Выбрать главу

– ¿Podemos deducir de todo esto que usted y la señora Davies tenían una relación íntima, comandante Wiley? ¿Eran amigos? ¿Amantes? ¿Prometidos?

Wiley pareció sentirse incómodo con la pregunta. Cambió de posición en el sofá y declaró:

– Hacía tres años que nos veíamos con regularidad. Quería ser respetuoso con ella, a diferencia de esos tipos de hoy en día que sólo piensan en una cosa. Estaba dispuesto a esperar. Finalmente me dijo que estaba preparada, pero que antes quería hablar conmigo.

– Y eso es lo que se supone que iba a suceder esta noche -concluyó Havers-. Ésa es la razón por la que la llamó.

Así era.

Lynley le pidió que les acompañara a la cocina. Le dijo que había otras voces en el contestador de Eugenie Davies, y ya que el comandante Ted Wiley llevaba más de tres años saliendo con la mujer muerta -al margen del tipo de relación que mantuvieran-, seguro que podría ayudarlos a identificarlas.

Una vez en la cocina, Wiley se quedó de pie junto a la mesa y observó las fotografías de los dos niños. Fue a coger una, pero se detuvo, ya que se imaginó que Lynley y Havers debían de llevar guantes por algún motivo. Mientras Havers preparaba el contestador automático para escuchar los mensajes de nuevo, Lynley le preguntó:

– ¿Son los hijos de la señora Davies, comandante Wiley?

– Su hijo y su hija -respondió Wiley-. Sí, son sus hijos. Sonia murió hace unos cuantos años. Y el chico… no se veían. Hacía mucho tiempo que Eugenie y su hijo se habían distanciado. Parece ser que tuvieron algún tipo de discusión hace mucho tiempo. Nunca me hablaba de él, salvo para contarme que no se veían.

– ¿Y de Sonia? ¿Le habló la señora Davies alguna vez de Sonia?

– Sólo me dijo que había muerto de pequeña, pero… -Wiley se aclaró la voz y se alejó de la mesa como si quisiera distanciarse de lo que estaba a punto de decir-. Bien, mírela. No es de extrañar que muriera tan joven. Suele… pasar.

Lynley frunció el ceño, sin entender por qué Wiley parecía desconocer un caso que apareció en todos los periódicos de aquella época.

– ¿Se encontraba en este país hace veinte años, comandante Wiley?

– No, estaba… -Wiley pareció hacer un retroceso mental hacia el pasado, ordenando los años que había pasado en activo en el ejército. Dijo que entonces se encontraba en las islas Malvinas, pero luego dijo que de eso hacía más tiempo y que quizás estuviera en Rodesia o en lo que quedara de Rodesia…-. ¿Por qué?

– ¿La señora Davies nunca le contó que Sonia fue asesinada?

Enmudecido, Wiley volvió a mirar las fotografías.

– No me contó… No me dijo nada de… No, ni siquiera… ¡Santo Cielo! -Se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó un pañuelo, pero no lo usó-. Esta colección de fotografías no suele estar sobre la mesa, ¿saben? ¿Las han puesto ustedes aquí?

– Aquí es donde las encontramos -le informó Lynley.

– Deberían estar repartidas por toda la casa. En la sala de estar. En el piso de arriba. Aquí. Así es como estaban. -Sacó una de las dos sillas de debajo de la mesa y se dejó caer con pesadez.

En ese momento parecía bastante cansado, pero le hizo un gesto de asentimiento a Havers, que se encontraba junto al contestador automático.

Lynley observó al comandante mientras éste escuchaba los mensajes. Intentó adivinar la reacción que tendría Wiley cuando escuchara las voces de otros dos hombres en el contestador. Por el tono que usaban y por lo que decían era obvio que ambos tenían algún tipo de relación con Eugenie Davies. Pero si Wiley había llegado a esa misma conclusión y eso le había afligido, no se vio ningún indicio en un rostro que era demasiado rojizo para saber si se había sonrojado.

Al final de los mensajes, Lynley le preguntó:

– ¿Ha reconocido a alguien?

– A Lynn -respondió-. Eugenie me lo contó. La hija de una amiga suya llamada Lynn se murió de repente, y ella asistió al funeral. Me dijo que cuando se enteró de que la niña había muerto, sabía cómo se sentiría Lynn y que quería darle el pésame.

– ¿Cuándo se enteró de que había muerto? -preguntó Havers-. ¿Quién se lo dijo?

Wiley no lo sabía. No se le había ocurrido preguntárselo.

– Supongo que Lynn, sea quien sea esa mujer, la llamó por teléfono.

– ¿Sabe dónde se celebró el funeral?

Negó con la cabeza y añadió:

– Se fue a pasar el día fuera.

– ¿Cuándo fue?

– El martes pasado. Le pregunté si quería que la acompañara. Sabiendo cómo son los funerales, pensé que le gustaría ir acompañada. Pero me dijo que ella y Lynn tenían que hablar de ciertas cosas.

«Necesito verla», le había dicho. No sabía nada más.

– ¿Que necesitaba verla? -preguntó Lynley-. ¿Fue eso lo que le dijo?

– Sí, eso fue exactamente lo que me dijo.

«Necesitaba -pensó Lynley-. No que quisiera verla, sino que necesitaba hacerlo.» Pensó en la palabra y en todo lo que implicaba. Sabía que la necesidad normalmente iba seguida de acción.

No obstante, ¿era ése el caso en esa cocina de Henley en la que, según parecía, colisionaban varias necesidades? Eugenie Davies había sentido la necesidad de confesarle sus pecados al comandante Wiley. Un hombre no identificado necesitaba hablar con Eugenie, tal y como oyeron en el contestador automático. Y Ted Wiley necesitaba… ¿qué era exactamente?

Lynley le pidió a Havers que volviera a poner los mensajes, y se preguntó si el ligero cambio de postura de Wiley -había colocado los brazos más cercanos al cuerpo-era un indicio de que estaba recuperando fuerzas. Mantuvo los ojos clavados en el comandante una vez más mientras esos dos hombres expresaban la necesidad de ver a Eugenie.

«He tenido que volver a llamar -declaró una voz-. Eugenie, necesito hablar contigo.»

Ahí estaba otra vez: la palabra necesitar. ¿Qué haría un hombre con una necesidad tan apremiante?

«Si pudieras, ¿cómo me lo harías?»

El Hombre Lengua leyó la pregunta de Mujer Fogosa sin su habitual deseo de gratificación. Hacía semanas que le daba vueltas a ese momento, a pesar de que en un principio se había equivocado al creer que estaría preparado para ella mucho antes de que para Bragas Cremosas. Eso demostraba que no se podían juzgar los resultados a partir de la habilidad de alguien en involucrarse en conversaciones cibernéticas sugerentes. Mujer Fogosa había empezado muy fuerte en el terreno de la descripción, pero se había desanimado con rapidez cuando las conversaciones habían pasado de girar en torno a polvos imaginarios entre celebridades (había demostrado una habilidad sorprendente al relatar un encuentro apasionado entre una estrella del rock con el pelo púrpura y el monarca de su país) a girar en torno a polvos imaginarios en los que ella participaba. En verdad, el Hombre Lengua había pensado durante cierto tiempo que la había perdido del todo, ya que la había forzado demasiado pronto y le había dicho demasiadas cosas. Incluso había contemplado la posibilidad de seguir con otra -Cómeme-y estaba a punto de hacerlo cuando Mujer Fogosa apareció de nuevo en el ciberespacio. Era evidente que había necesitado tiempo para pensar. Pero ahora sabía lo que quería. Así pues: «Si pudieras, ¿cómo me lo harías?».

Hombre Lengua pensó en la pregunta y cayó en la cuenta de que no le apasionaba la idea de tener otro encuentro intenso medio anónimo después del que había tenido. De todas maneras, estaba haciendo todo lo posible por olvidar ese último encuentro y todo lo que había sucedido a continuación: las luces intermitentes, las barreras que bloqueaban ambos lados de su calle, que la sospecha recayera sobre él, que confiscaran el Boxter -¡malditos policías!- para llevar a cabo una inspección policial. No obstante, decidió que lo había llevado bastante bien. Sí. Se había portado como un profesional.