Cuando le pregunté cómo había muerto Sonia, papá me respondió: «Se ahogó, hijo». Daba la impresión de que le había costado un gran esfuerzo y de que su voz procedía de un lugar distante. Al hacerle esas preguntas, sentía cómo me iba poniendo nervioso, pero eso no me impidió continuar. Le pregunté cuántos años tenía cuando murió: «Dos años». Y el nerviosismo de su voz me indicó que había sido lo bastante mayor no sólo para haber tenido un lugar permanente en su corazón, sino también para haber dejado una marca imborrable en su alma.
El sonido de ese nerviosismo y la comprensión que lo acompañaba me explicaron muchas cosas de mi padre: que se hubiera dedicado a mí en cuerpo y alma durante mi niñez, su obstinación en que tuviera, viera y experimentara lo mejor, el hecho de que me protegiera tanto cuando empecé mi carrera en público, el recelo que sentía hacia cualquier persona que se me acercara demasiado y me pudiera hacer daño. Al haber perdido un hijo -no, Dios mío, había perdido dos, porque Virginia también había muerto de niña-, no estaba dispuesto a perder otro.
Así pues, comprendo por fin por qué ha estado tan próximo a mí, por qué ha estado tan involucrado y por qué ha seguido mi vida y mi carrera profesional desde tan cerca. Yo había expresado en voz alta lo que deseaba desde una edad muy temprana -mi violín y mi música- y él había hecho todo lo posible por asegurarse de que el único hijo que le quedaba tuviera dado lo que quería, como si el hecho de darme los medios para conseguirlo pudiera, de alguna manera, garantizar mi longevidad. Así que aceptó dos trabajos y también puso a mi madre a trabajar. Contrató a Raphael y lo dispuso todo para que yo pudiera estudiar en casa.
Salvo que todo eso ocurrió antes de Sonia, ¿verdad? No podía haber sido el resultado de la muerte de Sonia. Porque, si tenemos en cuenta lo que me dijo, ella nació cuando yo tenía seis años y, por lo tanto, en esa época Raphael Robson y Sarah-Jane Beckett ya estaban instalados en casa. Y James el Inquilino también debía de haber estado allí. Katja Wolff, en su papel de niñera de Sonia, debería de haberse unido a ese grupo tan establecido. Esto es lo que debió de suceder: un grupo constituido se vio obligado a aceptar a una extraña; una intrusa, si así lo prefiere. Además, extranjera, pero no una extranjera cualquiera, sino una alemana. Relativamente famosa, sí. Pero extranjera de todos modos: nuestro enemigo en época de guerra, el abuelo para siempre prisionero de esa guerra.
Por lo tanto, Sarah-Jane Beckett y James el Inquilino cuchichean de ella en ese rincón de la cocina; no están hablando en voz baja de mi madre ni de Raphael ni de las flores. Están hablando mal de ella porque Sarah-Jane es así, siempre lo ha sido, y le gusta cotillear. La critica porque está celosa, ya que Katja es delgada, hermosa y seductora, mientras que Sarah-Jane Beckett -la corta melena pelirroja le brota del cuero cabelludo cual casquete y su cuerpo no es muy diferente al mío-se da cuenta de que los hombres de la casa miran a Katja, especialmente James el Inquilino, que ayuda a Katja con su inglés y que se ríe cada vez que ella, con un estremecimiento, dice: «Mein Gott, mi cadáver aún no está acostumbrado a que en este país llueva tanto», en vez de decir mi cuerpo. Cuando le preguntan si quiere una taza de té, ella responde: «Sí, sin que nadie me obligue y dando mis más efusivas gracias», y ellos, los hombres, se ríen, pero es una risa provocada por un encantamiento. Mi padre, Raphael, James el Inquilino, incluso mi abuelo.
Y yo recuerdo todo eso, doctora Rose. Lo recuerdo.
22 de septiembre
¿Dónde ha estado Katja Wolff todos estos años? ¿Enterrada con Sonia? ¿Enterrada a causa de Sonia, tal vez? ¿A causa de Sonia? Le sorprende que haya usado esa palabra, ¿verdad?
«¿Por qué a causa de, Gideon?»
A causa de su muerte. Si Katja era la niñera de Sonia y ésta murió a los dos años de edad, entonces Katja abandonaría la casa, ¿no cree? Yo no necesitaba ninguna niñera porque Raphael y Sarah-Jane ya se ocupaban de mí. Así pues, Katja se habría marchado a los dos años de su llegada -quizás antes-y eso debe explicar que me hubiera olvidado de ella. Después de todo, en aquel entonces yo sólo tenía ocho años y no era mi niñera, sino la de Sonia y, en consecuencia, no creo que me hubiera relacionado mucho con ella. Yo sólo me preocupaba de mi música, y si no estaba ocupado con el violín, lo estaba con las clases. Ya había empezado a hacer mis primeras actuaciones en público y, por lo tanto, me habían ofrecido la posibilidad de estudiar en Juilliard durante un año. Imagíneselo, Juilliard. ¿Cuántos años debía de tener? ¿Siete? ¿Ocho?
«El futuro virtuoso», me llamaban.
Pero yo deseaba que simplemente me denominaran «el virtuoso».
23 de septiembre
Tal y como fueron las cosas, y a pesar del honor y lo que podía significar para mi desarrollo como músico internacional, no fui a Juilliard. Debido a la historia del lugar, mucha gente tres veces más mayor que yo hubiera dado cualquier cosa por tener esa oportunidad, por disfrutar de las innumerables posibilidades que hubieran surgido de esa extraordinaria experiencia de valor incalculable… Pero no hay dinero, y aunque lo hubiera, soy demasiado joven para irme tan lejos, y no digamos para vivir allí solo. Y como mi familia no se puede trasladar allí en masa, pierdo la oportunidad.
En masa. Sí. De alguna manera soy consciente de que sólo seré capaz de ir a Juilliard si vamos en masa, al margen de que haya o no dinero. Por lo tanto, digo: «Papá, por favor, déjame ir, debo ir, quiero ir a Nueva York», porque incluso entonces sé lo que puede significar para mi presente y para mi futuro. Papá me responde: «Gideon, ya sabes que no podemos ir. No puedes estar allí solo, y tampoco podemos ir todos juntos». Evidentemente, quiero saber el porqué. Por qué, por qué, por qué no puedo conseguir lo que quiero si hasta ese momento siempre lo he hecho. Me dice -lo recuerdo muy bien-: «Gideon, el mundo vendrá a ti. Te lo prometo, hijo. Te lo juro».
Pero está claro que no podemos ir a Nueva York.
Por alguna razón lo sé incluso cuando lo pido una y otra vez, incluso cuando imploro, suplico y me comporto peor que nunca, cuando le pego patadas al atril, cuando me lanzo contra la entrañable mesa de media luna de mi abuela y rompo dos de las patas… incluso entonces sé que no habrá Juilliard al margen de lo que haga. No iré a la Meca de la Música, ni solo, ni con mi familia, ni con uno de mis padres, ni acompañado de Raphael, ni con Sarah-Jane pegada a mis talones en calidad de sombra o de protectora.
«Lo sabe -me señala-. Lo sabe antes de pedirlo, mientras lo pide, lo sabe a pesar de todo lo que hace por cambiar… ¿qué, Gideon? ¿Qué intenta cambiar?»
La realidad, evidentemente. Y sí, doctora Rose, sé que esa respuesta no nos lleva a ninguna parte. ¿Cuál es la realidad que ya entiendo a los siete u ocho años?
Parece ser ésta: no somos una familia rica. Sí, claro, vivimos en un barrio que no sólo indica dinero, sino que también lo requiere, pero la familia ha poseído esa casa durante generaciones y la única razón por la que la familia aún sigue teniéndola es los inquilinos, los dos trabajos de papá, el hecho de que mi madre trabaje y la pensión miserable que mi abuelo recibe del gobierno. Pero nunca hablamos de dinero. Hablar de dinero es como hablar de funciones corporales en medio de la cena. Aun así, sé que no iré a Juilliard, y a pesar de que lo sé, siento una tensión en mi interior. Empieza en los brazos, continúa por el estómago, sube por la garganta hasta que grito y grito, y recuerdo lo que grito: «Es porque ella está aquí». Y en ese momento empiezo a dar patadas, a dar golpes y a lanzarme contra objetos. Fue entonces, doctora Rose.