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Se quitó las gafas, cruzó los brazos y se me quedó mirando de ese modo tan característico de él. Esa mirada que decía: «Si no te calmas, tendrás que vértelas conmigo».

Esa mirada ha conseguido desanimarme en más de una ocasión, y combinada con sus comentarios sobre Libby, supongo que debería haberme hecho desistir. Pero el hecho de que una hermana hubiera aparecido de repente en mi mente me daba la fuerza suficiente para afrontar cualquier intento de ofuscación que se propusiera.

– Me había olvidado de Sonia -le dije-. No tan sólo de la forma en que murió, sino de su misma existencia. Me había olvidado totalmente de que una vez tuve una hermana. Es como si alguien me hubiera puesto una goma en el cerebro y la hubiera borrado, papá.

– ¿Es a eso a lo que has venido, entonces? ¿A preguntarme lo de las fotografías?

– A preguntarte cosas sobre ella. ¿Por qué no tienes ninguna foto suya?

– Buscas algo siniestro en el hecho que no tenga fotografías de ella.

– Tienes fotografías mías. Tienes una exposición completa del abuelo. Tienes fotos de Jill. Incluso de Raphael.

– Posando con Szeryng. Él no tiene ninguna importancia.

– Sí, de acuerdo. Pero eso no responde a mi pregunta. ¿Por qué no hay ninguna de Sonia?

Me observó durante sus buenos cinco segundos antes de moverse. Y aún entonces sólo se dio la vuelta y empezó a limpiar el banco sobre el que había estado trabajando. Cogió una escoba y la usó para barrer las hojas sueltas y los restos de tierra; luego lo depositó en un cubo que cogió del suelo. Una vez que hubo acabado, cerró la bolsa de tierra, tapó una botella de fertilizante y puso las herramientas de jardinería en sus respectivos rincones. Limpió las herramientas una por una antes de guardarlas. Finalmente, se quitó el pesado delantal verde que llevaba cuando trabajaba con sus camelias, salió del invernadero y se dirigió hacia el jardín.

Hay un banco en uno de los extremos y se encaminó hacia allí. Está debajo de un castaño, la ruina de mi padre desde hace mucho tiempo.

– ¡Maldita sea! Hay demasiada sombra -se queja siempre-. ¿Cómo demonios va a crecer en la sombra?

Sin embargo, ese día pareció agradecer un poco de sombra. Se sentó e hizo una mueca de dolor, como si le doliera la espalda, lo cual era bastante probable debido al estado de su columna. Pero no quería preguntarle nada de eso. Ya había evitado mi pregunta durante bastante tiempo.

– Papá, ¿por qué no hay…? -le pregunté.

– Me lo preguntas por esa doctora, ¿verdad? Esa mujer… ¿Cómo se llama?

– Ya lo sabes. Doctora Rose.

– ¡Mierda! -musitó, levantándose del banco. Pensé que estaba dispuesto a volver a su casa de mal humor antes que hablar de un tema del que estaba claro que no quería hablar, pero se arrodilló y empezó a arrancar malas hierbas de uno de los parterres que teníamos ante nosotros-. Si por mí fuera, confiscaría todos los trozos de tierra de los vecinos que no se ocupan de ellos como es debido. ¡Mira toda esa porquería!

No había para tanto. Era cierto que el exceso de agua había hecho que saliera moho y musgo entre las piedras de una de las esquinas, y que las malas hierbas se entrelazaban con una enorme fucsia que necesitaba que la podaran. Pero había cierta belleza en el estado natural del jardín, ya que la pila central para pájaros estaba recubierta de hiedra y las piedras del camino yacían bajo el verdor.

– A mí me gusta -le repliqué.

Papá soltó un bufido de desaprobación. Continuó arrancando malas hierbas y lanzándolas por encima del hombro a un camino de grava.

– ¿Ya has cogido el Guarnerius? -me preguntó. Llama al violín de ese modo; siempre lo ha hecho. Yo prefiero designarlo por el nombre del fabricante, pero papá confunde el nombre del fabricante con el del instrumento, como si Guarneri no tuviera nada más que hacer.

– No, no lo he hecho.

Se apoyó en los talones y exclamó:

– ¡Estupendo! ¡De verdad! Los grandes planes han quedado reducidos a nada, ¿no es verdad? Cuéntame. ¿Qué ganamos con todo esto? ¿Con qué maravillosas ventajas estáis siendo bendecidos mientras tu maravillosa doctora y tú desenterráis el pasado? Nuestro problema está en el presente, Gideon. Creo que no hace falta que te lo repita.

– Ella lo llama amnesia psicogénica. Dice que…

– ¡Tonterías! Tuviste un problema de nervios. Y todavía lo sigues teniendo. Son cosas que pasan. Pregúntaselo a quien quieras. ¡Por el amor de Dios! ¿Cuántos años estuvo Rubinstein sin tocar? ¿Diez? ¿Doce? ¿Y crees que se pasó todos esos años garabateando en una libreta? Espero que no.

– No perdió la habilidad de tocar -le expliqué a mi padre-. Tan sólo tenía miedo de tocar.

– Tú no sabes si la has perdido, ¿verdad? Si todavía no has cogido el Guarnerius, ¿cómo vas a saber lo que has perdido o lo que temes haber perdido? Cualquier persona con un poco de sentido común te diría que lo que estás sufriendo se llama cobardía: pura y simple. Y el hecho de que tu doctora aún no haya mencionado esa palabra… -Se puso a arrancar malas hierbas de nuevo-. ¡Tonterías!

– Tú querías que fuera a verla -le recordé-. Cuando Raphael lo sugirió, te pareció una buena idea.

– Pensaba que aprenderías a enfrentarte con tu miedo. Creí que era eso lo que te enseñaría. Y, a propósito, si hubiera sabido que en la silla del doctor iba a estar sentada una condenada mujer, me lo hubiera pensado dos veces antes de llevarte hasta allí para que te pusieras a llorar sobre su hombro…

– Yo no…

– Todo esto viene de esa chica, de esa maldita y condenada chica. -Al pronunciar la última palabra, estiró con fuerza de una hierba que estaba enredada y al hacerlo arrancó de raíz uno de los lirios. Maldijo y empezó a escarbar la tierra alrededor de la planta como si quisiera reparar el daño-. Así es como piensan los americanos, Gideon, y espero que te des cuenta. Eso es lo que sucede cuando uno se relaciona con un montón de vagos a los que les han puesto la vida en bandeja. No conocen nada más que el ocio y acaban culpando a sus padres de su falta de disciplina. Ella te ha contagiado esa manía de criticar a los demás, hijo. De aquí a poco tiempo se encargará de organizar debates para hablar de tu enfermedad.

– Eres muy injusto con Libby. Ella no tiene nada que ver con todo esto.

– Te encontrabas perfectamente hasta que entró en tu vida.

– No ha sucedido nada entre nosotros que pueda ser causa de problemas.

– Te acuestas con ella, ¿verdad?

– Papá…

– ¿Echas buenos polvos? -Al hacerme esa última pregunta miró por encima del hombro, y supongo que debió darse cuenta de que prefería mantenerlo en secreto. Al verlo, me dijo irónicamente-: Sí, claro, pero ella no es la causa de tu problema. Ya entiendo. Bien, dime, ¿cuándo cree la doctora Rose que será el momento propicio para que vuelvas a coger el violín?

– No hemos hablado de eso.

Se puso en pie de un salto y exclamó:

– ¡Eso es fantástico! La has visto… ¿cuánto? ¿Tres veces por semana durante cuántas semanas? ¿Tres? ¿Cuatro? ¿Y aún no habéis tenido ocasión de hablar del problema? ¿No lo encuentras un poco raro?

– El violín… el hecho de tocar…

– Querrás decir el de no tocar.

– Sí. De acuerdo. El hecho de no tocar el violín es un síntoma, papá. No es una enfermedad.

– Ve y díselo a los de París, Londres y Roma.

– Haré esos conciertos.

– Si sigues por ese camino, no lo creo.

– Pensaba que querías que la viera. Le pediste a Raphael…

– Le pedí a Raphael que nos ayudara. Que te ayudara a recuperarte. Que te ayudara a coger el violín. Que te ayudara a regresar a la sala de conciertos. Dime, sólo dímelo, júramelo, tranquilízame, cualquier cosa, que es eso lo que conseguirás yendo a esa doctora. Porque, en esta cuestión, estoy de tu parte, hijo. Estoy de tu parte.