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Entonces llegó Katja Wolff, y con ella la situación cambió. No obstante, no había en el mundo dos personas que pudieran ser más diferentes que ellos dos.

Capítulo 7

– Quizás había quedado con su ex marido -precisó el comisario Leach respecto al hombre que Ted Wiley había visto en el aparcamiento del Club para Mayores de 6o Años-. El divorcio no implica un adiós para toda la vida. Créanme. Se llama Richard Davies. Averigüen su paradero.

– También podría ser la tercera voz masculina que oímos en el contestador -añadió Lynley.

– ¿Podría repetirme lo que decía esa voz?

Barbara Havers leyó el mensaje de sus notas:

– Parecía enfadado. -Barbara, distraída, empezó a golpear el papel con el bolígrafo-. ¿Saben? Estoy empezando a creer que nuestra Eugenie se dedicaba a enemistar a sus amigos masculinos.

– ¿Se refiere a ese otro tipo…Wiley? -le preguntó Leach.

– Es posible -apuntó Havers-. De momento, hemos oído tres voces masculinas en su contestador automático. Sabemos que, según lo que nos ha contado Wiley, estuvo discutiendo con un hombre en el aparcamiento. También sabemos que deseaba hablar con Wiley, que tenía algo que contarle, algo que él consideraba muy importante… -Havers se detuvo y miró a Lynley.

Sabía lo que estaba pensando y lo que quería decir: «También tenemos las cartas que escribía a un hombre casado y un ordenador con acceso a Internet». Era evidente que Barbara esperaba a que Lynley le diera permiso para proseguir, pero él se mantuvo en silencio; por lo tanto, terminó diciendo sin convicción:

– Si quieren saber lo que pienso, creo que deberíamos interrogar a todos los hombres que la conocían.

Leach hizo un gesto de asentimiento y añadió:

– Entonces, empiecen por Richard Davies. Consigan toda la información que puedan.

Se encontraban en la sala de incidentes, donde todos los agentes informaban sobre las actividades que les habían sido asignadas. Después de que Lynley llamara al comisario mientras regresaba a la ciudad, Leach había asignado más hombres al Departamento de Informática de la Policía Nacional, con el fin de que averiguaran el paradero de todos los Audis azul marino o negros cuya matrícula acabara con las letras ADY. Había asignado un agente a British Telecom para que redactara una lista de todas las llamadas que se habían recibido y que se habían hecho desde Doll Cottage, y había destinado otro a Cellnet para que averiguara el número del móvil desde el cual se había realizado una llamada a casa de Eugenie Davies.

De toda la información que habían reunido ese día, sólo el agente encargado del equipo forense había aportado un dato útil. Habían encontrado partículas diminutas de pintura en la ropa de la mujer muerta. También habían encontrado más de esas partículas en el cadáver, especialmente alrededor de los miembros mutilados.

– Están analizando la pintura -declaró Leach-. Una vez que hayan acabado, quizá podamos saber la marca del coche que la atropello. Pero eso llevará su tiempo. Ya saben cómo van las cosas.

– ¿Saben de qué color es la pintura? -preguntó Lynley

– Negra.

– ¿De qué color es el Boxter que han confiscado?

– Por lo que respecta a… -Leach ordenó a sus hombres que continuaran con su trabajo y se dirigió hacia la oficina-. Es de color plateado y está limpio. Tampoco esperaba que ese hombre, por muy forrado que esté, fuera a atropellar a una mujer con un motor que es más caro que la casa de mi madre. No obstante, el coche sigue confiscado, ya que eso nos está ayudando a obtener información.

Se detuvo delante de una máquina de café y metió unas cuantas monedas. Un líquido viscoso empezó a gotear lastimosamente en un vaso de plástico.

– ¿Quiere? -le preguntó Leach mientras le ofrecía el vaso.

Havers aceptó, aunque pareció arrepentirse de su decisión tan pronto como lo probó. Lynley fue más sabio y rechazó la oferta. Leach se preparó un café para él y les condujo hacia la oficina; cerró la puerta tras ellos con el codo. El teléfono estaba sonando y gritó «Leach» mientras dejaba el café sobre la mesa, se aposentaba en la silla y les indicaba a Lynley y a Havers que hicieran lo mismo. «Hola cariño -respondió a medida que se le iluminaba el rostro-. No… no… ¿cómo dices? -Se volvió hacia los dos detectives-. Esme, en este momento no puedo hablar, pero déjame que te diga que nadie ha dicho nada de volver a casarse, ¿de acuerdo?… Sí, muy bien. Ya hablaremos más tarde, cariño.» Dejó el teléfono sobre la base y exclamó:

– ¡Hijos! ¡Divorcio! ¡Una verdadera pesadilla!

Lynley y Havers profirieron muestras de comprensión. Leach tomó un sorbo de café y no hizo ninguna referencia a la llamada.

– Nuestro amigo Pitchley ha pasado por aquí esta mañana con su abogado para hablar un rato. -Les puso al día de todo lo que el hombre de Crediton Hill les había contado: que no sólo reconocía el nombre de la víctima del caso de atropellamiento y fuga, sino que la conocía y que vivía en su casa cuando la hija de la mencionada víctima fue asesinada-. Se ha cambiado el nombre de Pitchford a Pitchley por razones que no quiso explicar. Me gustaría pensar que habría descubierto su identidad tarde o temprano, pero han pasado veinte años desde que lo vi por última vez y ha llovido mucho desde entonces.

– No es de extrañar que no lo reconociera -apuntó Lynley.

– Sin embargo, ahora que sé quién es, debo decirles que hay algo que no me acaba de cuadrar en este asunto, al margen de que el Boxter sea suyo. Hay algo del tamaño de un dinosaurio que le ronda por la cabeza. Lo noto.

– ¿Se le consideró sospechoso de la muerte de la niña? -preguntó Lynley. Se percató de que Havers había pasado una hoja de la libreta y que anotaba toda la información en un papel que parecía tener manchas de salsa marrón.

– Al principio no se consideró que nadie fuera sospechoso. Hasta que no se leyeron todos los informes, parecía un caso de negligencia. Ya saben a lo que me refiero: una idiota rematada se va a contestar el teléfono mientras la niña está en la bañera. La criatura intenta coger un patito de goma. Se resbala, se da un golpe en la nuca y el resto ya se lo pueden imaginar. Un evento desafortunado y trágico, pero esas cosas pasan. -Leach sorbió un poco más de café y cogió un documento de encima de la mesa que usó para gesticular-. Sin embargo, cuando llegó el informe del forense, vimos que había moratones y fracturas de las que nadie podía dar cuenta; por lo tanto, todo el mundo se convirtió en sospechoso. Enseguida se supo que había sido la niñera. ¡Estaba hecha una buena pieza! Me puedo haber olvidado de la cara de Pitchford, pero a esa vaca alemana… no hay la más mínima posibilidad de que la olvide. Esa mujer era más fría que el hielo. Sólo nos permitió que le hiciéramos una entrevista, una, no se crean, sobre el bebé que murió estando a su cargo, y ya no dijo nada más. Ni al Departamento de Investigación Criminal ni a su abogado. A nadie. Se tomó su derecho a guardar silencio a rajatabla. Ni tampoco vertió jamás una lágrima. Pero ¿qué más se podía esperar de una alemana? La familia estaba como loca por ajustar cuentas con ella.

Por el rabillo del ojo, Lynley vio cómo Havers iba golpeando el papel con el bolígrafo. Se volvió hacia ella y vio que observaba a Leach con los ojos entornados. No era el tipo de mujer que acostumbrara a soportar ningún tipo de intolerancia -desde la xenofobia a la misoginia-y sabía que estaba a punto de hacer un comentario que no complacería al comisario en lo más mínimo. Por lo tanto, intercedió y dijo:

– Así pues, la procedencia de la chica fue un factor negativo para ella.

– Fue su maldito carácter alemán lo que la perjudicó.

– «Lucharemos contra ellos en las playas» -murmuró Havers.