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– Es una carrera de obstáculos -afirmó Deborah-, pero si eres capaz de recordar el camino hasta el mueble bar, sírvete un poco del whisky de Simon.

– ¿Dónde está? -le preguntó Lynley. Rodeó las fotografías y se dirigió hacia el mueble bar.

– Ha ido a la Real Sociedad Geográfica para asistir a una conferencia: alguien que ha hecho un viaje a alguna parte y que luego iba a firmar los libros. Creo que tiene algo que ver con osos polares. En fin, que ha ido a una conferencia.

Lynley sonrió. Tomó un buen trago de whisky. Le serviría para darle coraje. Mientras esperaba a que el alcohol le llegara a la sangre, le dijo:

– Hemos arrestado a alguien en el caso en el que estoy trabajando.

– No has tardado mucho. Eres la persona adecuada para hacer este trabajo, Tommy. ¿Quién lo habría dicho, teniendo en cuenta el modo en que te criaste?

Rara vez mencionaba su infancia. Al ser un niño privilegiado que había engendrado otro niño privilegiado, hacía tiempo que se había sentido irritado por las cargas de la sangre, de la historia familiar, y de las responsabilidades que ambas implicaban. El hecho de pensar en todo eso -la familia, títulos inútiles que cada vez tenían menos sentido, capas de terciopelo ribeteadas con piel de armiño, y más de doscientos cincuenta años de linaje que siempre determinaban cuál debería ser el siguiente movimiento- le sirvió de recordatorio de lo que había venido a decirle y por qué. Aun así, buscó evasivas y contestó:

– Sí. Bien. Uno siempre tiene que actuar con rapidez cuando se trata de un caso de homicidio. Si las pistas empiezan a enfriarse, cada vez es más difícil hacer un arresto. A propósito, he venido a por el ordenador. El que le traje a Simon. ¿Todavía está en el laboratorio? ¿Puedo subir a buscarlo, Deb?

– ¡Por supuesto! -contestó, aunque le lanzó una mirada de curiosidad, bien por el tema que había escogido, si tenía en cuenta a lo que se dedicaba su marido, estaba más que enterada de la necesidad de ir rápido en un caso de asesinato, o bien por el tono en el que habló, que era demasiado cordial para ser creíble-. Sube. No te importa que yo siga aquí trabajando, ¿verdad?

– En absoluto -respondió, e hizo su huida, tomándose su tiempo para subir la escalera hasta la última planta de la casa. Una vez allí, encendió las luces del laboratorio y encontró el ordenador en el mismo sitio exacto en el que St. James lo había dejado. Lo desenchufó, se lo colocó sobre los brazos y volvió a bajar. Lo dejó junto a la puerta principal, y contempló la posibilidad de despedirse de ella con un adiós animado y salir por la puerta. Al fin y al cabo, era tarde, y la conversación que necesitaba mantener con Deborah St. James podía esperar.

Sin embargo, en el preciso instante en que estaba pensando posponerlo de nuevo, Deborah apareció junto a la puerta del estudio y empezó a observarle.

– ¡Hay algo que no va bien en tu mundo! -comentó-. No le pasa nada a Helen, ¿verdad?

Y Lynley se percató de que no podía seguir evitándolo, por mucho que deseara hacerlo.

– No, a Helen no le pasa nada.

– Me alegra oírlo -contestó-, ya que los primeros meses de embarazo pueden ser terribles.

Abrió la boca para responder pero perdió las palabras. Luego las encontró de nuevo.

– Así pues, lo sabes.

Deborah sonrió y dijo:

– ¡Cómo no iba a saberlo después de…! ¿Qué? ¿Cuántos llevo? ¿Siete embarazos?… Me sé los síntomas de memoria. Nunca consigo llegar muy lejos, me refiero a los embarazos, claro está, pero eso ya lo sabes, pero sí lo suficiente para saber que nunca podía sobreponerme a los mareos.

Lynley tragó saliva. Deborah entró de nuevo en el estudio. La siguió, encontró el vaso de whisky en el mismo sitio en que lo había dejado, y se refugió momentáneamente en sus profundidades. Cuando pudo, dijo:

– Sabemos cuánto deseas… Cómo has intentando… Tú y Simon…

– Tommy -dijo con firmeza-. Me alegro por vosotros. Nunca deberías pensar que mi situación, la de Simon y la mía…bien, no… la mía, en realidad, podría evitar que me sintiera feliz por vosotros. Sé lo que significa para vosotros dos, y el hecho de que yo no pueda traer un bebé al mundo… Sí, bien, es doloroso. Claro que es doloroso. Pero no quiero que el resto del mundo se suma en mi dolor. Y, desde luego, no deseo que nadie más esté en mi situación para así sentirme acompañada.

Se arrodilló entre las fotografías. Parecía haber dado el tema por concluido, pero Lynley no podía porque, por lo que a él respectaba, aún no habían empezado a hablar del tema de verdad. Se sentó delante de ella, en el sillón de piel en el que St. James siempre se sentaba cuando estaba en la sala.

– Deb -dijo, y al ver que alzaba los ojos, prosiguió-: Hay algo más.

Los ojos verdes de Deborah se oscurecieron al preguntar:

– ¿A qué te refieres?

– A Santa Barbara.

– ¿A Santa Barbara?

– Al verano en que tenías dieciocho años, cuando estudiabas en el instituto. Ese año en que hice cuatro viajes para verte: en octubre, en enero, en mayo y en julio; especialmente en julio, cuando condujimos por la carretera de la costa hasta Oregón.

Deborah no dijo nada, pero su rostro palideció; en consecuencia, supo que ella comprendía adónde quería ir a parar. Incluso mientras lo hacía, deseaba que algo sucediera para poder detenerle y para que no tuviera que confesarle algo que ni siquiera él podía soportar.

– En ese viaje dijiste que era a causa del coche -le explicó-. No estabas muy acostumbrada a conducir. O quizá fuera la comida, dijiste. O el cambio de clima. O el calor cuando estabas dentro o el frío cuando estabas fuera. No estabas habituada a esos cambios de temperatura del aire acondicionado, pero ¿no es verdad que los americanos son adictos al aire acondicionado? Escuché todas las excusas que me diste y opté por creerte. Pero siempre… -No deseaba decirlo, habría dado cualquier cosa por no tener que hacerlo. Pero en el último momento se esforzó por admitir lo que hacía tiempo que intentaba apartar de su mente-lo supe.

Deborah bajó la mirada. Vio cómo alargaba las manos para coger las tijeras y un trozo de envoltorio de plástico, a la vez que acercaba una de las fotografías. No hizo nada con ella.

– Después de ese viaje, esperé a que tú misma me lo contaras -añadió-. Lo que pensaba es que cuando me lo dijeras, podríamos decidir juntos lo que queríamos hacer. «Estamos enamorados y, por lo tanto, nos casaremos», me decía a mí mismo. Tan pronto como Deb admita que está embarazada.

– Tommy…

– Déjame que continúe. Hace años que lo pienso, y ahora que estamos aquí, debo llegar hasta el final.

– Tommy, no puedes…

– Siempre lo supe. Creo que incluso sé la noche en que sucedió. Esa noche en Montecito.

Ella permaneció en silencio.

– Deborah, por favor. Dímelo.

– Ya no tiene importancia.

– Para mí sí que la tiene.

– No después de todo este tiempo.

– Sí, después de todo este tiempo. Porque no hice nada. ¿No te das cuenta? Lo sabía, pero no hice nada. Dejé que te enfrentaras sola, fuera lo que fuera. Eras la mujer que amaba, la mujer que quería, e ignoré lo que estaba sucediendo porque… -Se percató de que aún no le miraba, que tenía la cara totalmente escondida por el ángulo de la cabeza y por el modo en que el pelo le caía sobre los hombros. Pero no paró de hablar porque por fin comprendió lo que le había motivado entonces, lo que de verdad era la causa de su vergüenza-… porque no sabía cómo solucionarlo. Porque no había planeado que sucediera de esa manera, y porque no podía permitir que nada interfiriera con el tipo de vida que tenía planeado. Y mientras tú no dijeras nada, podía dejar que la situación entera pasara, dejar que todo pasara, dejar que toda mi maldita vida siguiera su curso sin que yo tuviera que preocuparme. En el fondo, podía hacer ver que no había ningún bebé. Podía decirme a mí mismo que si lo hubiera habido, me lo habrías contado. Y como no lo hiciste, me pude permitir el lujo de creer que había estado equivocado. Pero en el fondo de mi corazón sabía que no era verdad. En consecuencia, no dije nada en julio, ni en agosto, ni en septiembre. Y fuera lo que fuera con lo que tuviste que enfrentarte después de tomar una decisión, lo tuviste que hacer sola.