Se encontraba de pie en las escaleras de la Comisaría de Policía de Hampstead con su abogado, y escuchaba el solemne discurso que Jake Azoff le estaba pronunciando. Era un soliloquio sobre el tema de confianza y veracidad entre un cliente y su abogado. Al final le dijo:
– ¿De verdad crees que habría venido hasta aquí si hubiera sabido lo que me ocultabas, imbécil? Me has hecho quedar como a un idiota, y ¿cómo crees que eso afecta mi credibilidad con la policía?
Pitchley deseaba decirle que la situación actual no tenía nada que ver con él, pero ni siquiera se molestó en hacerlo. No pronunció palabra, lo que causó que Azoff le preguntara:
– Así pues, ¿cómo le gustaría que le llamara, señor? -El señor no era indicio de nada que no fuera desprecio, pero le dio cierto colorido-. Durante el poco tiempo que queda de nuestra relación legal, ¿cómo debo llamarle, Pitchley o Pitchford?
– Pitchley es totalmente legal -respondió J.W. Pitchley-. No hay nada sospechoso en el hecho de que cambiara de apellido, Jake.
– Quizá tengas razón -replicó Azoff-, pero quiero una explicación detallada por escrito encima de mi escritorio antes de las seis de la tarde: me la mandas por fax, por mensajero, por correo electrónico o por paloma mensajera, me da igual. Y después veremos qué sucederá con nuestra relación profesional.
J.W. Pitchley, también conocido por James Pitchford, alias Hombre Lengua para sus amigas cibernéticas, asintió servicialmente, a pesar de que sabía que Jake Azoff tan sólo estaba tratando de impresionarle. El historial de Azoff demostraba que su habilidad para administrar dinero era tan desastrosa que sería incapaz de sobrevivir ni un solo mes sin que nadie le aconsejara en qué invertir; además, Pitchley-Pitchford-Hombre Lengua hacía tantos años que se ocupaba de sus inversiones y con una pericia tan grande en el juego de manos que era el departamento financiero, que entregarle el control a un gurú fiscal menos competente sería como poner a Azoff en manos de Hacienda, y el abogado se mostraba comprensiblemente reacio a que eso sucediera. Pero Azoff necesitaba descargar su Furia, y J.W. Pitchley -antes conocido como James PitchFord y actualmente alias Hombre Lengua-en realidad no podía culparle de eso. Por lo tanto, le dijo:
– Eso mismo haré, Jake. Siento que te haya sorprendido tanto.
Y observó cómo Azoff le contestaba enojado, cómo se subía el cuello del abrigo para protegerse del helado viento y cómo se alejaba calle abajo.
Pitchley, que no tenía acceso a su coche y que no había recibido ninguna invitación por parte de Azoff para llevarle hasta Crediton Hill, partió desconsolado hacia la estación de tren de Hampstead Heath, preparándose para soportar los insalubres abrazos. «Por lo menos no tengo que coger el metro», se dijo a sí mismo. Y, por lo menos, hacía más de una semana que no se había producido ningún choque violento entre líneas de ferrocarril rivales que luchaban por conseguir el Diploma de Máxima Incompetencia.
Subió por Downshire Hill, giró hacia la derecha y llegó a la Alameda de Keats; delante de la casa y biblioteca del poeta que le daba nombre, una mujer de mediana edad salía de unos parterres inundados, con una gran bolsa en la mano derecha cuyo peso le lastimaba el hombro. Pitchley-Pitchford aminoró la marcha cuando ella giró hacia la derecha para encaminarse en la misma dirección que él. En otro momento de su vida habría ido a ayudarla a toda prisa. Después de todo, era lo que se esperaba de un caballero.
Pitchley-Pitchford se percató de que tenía los tobillos demasiado gruesos, pero el resto de su cuerpo encajaba con el tipo de mujeres que le gustaban: un poco deterioradas, ligeramente despeinadas, y con ese aire académico y preocupado que sugería no sólo un buen nivel de inteligencia, sino también esa especie de falta de confianza sexual que siempre le parecía tan estimulante. Las mujeres con las que chateaba siempre resultaban ser así, y ése era el motivo que le impulsaba a conectarse a Internet, a pesar de su sentido común, por no decir nada de la amenaza de las enfermedades de transmisión sexual. Además, si tenía en cuenta lo que acababa de sufrir en la comisaría de policía de Hampstead, aunque la mejor parte de su mente le estaba sermoneando sobre la estupidez de futuros encuentros con mujeres cuyos nombres no habían tenido ninguna importancia hasta ese momento, la otra parte de su mente -su cerebro de reptil-no había aprendido la lección ni había sentido la más mínima turbación respecto al futuro. «Hay cosas más importantes a tener en cuenta que un simple encuentro con la policía», declaró James, el del cerebelo de lagartija. Como, por ejemplo, explayarse en el placer infinito que uno podía dar y recibir con los orificios individuales de la anatomía femenina.
No obstante, esa especie de fantasía adolescente era una locura tremenda. Lo que no era una fantasía era la muerte de Eugenie Davies en Crediton Hill; Eugenie Davies, la mujer que llevaba apuntada su dirección.
Cuando conoció a Eugenie, él se llamaba James Pitchford, tenía veinticinco años, había pasado tres años en la universidad y vivía en una habitación con derecho a cocina en Hammersmith que era del tamaño de una uña. El año que pasó en esa habitación alquilada le dio la posibilidad de acceder a la academia que necesitaba, en la que por una suma exorbitante de dinero que tardó meses en reunir, adquirió conocimientos de su lengua materna adecuados para el mundo de los negocios, para fines académicos, para la vida social y para poder acobardar a los porteros de hoteles de categoría.
Desde allí, había conseguido, no sin muchas dificultades, su primer trabajo en el centro de Londres, y le había parecido muy oportuno tener una dirección que fuera céntrica. Y como nunca invitaba a sus compañeros de oficina a casa para tomar unas copas ni para cenar ni para cualquier otra cosa, ellos no tenían modo de averiguar que las cartas, los documentos y las invitaciones para fiestas que le enviaban a una dirección del elegante barrio de Kensington llegaban, en realidad, a una habitación que ocupaba en el cuarto piso, que era aún más pequeña que la que había alquilado en Hammersmith.
El hecho de vivir en una habitación tan pequeña en aquella época no le había supuesto un gran esfuerzo, ya que no sólo la dirección era respetable, sino que también había hecho nuevas amistades. En el tiempo que había pasado desde que viviera en Kensington Square, J.W Pitchley había aprendido a no pensar en los habitantes de esa casa. Sin embargo, James Pitchford, que había disfrutado mucho en su compañía y que había conseguido reinventarse con gran habilidad, apenas había podido vivir ni un solo momento sin pensar en un miembro u otro de la casa. Especialmente en Katja.
«¿Puedes ayudar hablar inglés, por favor? -le había preguntado-. Sólo estar aquí un año. No aprendo tanto como quiero. Le estaría muy agradecida.» Su forma encantadora de pronunciar uve en vez de uve doble al hablar, compensaba en cierta manera el hecho de que se hubiera esforzado tanto en pronunciar las haches.
Consintió en ayudarla porque se lo había pedido con mucho entusiasmo. Aceptó ayudarla porque -aunque ella no podía saberlo y él estaría dispuesto a morir antes de contárselo- eran de la misma calaña. Su huida de Alemania oriental -a pesar de que había sido más dramática y temeraria-reflejaba una huida que él mismo había protagonizado. Además, aunque sus motivos eran diferentes, el origen de sus preocupaciones era el mismo.
Él y Katja hablaban la misma lengua, y si él podía ayudarla a mejorar su dominio de la lengua con algo tan simple como con ejercicios de gramática y pronunciación, estaría encantado de hacerlo.
Se reunían en su tiempo libre, cuando Sonia estaba dormida o con su familia. Usaban una u otra habitación, ya que ambos tenían una mesa que era lo bastante grande para los libros con los que Katja hacía sus ejercicios de gramática y para el magnetófono que usaba para los de pronunciación. Se esforzaba mucho por mejorar la dicción, la articulación y la pronunciación. Se complacía en intentar aprender una lengua que le era tan extraña como la mismísima comida inglesa. De hecho, era esa obstinación lo que había hecho que James Pitchford empezara a admirar a Katja Wolff. Esa audacia total que le había hecho cruzar el muro de Berlín era algo tan heroico que sólo sentía deseos de imitarla.