– Supongo que tendremos que ir a hablar con Gideon -advirtió Barbara.
– Ya está en la lista -contestó Lynley.
Lo volvieron a colocar todo en su sitio y regresaron al piso de abajo. Lynley cerró el ventanuco.
– Coge las cartas del dormitorio, Havers. Vayamos al Club para Mayores de 6o Años. Quizá podamos averiguar algo más.
Una vez en la calle, subieron por Friday Street, en dirección contraria al río, pasaron por delante de la librería de Wiley, y Barbara se dio cuenta de que el comandante Ted Wiley no hizo ningún esfuerzo por disimular. Estaba de pie tras una colección de libros de fotografías, mirándoles a través del escaparate. En el momento que pasaban por delante de él, Wiley se llevó un pañuelo a la cara. ¿Estaba llorando? ¿Haciendo ver que lloraba? ¿O simplemente sonándose la nariz? Barbara no pudo evitar preguntárselo. Tres años era una espera demasiado larga para un compromiso, sobre todo si al final se iba a pique.
Friday Street era una amalgama de comercios y de casas residenciales. Desembocaba en Duke Street, donde la tienda de música Henley exhibía una colección de violines y de violas -además de una guitarra, de una mandolina y de un banjo-en el escaparate.
– Espera un momento, Barbara -le dijo Lynley, mientras se detenía a mirar los instrumentos.
Barbara aprovechó la oportunidad para encenderse un cigarrillo, y también los miró con espíritu de colaboración, preguntándose qué se suponía que ella y Lynley debían ver.
– ¿Qué? ¿QUÉ? -le preguntó a Lynley al cabo de un rato cuando vio que los seguía observando mientras, meditabundo, se tocaba la barbilla.
– Es igual que Menuhin -respondió-. El principio de sus respectivas carreras está lleno de semejanzas. Pero me pregunto si la familia también se parece. Menuhin disfrutó de la dedicación total de sus padres desde un principio. Si Gideon no…
– Menu… ¿quién?
– Otro niño prodigio, Havers -contestó Lynley mientras se daba la vuelta hacia ella. Cruzó los brazos, cambió el peso de pierna, con la intención, según parecía, de darle una conferencia sobre el tema-. Es algo a tener en cuenta. ¿Qué sucede con la vida propia de los padres cuando averiguan que han traído un genio al mundo? Toda una serie de responsabilidades, totalmente diferentes de las que tienen que asumir los padres de los niños normales, recae sobre ellos. Si a las responsabilidades que implican los niños normales les añadimos las que requieren un niño fuera de lo corriente…
– Estás pensando en Sonia, ¿no es verdad? -preguntó Havers.
– Sí. Esas responsabilidades son igualmente absorbentes, agotadoras y difíciles, pero de un modo diferente.
– No obstante, ¿son igual de satisfactorias para los padres? Y si no lo son, ¿cómo se las arreglan? ¿Y cómo afecta a su vida en pareja?
Lynley asintió con la cabeza, observando los violines de nuevo. Teniendo en cuenta sus palabras, Barbara se preguntaba hasta qué punto estaba pensando en su propio futuro mientras observaba los instrumentos. Aún no le había dicho nada sobre la conversación que había mantenido con su mujer la noche anterior. Ahora no le parecía el momento oportuno para hacerlo. Pero, por otra parte, le había propiciado una oportunidad difícil de ignorar. ¿Y no le iría bien tener una amiga a quien contarle todas las preocupaciones que fueran surgiendo durante los meses que Helen estuviera embarazada? No era probable que tuviera intención de comentárselas a su mujer.
– ¿Preocupado, señor? -le preguntó; siguió fumando su Player con un poco de aprehensión porque, aunque llevaban más de tres años trabajando juntos, rara vez se aventuraban a hablar de su vida privada.
– ¿Preocupada, Havers?
Espiró el humo por la comisura de los labios, con el buen propósito de no echárselo a la cara cuando Lynley se diera la vuelta hacia ella.
– Ayer por la noche Helen me contó lo del… ya sabe a lo que me refiero. Supongo que eso implica ciertas preocupaciones. Todo el mundo las tiene en algún momento. Lo que le quiero decir es que… -Se apartó el pelo y se abrochó el botón superior de su chaqueta de lana, y se lo desabrochó de inmediato al ver que le oprimía.
– ¡Ah! ¡El bebé! ¡Sí, claro! -contestó él.
– Supongo que en algunos momentos uno debe de estar asustado.
– Sí, en ciertos momentos -respondió sin alterarse-. Prosigamos. -Dobló la esquina de la tienda de música y puso fin a la conversación.
«¡Vaya respuesta más extraña!», pensó Barbara. Una reacción muy rara. Se dio cuenta de lo estereotípica que había esperado que fuera su reacción ante su inminente paternidad. Procedía de una familia distinguida, tenía un título -por muy anacrónico que pudiera parecer- y poseía una finca familiar que había heredado cuando apenas había cumplido los veinte años. ¿No era de esperar que trajera al mundo un heredero poco después de su matrimonio? ¿No debería de estar encantado de haber cumplido con su deber a los pocos meses de haber dado el paso decisivo?
Barbara frunció el ceño, lanzó la colilla al suelo y ésta fue a aterrizar en un charco que había en la acera. «¡Cuántas cosas ignora una de los hombres!», pensó.
El Club para Mayores de 6o Años era un edificio modesto que estaba ubicado en uno de los extremos del aparcamiento de Albert Road. Cuando entraron, Barbara y Lynley fueron inmediatamente saludados por una mujer pelirroja de grandes dientes; ésta llevaba un vestido transparente con dibujos de flores que era mucho más adecuado para una fiesta al aire libre en un día soleado que para el día gris de noviembre que hacía. Les mostró sus espantosas perlas bucales y se presentó como Georgia Ramsbottom, secretaria del Club, «por voto unánime por quinto año consecutivo». ¿Podía serles de ayuda? ¿Quizá sus padres se mostraban poco dispuestos a informarse sobre las amenidades del Club? ¿O tal vez su madre había enviudado hacía poco? ¿O quizá su padre intentara aceptar la muerte de su querida esposa?
– A veces nuestros jubilados -era evidente que ella no se consideraba uno de ellos, a pesar de su piel resplandeciente y tersa que indicaba los grandes esfuerzos que hacía para retardar el proceso de envejecimiento-se sienten poco inclinados a cambiar cosas en su vida, ¿no es verdad?
– Eso no sólo sucede con los jubilados -respondió Lynley con amabilidad mientras le mostraba el carné y hacía las presentaciones.
– ¡Oh! ¡Santo Cielo! ¡Lo siento! No sé por qué me imaginé que… -Georgia Ramsbottom bajó la voz-. ¿De la policía? No creo que pueda ayudarles en nada. Como ven, a mí sólo me han elegido.
– Pero durante cinco años consecutivos -apuntó Barbara amablemente-. ¡Felicidades!
– ¿Hay algo que…? Entonces, supongo que querrán hablar con la directora, ¿no es verdad? Aún no ha llegado. No entiendo por qué, salvo que Eugenie siempre tiene asuntos importantes por resolver; pero puedo llamarla a casa, si no les importa esperar un momento en la sala de juegos.
Señaló la misma puerta por la que ella había aparecido para darles la bienvenida. Más allá de la puerta se veía gente sentada en pequeñas mesas: grupos de cuatro jugando a cartas, grupos de dos jugando al ajedrez o a las damas, y una persona sola jugando al solitario Paciencia, aunque con muy poca, si uno se dejaba guiar por los frecuentes «¡a la mierda!» que profería. La secretaria se dirigió hacia una oficina cerrada, en cuya puerta estaba pintada la palabra DIRECTORA sobre un cristal translúcido.
– Entraré un momento en su oficina y la llamaré.
– ¿Está hablando de la señora Davies? -preguntó Lynley.
– Sí, por supuesto, de Eugenie Davies. Normalmente está aquí, a excepción de las temporadas que pasa en las residencias para ancianos. Nuestra Eugenie es muy buena. Muy generosa. Un ejemplo perfecto de… -Parecía incapaz de acabar la metáfora; por lo tanto, cambió de tema-. Pero si la buscan a ella, ya lo deben de saber… quiero decir, la buena reputación que tiene por las buenas obras que hace. Porque si no lo saben…