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Una vez que le dije eso, me respondió: «Si estoy tan estupenda, ¿por qué no me invitas a salir?».

Y así fue como empezamos a vernos. ¡Qué expresión más rara eso de «vernos», como si fuéramos incapaces de ver a otra persona hasta que estuviéramos involucrados socialmente. Esa expresión no me gusta demasiado, porque tiene cierto sabor a eufemismo en un contexto innecesario. Por otro lado, lo de las «citas» me parece un poco adolescente. Y aunque no fuera así, tampoco definiría muy bien lo que estamos haciendo.

«Así pues, ¿qué es lo que hace con Liberty Neale?», desea saber.

Cuando en realidad lo que querría preguntar es: «¿Duerme con ella, Gideon? ¿Es la mujer que ha sido capaz de derretir el hielo que ha tenido en las venas estos últimos años?».

Supongo que eso depende de lo que usted entienda por dormir con alguien, doctora Rose. Y ya está usando otro eufemismo. ¿Por qué usamos la palabra «dormir» cuando dormir es la última cosa que queremos hacer cuando nos metemos en la cama con alguien del sexo contrario?

Pero sí, dormimos juntos. De vez en cuando. Con eso quiero decir que dormimos, no que follamos. Ninguno de los dos está preparado para nada más.

«¿Cómo llegaron a esa situación?», me preguntará.

Fue una progresión natural. Una vez me preparó la cena al final de un día especialmente agotador en el que había estado ensayando para un concierto en el Barbican. Me quedé dormido en su cama, ya que habíamos estado sentados allí escuchando una grabación. Me tapó con una manta y se tumbó junto a mí, y así permanecimos hasta la mañana siguiente. De vez en cuando dormimos juntos. Supongo que nos debe de parecer un consuelo a los dos.

«Reconfortante», me replicará.

Si con eso quiere decir que me gusta que esté, sí, es reconfortante.

«Eso es precisamente lo que no tuvo en su infancia, Gideon -señalará-. Si todo el mundo estaba tan obsesionado con su crecimiento artístico, es bastante probable que otras necesidades más importantes pasaran inadvertidas y, por lo tanto, insatisfechas.»

Doctora Rose, insisto en que acepte lo que le digo: tuve unos buenos padres. Tal y como ya le he dicho, mi padre trabajó como un burro para poder llegar a final de mes. Cuando se hizo patente que yo tenía el potencial, el talento y el deseo de ser… digamos lo que soy hoy en día, mi madre buscó un trabajo para poder ayudar con los gastos. Y si no veía a mis padres tan a menudo como me hubiera gustado a causa de todo esto, tenía a Raphael a mi lado casi todo el día, y si él no estaba, tenía a Sarah-Jane.

«¿Quién era?», me pregunta.

Sarah-Jane Beckett. De hecho, no sabría muy bien cómo llamarla. Institutriz es una palabra demasiado anticuada, y Sarah-Jane me habría dejado las cosas bien claras de inmediato si alguna vez hubiera osado llamarla así. Por lo tanto, supongo que debería decir que fue mi maestra. Como ya le he contado, una vez que quedó claro que tenía talento, nunca fui a la escuela porque los horarios eran incompatibles con las clases de violín. Así pues, contrataron a Sarah-Jane para que me instruyera. Cuando no estaba con Raphael, estaba con ella. Y como teníamos que encajar las horas de clase donde y como podíamos, vivía con nosotros. De hecho, vivió con nosotros durante muchos años. Debió de llegar cuando yo tenía cinco o seis años -tan pronto como mis padres se dieron cuenta de que sería imposible educarme del modo tradicional- y se quedó con nosotros hasta que yo cumplí los dieciséis, época en la que ya había completado mi educación y en la que mi horario de conciertos, grabaciones, ensayos y períodos de pruebas excluía la posibilidad de seguir estudiando. Pero hasta entonces, Sarah-Jane me dio clases a diario.

«¿La consideraba una especie de madre?», me preguntará.

Siempre, siempre saca el tema de mi madre. ¿Está buscando algún tipo de relación edípica, doctora Rose? ¿Qué le parece un complejo de Edipo por resolver? La madre se va al trabajo cuando el niño tiene cinco años, y éste por tanto se ve incapaz de llevar a cabo su deseo inconsciente de tirarse sobre ella. Después la madre desaparece cuando el niño tiene ocho o nueve años, quizá diez, los que sean, porque ni lo recuerdo ni me importa, y nunca más se volvió a saber de ella.

No obstante, recuerdo su silencio. ¡Qué extraño! Me acaba de venir a la mente. El silencio de mi madre. Recuerdo que una noche me desperté y que ella estaba en la cama conmigo. Me abrazaba con tanta fuerza que casi no podía respirar. Se me hacía muy difícil porque me rodeaba con los brazos y me cogía la cabeza como si… No importa. No lo recuerdo.

«¿Cómo le cogía la cabeza, Gideon?»

«No lo recuerdo. Lo único que sé es que me costaba respirar y que sentía su caluroso aliento en la cara.»

«¿Caluroso aliento?»

«Era tan sólo una sensación. Deseaba escapar de donde estaba.»

«¿Escapar de ella?»

«No. Tan sólo escapar. De hecho, deseaba correr. Aunque todo esto podría ser un sueño, ya que sucedió hace muchos años.»

«¿Sucedió más de una vez?», me preguntará.

Ya veo adónde quiere ir a parar, pero no le voy a seguir el juego, porque me niego a hacer ver que recuerdo lo que usted parece querer que yo recuerde. Los hechos son éstos: mi madre está junto a mí en la cama, me sostiene en sus brazos, hace calor y huelo su perfume. También siento un peso en la mejilla. Siento ese peso. Es cargante, pero inmóvil, y huele a perfume. Es extraño que recuerde ese olor. Soy incapaz de decirle qué era -me refiero al perfume, doctora Rose-, pero estoy convencido de que si lo oliera de nuevo lo reconocería de inmediato y que, además, me recordaría a mi madre.

«Supongo que le sostenía entre sus pechos -me dirá-. Por eso sentía un peso y el olor a perfume. ¿La habitación estaba a oscuras o había luz?»

«No lo recuerdo. Sólo me acuerdo del calor, del peso y del olor. Y del silencio.»

«¿Ha estado en la misma posición con alguna otra persona? ¿Con Libby, tal vez? ¿O con quien fuera que precediera a Libby?»

¡No! ¡Por el amor de Dios! Además, no se trata de analizar a mi madre. Ya lo sé. Sí. Soy consciente de que el hecho de que mi madre me/nos abandonara es de una gran importancia. No soy idiota, doctora Rose. Regreso a casa de Austria, mi madre ha desaparecido, nunca jamás vuelvo a verla, nunca más le oigo la voz ni vuelvo a leer ni una sola frase dirigida a mí escrita con su letra… Sí, sí, ya sé de qué va: es algo muy grave. Y como nunca más volví a tener noticias de ella, también me doy cuenta de la relación lógica que debí hacer de niño: era culpa mía. Tal vez hiciera esa relación cuando tenía ocho, nueve o los años que fuera que tenía cuando ella se marchó, pero no recuerdo haberla hecho y ni siquiera la hago ahora. Se marchó. Fin de la historia.

«¿Qué quiere decir con eso de "fin de la historia"?», me pregunta.

Pues simplemente eso. Nunca hablábamos de ella. O, como mínimo, yo nunca hablaba de ella. Si mis abuelos y mi padre lo hacían, o si Raphael o Sarah-Jane o James el Inquilino…

«¿Aún seguía allí cuando su madre se marchó?»

Sí… ¿O ya se había ido? Sí. No podía haber estado allí. Era Calvin, ¿no es verdad? Era Calvin el Inquilino el que intentaba llamar para pedir ayuda en medio del episodio del abuelo después de que mi madre nos abandonara… James se había largado hacía mucho tiempo.

«¿Largado? -me preguntará con asombro-. Esa palabra implica que había algún secreto -me dirá-. ¿Había algo extraño en el hecho de que James el Inquilino se marchara?»

Hay secretos en todas partes. Silencio y secretos. O, como mínimo, eso es lo que parece. Entro en una habitación y se hace el silencio, y sé que han estado hablando de mi madre. No me permiten que hable de ella.

«¿Qué pasa si lo hace?»

«No lo sé porque nunca me he saltado esa norma.»