Al verlo, Ted se quedó paralizado de pies a cabeza. Primero ese extraño a la una de la madrugada, después el encuentro de la noche anterior entre Eugenie y ese mismo hombre en el aparcamiento, y ahora esos dos desconocidos que tenían la llave de su casa… Ted sabía que tenía que ir hacia allí enseguida.
Echó un vistazo alrededor de la tienda para ver si alguien tenía intención de comprar. Había dos posibles clientes: el viejo señor Horsham -a Ted le gustaba llamarle viejo porque para él era un alivio que hubiera alguien activo que fuera mucho mayor que él- había sacado un tomo sobre Egipto de la estantería, y parecía estar pesándolo en vez de examinándolo. La señora Dilday estaba, como de costumbre, leyendo otro capítulo de un libro que no tenía ninguna intención de comprar. Parte de su ritual diario consistía en escoger un libro de éxito, llevarlo como quien no quiere la cosa a la parte trasera de la librería -donde estaban los sillones-, leer uno o dos capítulos, marcar hasta donde había leído con el recibo de la compra y esconder el libro entre volúmenes de segunda mano de Salman Rushdie, donde nadie se daría cuenta a juzgar por los gustos del ciudadano medio de Henley.
Durante casi veinte minutos, Ted esperó a que esos dos clientes potenciales salieran de la tienda y así poder inventar una excusa para poder ir al otro lado de la calle. Cuando por fin el viejo Horsham le compró el libro de Egipto por una suma considerable de dinero, le dijo: «Estuve allí durante la guerra», mientras le entregaba dos billetes de veinte libras que sacó de una cartera que parecía lo bastante vieja para haber presenciado la guerra con él; después Ted depositó sus esperanzas en la señora Dilday. No obstante, se dio cuenta de que con ella sería inútil. Estaba cómodamente instalada en su sillón favorito y además se había traído un termo de té. Se servía el té y se lo bebía, y leía con la misma tranquilidad que si estuviera en su propia casa.
Ted deseaba decirle que las librerías públicas tenían una razón de ser. Pero en vez de eso se dedicó a observarla, a mandarle mensajes mentales para que se fuera de inmediato, y a mirar por la ventana para ver si veía algún indicio que pudiera indicarle quién era la gente que estaba en casa de Eugenie.
Mientras estaba visualizando que la señora Dilday le compraba la novela y salía de su tienda para leerla, sonó el teléfono. Sin apartar la mirada de casa de Eugenie, Ted tanteó el teléfono en busca del auricular y lo contestó al quinto timbre.
– Librería Wiley's -dijo.
– ¿Con quién hablo, por favor? -preguntó una mujer.
– Con el comandante Ted Wiley. Retirado. ¿Quién llama?
– ¿Es usted la única persona que utiliza esta línea, señor?
– ¿Cómo…? ¿Llaman desde la telefónica? ¿Hay algún problema?
– Su número de teléfono consta en el registro del 1471 como la última llamada que se realizó a la casa desde la que estoy llamando. Pertenece a una mujer llamada Eugenie Davies.
– Así es. La he llamado esta mañana -respondió Ted, intentando mantener un tono de voz lo más calmado posible-. Hemos quedado para cenar juntos esta noche. -Después, aunque ya se imaginaba la respuesta, se vio obligado a preguntar-: ¿Ha sucedido algo? ¿Algo va mal? ¿Quién es usted?
La mujer tapó el auricular al otro lado de la línea mientras le preguntaba algo a otra persona de la habitación.
– Soy una agente del Departamento Metropolitano de Policía, señor.
Metropolitano… eso significaba Londres. De repente, Ted se lo imaginó de nuevo: Eugenie conduciendo hacia Londres la noche anterior con la lluvia cayendo con fuerza sobre el techo del Polo y el agua de los neumáticos formando arcos sobre la carretera.
Con todo, preguntó:
– ¿Del Departamento de Policía de Londres?
– Correcto -le respondió la mujer-. ¿Dónde se encuentra ahora, señor?
– Delante de la casa de Eugenie. Tengo una librería…
Otra consulta. Después le preguntó:
– ¿Le importaría venir hasta aquí, señor? Nos gustaría hacerle una o dos preguntas.
– ¿Le ha sucedido…? -Ted apenas tenía fuerzas para pronunciar las palabras, pero tenía que hacerlo. Además, seguro que la policía esperaría oírlas-. ¿Le ha sucedido algo a Eugenie?
– Si le resulta más fácil, podemos pasar por la librería.
– No, no. Estaré allí dentro de un minuto. Primero tengo que cerrar, pero…
– De acuerdo, comandante Wiley. Aún estaremos aquí un buen rato.
Ted se encaminó hacia la parte de atrás y le dijo a la señora Dilday que una emergencia le obligaba a cerrar la librería durante unos momentos.
– ¡Santo Cielo! Espero que no sea su madre -le dijo, ya que ésa era la emergencia más lógica: la muerte de su madre, a pesar de que a sus ochenta y nueve años no había empezado a practicar boxeo porque había sufrido una apoplejía.
– No, no, lo único que pasa es que me tengo que ocupar de unos asuntos…
Se lo quedó mirando fijamente, pero aceptó esa excusa tan imprecisa. Nervioso a más no poder, Ted esperó a que se acabara el té, a que se pusiera el abrigo de lana y los guantes y -sin la menor intención de ocultar sus acciones-a que colocara la novela que estaba leyendo detrás de una edición de Los Versos Satánicos.
Cuando por fin se hubo marchado, Ted subió las escaleras a toda prisa para ir a su casa. Se percató de que el corazón le latía con violencia y de que se sentía un poco mareado. Esa sensación de mareo le hizo oír voces; eran tan reales que sin siquiera pensarlo se dio la vuelta, anticipando una presencia que no estaba allí.
Primero oyó de nuevo la voz de la mujer: «Departamento Metropolitano de Policía. Nos gustaría hacerle una o dos preguntas…». Después a Eugenie: «Mañana hablaremos. ¡Tengo tantas cosas que contarte!». Y luego, sin motivo, los susurros de Connie procedentes de la mismísima tumba; Connie, que le conocía como nadie lo había llegado a conocer: «Eres un buen partido para cualquier persona que esté viva, Ted Wiley».
«¿Por qué ahora? -se preguntó-. ¿Por qué Connie me habla ahora?»
Pero no hubo respuesta, sólo la pregunta. Y también lo que tenía que oír y afrontar al otro lado de la calle.
Mientras Lynley examinaba las cartas que había cogido del soporte de cartón piedra, Barbara Havers subió por la escalera más estrecha que jamás hubiera visto, y que conducía a la primera planta de una diminuta casa. Dos dormitorios muy pequeños y un cuarto de baño anticuado daban a un rellano que no era mucho más grande que la cabeza de un alfiler. Ambas habitaciones tenían la misma simplicidad monástica rayana en la pobreza que empezaba en la sala de estar. La primera habitación tenía tres muebles: una cama individual cubierta por una sencilla colcha, una cómoda y una mesita de noche en la que había otra lámpara sin pantalla. La segunda habitación había sido convertida en una sala de coser y tenía, aparte de un contestador automático, el único aparato remotamente moderno de todo el edificio: una máquina de coser nueva, junto a la que había un considerable montón de ropa diminuta. Barbara la inspeccionó y vio que se trataba de ropa de muñecas, diseñada primorosamente y con muchos detalles que iban desde bordados hasta pieles falsas. No había ninguna muñeca en la sala de coser ni tampoco en la habitación contigua.
Barbara inspeccionó primero la cómoda, donde encontró lo que le pareció una humilde cantidad de prendas, a pesar de que ella tampoco estaba muy interesada en la ropa: bragas raídas, sujetadores igualmente gastados, unos cuantos jerséis y una pequeña colección de medias. No había ningún armario en el dormitorio; por lo tanto, los pocos pantalones, faldas y vestidos que la mujer había tenido estaban cuidadosamente doblados en uno de los cajones de la cómoda.
Entre los pantalones y las faldas, en la parte trasera del cajón, Barbara vio un fardo de cartas. Las sacó, quitó la goma elástica, las colocó sobre la cama individual y vio que todas habían sido escritas con la misma letra. Al verla, parpadeó. Tardó un momento en comprender que, de hecho, reconocía esos garabatos firmes y oscuros.