en todo.

Llamó al comisario Leach para darle la noticia y le pidió que le pasara la información al subjefe de policía Hillier. Le informó que permanecería en Cornwall Gardens hasta que retiraran el Humber de la calle, y que después iría a recoger el ordenador de Eugenie Davies, tal y como tenía previsto desde un principio. ¿Aún quería el comisario Leach que fuera a buscar ese ordenador?

Leach le respondió que sí. A pesar del arresto, Lynley había actuado con improcedencia al llevárselo, y aún tenía que registrarlo junto a las demás pertenencias de la víctima.

– Ahora que hablamos del tema, ¿ha ocultado alguna cosa más? -le preguntó Leach con perspicacia.

Lynley le respondió que no había cogido nada más que perteneciera a Eugenie Davies. Nada de nada. Y se sintió satisfecho con la verdad de su respuesta. Porque había llegado a comprender, tanto en la fortuna como en la adversidad, que las palabras apasionadas que un hombre había escrito sobre un papel y mandado a una mujer -de hecho, incluso las palabras que uno puede llegar a pronunciar-sólo son una especie de préstamo para la mujer, al margen del período de tiempo que cumplan su función. Las palabras en sí siempre pertenecen al hombre.