Выбрать главу

Mientras hablaba, levantó la pierna y la puso sobre mi nalga, me cubrió el pecho con sus brazos y ladeó la cadera -fue tan sólo un ligero movimiento-para presionar su pubis contra mi cuerpo.

Y, de repente, estoy con Beth, de vuelta en ese momento de la relación en el que se espera que algo suceda entre un hombre y una mujer, pero en el que no pasa nada. Como mínimo, a mí no. Con Beth la siguiente etapa significaba un compromiso permanente. Después de todo, éramos amantes desde hacía once meses.

Ella es el contacto entre el Conservatorio East London y las escuelas de las cuales provienen los alumnos. Antes era profesora de música, y también es violonchelista. Es perfecta para el Conservatorio, ya que habla el lenguaje de los instrumentos, el lenguaje de la música y, lo que es más importante, el lenguaje de los niños.

Al principio no me doy cuenta de su presencia. No hasta el día que tenemos que hablar con el padre de una niña que se ha fugado de casa y que busca en el Conservatorio una protección que no se le puede dar. Averiguamos que el novio de su madre le ha prohibido que siga ensayando, ya que éste tiene otros planes en mente para la niña. Ésta casi se ha convertido en una especie de sirviente en su miserable casa. Pero ese casi viene definido por los favores sexuales que le han ordenado que les haga a ambos.

Beth actúa con justicia con esa excusa patética de pareja humana. Está hecha una furia. No espera a que la policía ni los de Servicios Sociales se ocupen del caso, ya que no confía en ninguno de ellos. Se ocupa de todo en persona: se pone en contacto con un detective privado y se reúne con la pareja para dejarles bien claro qué les sucederá si la niña sufre algún daño. Y para estar segura de que lo entienden, les define daño en los mismísimos términos callejeros a los que están acostumbrados.

No estoy allí para presenciarlo, pero me lo cuenta más de un profesor. La ferocidad de su entrega hacia esa estudiante me conmueve. Quizá siento nostalgia. Tal vez cierto reconocimiento.

En cualquier caso, la busco. Empezamos a salir juntos de la forma más natural que me pueda imaginar. Durante un año todo va bien.

No obstante, después, tal y como suele suceder, me dice que quiere más. Ya sé que es lógico. Pensar en dar el siguiente paso es razonable tanto para el hombre como para la mujer, pero supongo que más para la mujer porque debe tener en cuenta su propia biología.

Cuando surge el tema de lo que va a suceder a continuación, sé que debería desear lo que viene después de esas declaraciones de amor que nos hemos profesado. Me doy cuenta de que nada permanece inalterable para siempre y de que es un engaño imaginar que ambos estaremos eternamente contentos como simples compañeros de trabajo y amantes apasionados. Aun con todo, cuando saca el tema del matrimonio y de los hijos, noto que me distancio. Al principio evito el tema, y cuando las excusas de ensayos, prácticas, sesiones de grabación y apariciones en público ya no me sirven, caigo en la cuenta de que el distanciamiento que siento es mucho mayor, y que no sólo ha provocado que no quiera un futuro con Beth, sino tampoco un presente. No puedo estar con ella como estaba antes. No siento pasión alguna y no la deseo. Al principio me esfuerzo por intentarlo, pero fuera lo que fuera que hubiéramos sentido -deseo, pasión, cariño, lealtad-, había dejado de existir.

Discutimos sin parar, que es precisamente lo que debe de suceder cuando un hombre y una mujer intentan mantener una relación que ya ha sido dañada. Durante esas discusiones, nos desgastamos tanto que lo que teníamos pasa a ser un recuerdo tan lejano que somos incapaces de olvidarnos de la discordia de nuestro presente para localizar la armonía que definía nuestro pasado. Y se acaba. Nos separamos. Encuentra otro hombre con el que se casa veintisiete meses y una semana más tarde. Yo sigo igual que ahora.

Por lo tanto, cuando Libby me habló de pasar a la siguiente etapa, sentí escalofríos. Con todo, sabía que era inevitable mantener una conversación de ese tipo con una mujer, siempre que permitiera que una mujer entrara en mi vida.

Los debería empezaron a atormentarme la mente. No debería haberle enseñado el piso de la planta baja. No debería habérselo alquilado. No debería haberla invitado a tomar un café. No debería haberla llevado a comer, ni haber escuchado ese concierto en su aparato de música, ni haber ido a Primrose Hill para hacer volar la cometa, ni haberla llevado a hacer vuelo libre, ni haber comido en su mesa, ni haberme dormido con su cuerpo junto al mío ni haber permitido que su camisa de dormir se levantara accidentalmente y que su culo desnudo, suave y cálido, descansara sobre mi fláccido pene.

Esa flaccidez debería habérselo dicho todo. Esa flaccidez inmutable, indiferente y poco entusiasta. Pero no lo hizo. Y si lo hizo, no deseó llegar a la conclusión que implicaba ese trozo exánime de piel.

– Me siento bien, teniéndote aquí a mi lado -le dije.

– Aún podríamos estar mejor y disfrutar más -respondió ella. Y movió la cadera tres veces de ese modo que inconscientemente hace que los hombres normales quieran penetrarlas.

Pero yo, como todos sabemos, no soy un hombre normal.

Sabía que, como mínimo, se suponía que debería desear el acto, aunque no deseara a la mujer en sí misma. No obstante, no lo deseaba. Nada se removía dentro de mí salvo, quizás, el hielo. Lo único que se apoderó de mí fue una quietud, una sombra y esa sensación incorpórea de estar fuera de mí mismo, más allá de mí mismo, despreciando esa lamentable excusa para un hombre y preguntándome qué haría falta, por el amor de Dios, para mover a ese cabrón.

– ¿Qué te pasa, Gideon? -me preguntó Libby, acariciando mi cálida mejilla con su fría mano de nuevo. Luego se quedó quieta en la cama junto a mí. Sin embargo, no se fue, y el miedo a que un movimiento precipitado de mi parte pudiera darle una idea equivocada hizo que yo también permaneciera inmóvil.

– He ido al médico. Me han hecho un montón de pruebas. No han encontrado ninguna explicación. Son cosas que pasan.

– No te estoy hablando de la migraña, Gid.

– Entonces, ¿de qué?

– ¿Por qué has dejado de tocar? Siempre tocabas. Eres muy disciplinado. Tres horas por la mañana y tres horas por la tarde. He visto el coche de Rafe cada día en la plaza; por lo tanto, sé que ha estado aquí, pero no os he oído tocar a ninguno de los dos.

Rafe. Tiene esa tendencia americana de poner motes a todo el mundo. Raphael pasó a ser Rafe la primera vez que lo vio. Si quieren saber lo que pienso, ese nombre no le pega para nada, pero a él no parece molestarle.

Y ha estado aquí cada día, tal y como ha explicado ella. A veces durante una hora, otras veces durante dos o tres. Normalmente se pasea de un lado a otro mientras yo me siento junto a la ventana y escribo. Suda, se seca la frente y el cuello con un pañuelo, me lanza miradas inquietas y, sin duda, hace una proyección de nuestro futuro que implica que mi estado de ansiedad da fin prematuramente a una carrera musical que habría sido brillante y en la que su reputación como mi Rasputín musical se ve arruinada. Se ve a sí mismo como una nota al pie de página en la historia, una nota tan diminuta que requerirá lupa para ser leída.

Ha depositado en mí sus esperanzas de ser inmortal. Ahí ha estado él durante cincuenta años, un hombre incapaz siquiera de llegar al nivel de primer violín, a pesar de su talento y de todos sus esfuerzos, condenado por un embalse de miedo al escenario que ha abierto sus compuertas en una inundación de terror cuando ha tenido la oportunidad de hacer una audición. El hombre es un músico fantástico en una familia de músicos igualmente fantásticos. Sin embargo, a diferencia de los demás -todos tocan en una orquesta u otra, incluso su hermana que hace más de veinte años que toca la guitarra eléctrica en una banda hippie llamada Fuego de Estrellas Niqueladas-sólo ha sobresalido transmitiendo su talento artístico a los demás. Las actuaciones en público lo han derrotado.