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Yo he sido su petición a la fama y el medio por el cual ha atraído -cual flautista de Hamelin- a prometedores niños prodigio y a sus padres durante más de veinte años. Sin embargo, todo eso deberá ser sacrificado si no consigo comprender lo que me pasa en la cabeza. Y aunque Raphael no se haya preocupado ni una sola vez de averiguar qué pasa en su cabeza -no puede ser normal que un hombre se tenga que cambiar la camisa tres veces y el traje cada día a causa del sudor-, yo tengo que dedicar todas las horas del día a averiguar qué pasa en la mía.

Raphael, tal y como le he dicho, es la persona que me sugirió que viniera a usted, doctora Rose. O, como mínimo, la persona que me recomendó a su padre, después de que los neurólogos decidieran que no tengo ninguna lesión física. Por lo tanto, tiene un doble interés en que me recupere: no sólo se ha preocupado de que usted se ocupe de mí, lo que me haría estar en deuda con él si usted y yo consiguiéramos superar mi problema, sino que mi carrera prolongada de violinista supondría su carrera prolongada como musa. Así pues, a Raphael le encantaría verme recuperado.

Cree que estoy siendo cínico, ¿verdad, doctora Rose? Una nueva arruga en la manta de mi carácter. Pero recuerde que he sufrido a Raphael durante muchos años, y que sé lo que piensa y lo que se propone hacer seguramente mejor que él.

Por ejemplo, sé que mi padre le desagrada. Y sé que papá le habría despedido un montón de veces a lo largo de todos estos años si el estilo de enseñanza de Raphael -que permite que el alumno desarrolle su propio método en vez de imponerle un método preestablecido- no hubiera sido exactamente lo que me ha hecho prosperar.

«¿Por qué a Raphael le cae mal su padre?», me pregunta con curiosidad, no muy segura de que esa animosidad que se tienen sea la causa de mi problema actual.

No tengo respuesta para esa pregunta, doctora Rose, o, como mínimo, ninguna respuesta que sea clara y completa a la vez. Pero supongo que tiene algo que ver con mi madre.

«¿Raphael Robson y su madre?», me aclara, y me mira tan fijamente que me pregunto qué pepita de oro le acabo de ofrecer.

Así pues, escarbo en mi mente. Intento averiguar qué hay. Procuro hacer una conexión lógica después de examinar todo lo que he conseguido sacar a la luz hasta este momento, porque el hecho de haber puesto esas palabras juntas -Raphael Robson y mi madre-ha removido algo en mi interior, doctora Rose. Siento que un desasosiego me recorre las tripas. He masticado y tragado algo podrido, y noto cómo las consecuencias me irritan.

¿Qué he desenterrado sin darme cuenta? Mi madre ha sido la razón por la que a Raphael Robson le ha caído mal mi padre durante más de veinte años. Sí, siento que hay algo de verdad en todo esto. Pero ¿por qué?

Tal vez me sugerirá que me remonte a una época en que estuvieran todos juntos. Raphael y mi madre. El lienzo está ahí, ese maldito lienzo oscuro está presente, pero la pintura hace mucho tiempo que se ha borrado.

Sin embargo, me recuerda que he relacionado los dos nombres: el de mi madre y el de Raphael Robson. Si yo he relacionado esos nombres, debe de haber alguna otra conexión, aunque sólo sea en el inconsciente.

«Usted piensa en ellos como pareja -me dice-. ¿Se los puede imaginar juntos?»

«¿Imaginar? ¿Juntos?» La idea me parece ridicula.

«¿Qué es lo que le parece ridículo, Gideon? -me pregunta-. ¿Lo de imaginárselos o lo de juntos?»

Y ya sé lo que pretende con esas dos alternativas. No crea que no me he dado cuenta. Tengo que escoger entre los conflictos de Edipo y la escena principal. Eso es lo que intenta, ¿verdad, doctora Rose? El pequeño Gideon no puede soportar el hecho de que su profesor de música a le béguin pour sa mère. O, lo que es peor, el pequeño Gideon presenció a sa mere et l'amoureux de sa mère in fraganti, y l'amoureux de sa mère era Raphael Robson.

«¿Por qué me paso al francés? -me preguntará-. ¿Por qué no lo ha dicho en inglés? ¿Qué siente al decirlo en inglés, Gideon?»

Absurdo. Ridículo. Indignante. ¿Raphael Robson y mi madre de amantes? ¡Qué idea tan absurda! ¿Cómo podría haber soportado su sudor? Incluso hace veinte años sudaba lo bastante para regar todo el jardín.

12 de septiembre

El jardín. Flores. Dios. He recordado esas flores, doctora Rose. A Raphael Robson entrando en casa con un enorme ramo de flores. Son para mi madre y ella se encuentra en casa; por lo tanto, es de noche o ese día no ha ido a trabajar.

«¿Está enferma?», me pregunta.

No lo sé, pero veo las flores. Docenas de ellas. Son diferentes; de hecho, hay tantas clases diferentes que soy incapaz de nombrarlas. Es el ramo más grande que jamás haya visto y sí, sí, debe de estar enferma porque Raphael lleva las flores a la cocina y él mismo las coloca en una serie de jarrones que mi abuela le da. Pero la abuela no puede quedarse para ayudarle con las flores porque, por la razón que sea, debe ir a vigilar al abuelo. Durante muchos días no hemos podido perder de vista al abuelo, pero no sé por qué.

«¿Un episodio? -me pregunta-. ¿Está sufriendo un episodio psicótico, Gideon?»

No lo sé. Lo único que tengo claro es que todo el mundo se comporta de un modo extraño. Mi madre está enferma. Mi abuelo está encerrado en el piso de arriba y la música está puesta todo el día para calmarle. Sarah-Jane Beckett no para de reunirse con James el Inquilino en una de las esquinas y, si me acerco demasiado a ellos, tensa los labios y me dice que me vaya a hacer los deberes, a pesar de que hace tanto tiempo que nadie me da clase que es imposible que tenga deberes por hacer. He pillado a la abuela llorando en las escaleras. He oído a papá gritar en alguna parte: creo que detrás de una puerta cerrada. Sor Cecilia ha venido a vernos y la he visto hablando con Raphael en el piso de arriba. También veo todas esas flores. Raphael y las flores. Montones de flores que ni siquiera soy capaz de nombrar.

Las lleva a la cocina y a mí me ordena que lo espere en la sala de estar, donde me ha dejado un ejercicio para que practique. Incluso hoy en día recuerdo ese ejercicio. Son escalas. Escalas. Lo que más odio y lo que considero demasiado fácil para mí. Me niego a hacerlo. Le doy una patada al atril. Grito que me aburro, me aburro y me aburro con esa estúpida música y que no pienso tocar ni una nota más. Exijo la tele. Exijo leche y galletas. Exijo.

Sarah-Jane aparece de inmediato y me dice -me acuerdo perfectamente de lo que me dice, doctora Rose, porque nunca me habían dicho nada similar-: «Ya no eres el centro del mundo. Haz el favor de comportarte».

«¿Ya no eres el centro del mundo? -medita-. Por lo tanto, eso debió de suceder después de que Sonia naciera.»

«Supongo que sí, doctora Rose.»

«¿Puede establecer alguna conexión?»

«¿Qué clase de conexión?»

«Raphael Robson, las flores, su abuela llorando, Sarah-Jane Beckett y James el Inquilino cotilleando…»

No he dicho que estuvieran cotilleando. Sólo hablan, con las cabezas juntas. ¿Compartiendo un secreto, tal vez? Me pregunto. ¿Son amantes?

Sí, sí, doctora Rose, ya veo que volvemos al tema de los amantes.

No hace falta que me lo repita. Ya sé lo que pretende con este proceso inexorable que nos lleva a mi madre y a Raphael. Ya sé adónde nos va a llevar ese proceso si examinamos todos los indicios con calma racional. Los indicios son los siguientes: Raphael con esas flores, la abuela llorando y papá gritando, sor Cecilia intentando prestar ayuda, Sarah-Jane y el inquilino riéndose disimuladamente en un rincón… Ya veo adónde nos lleva todo esto, doctora Rose.