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El semáforo se puso en verde y continuaron avanzando entre el tráfico. Richard no pronunció ni una palabra hasta que giró por el paraíso de tiendas de antigüedades que era Kensington Church Street.

– Meses. Sí, de acuerdo. Tal vez tarde meses en vender mi piso. ¿Qué problema hay? De todas maneras, no podrás cambiarte de casa en los próximos seis meses.

– Pero…

– Sería imposible en el estado en que te encuentras, Jill. Peor aún, sería una tortura y podría ser peligroso. -Giró delante de la iglesia Carmelita y continuó avanzando entre autobuses y taxis hacia Palace Gate y South Kensington. Continuó calle arriba y dobló la esquina en Cornwall Gardens-. ¿Estás nerviosa, cariño? Apenas has dicho nada sobre el hecho de tener un hijo. Y yo últimamente he estado bastante preocupado, primero Gideon, ahora este… este otro asunto, y no te he cuidado como debería. Soy consciente de ello.

– Richard, entiendo tu preocupación por Gideon. No quiero que pienses que…

– Lo único que pienso es que te adoro, que vamos a tener un hijo y que vamos a establecer nuestra vida juntos. Y si deseas que pase más tiempo contigo en Shepherd's Bush ahora que casi estás a punto de salir de cuentas, estaré encantado de hacerlo.

– Ya pasas todas las noches conmigo. No te puedo pedir nada más, ¿no crees?

Dio marcha atrás y aparcó a unos veinticinco metros de Braemar Mansions, apagó el motor y se volvió hacia ella:

– Me puedes pedir lo que quieras, Jill. Y si te hace feliz poner tu piso a la venta antes que el mío, entonces también me hace feliz a mí. Pero no quiero tener nada que ver con un traslado de casa hasta que hayas dado a luz y te hayas recuperado de ello, y dudo mucho que tu madre esté en desacuerdo conmigo.

Ni siquiera Jill podía estar en desacuerdo. Sabía que a su madre le daría un ataque si la veía empaquetando todas sus pertenencias y yendo de un sitio a otro que no fuera de la cocina al lavabo antes de que hubieran pasado tres meses desde el parto. «El nacimiento de un hijo hace que el cuerpo de la madre sufra un trauma, cariño -le habría dicho Dora Foster-. Mímate. Quizá sea la única oportunidad que tengas de hacerlo.»

– ¿Bien? -le preguntó Richard sonriéndole con dulzura-. ¿Qué me contestas?

– ¡Eres tan horriblemente lógico y razonable! ¿Cómo quieres que discuta contigo? Tienes razón en lo que has dicho.

Se inclinó hacia ella, la besó y le dijo:

– Eres afable incluso en los momentos de derrota. Y si no me equivoco -señaló el antiguo edificio eduardiano mientras daba la vuelta al coche y la ayudaba a bajar-, nuestro agente inmobiliario es muy puntual. Y creo que eso es muy buena señal.

Jill esperó que así fuera. Un hombre alto y rubio estaba subiendo las escaleras de la entrada principal de Braemar Mansions, y a medida que Jill y Richard se acercaban, observó la hilera de timbres y apretó el que parecía ser el de Richard.

– Nos está buscando a nosotros, ¿verdad? -gritó Richard.

El hombre se dio la vuelta y le preguntó:

– ¿El señor Davies?

– Sí.

– Thomas Lynley -le contestó-. Del Nuevo Departamento de Scotland Yard.

Lynley, al presentarse, solía fijarse en las reacciones de la gente que no esperaba su visita, y eso mismo es lo que hizo a medida que el hombre y la mujer de la acera se detenían antes de empezar a subir las escaleras de un edificio venido a menos situado en el extremo oeste de Cornwall Gardens.

La mujer seguramente sería delgada en circunstancias normales, pero en ese momento estaba hinchada debido al embarazo. Los tobillos, por ejemplo, eran del tamaño de una pelota de tenis, y le hacían resaltar excesivamente los pies, que ya eran grandes y desproporcionados con su altura. Andaba bamboleándose de un lado a otro como si quisiera mantener el equilibrio.

Davies, en cambio, andaba encorvado, y no había duda que esa curvatura empeoraría a medida que se hiciera mayor. Su pelo había perdido el color original -bermejo o rubio, no era fácil de adivinar- y lo llevaba peinado hacia atrás sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su finura.

Tanto Davies como la mujer parecieron sorprendidos cuando Lynley se presentó, quizá la mujer un poco más porque se quedó mirando a Davies, y le dijo: «¿Richard? ¿Scotland Yard?», como si necesitara su protección o se preguntara por qué la policía había ido a verles.

– ¿Se trata de… -preguntó Davies, pero no continuó, probablemente porque se dio cuenta de que las escaleras principales no eran el mejor lugar para entablar una conversación con un agente de policía-. Entre. Estábamos esperando a un agente inmobiliario. Nos ha sorprendido mucho verle a usted aquí. A propósito, ésta es mi prometida.

Prosiguió diciendo que se llamaba Jill Foster. Debía de tener unos treinta años -era sencilla, pero tenía una piel muy bonita y el pelo, del color de las pasas de Corinto, le llegaba hasta debajo de las orejas-y, al verla, Lynley se había imaginado que debía de ser una de las hijas de Davies o quizás una sobrina. Le hizo un gesto de asentimiento, sin pasar por alto la tensión con la que asía el brazo de Davies.

Davies les hizo entrar en el edificio y subió las escaleras hasta un piso de la primera planta. Tenía una sala de estar que daba a la calle, un oscuro rectángulo interrumpido por una ventana que en ese momento tenía las cortinas corridas. Davies, que se disponía a abrir las cortinas, le dijo a su prometida:

– Siéntate, cariño. Pon los pies en alto. -Luego se volvió hacia Lynley-. ¿Le apetece tomar algo? ¿Té? ¿Café? Estamos esperando a un agente inmobiliario, tal y como ya le he dicho, y no pasará mucho tiempo antes de que llegue.

Lynley les aseguró que su visita no sería muy larga, y aceptó una taza de té para poder ganar tiempo y echar un vistazo a la confusión de pertenencias que atestaba la sala de estar. Éstas consistían en fotografías caseras de escenas al aire libre, innumerables fotografías del virtuoso hijo de Davies, y una colección de bastones tallados a mano que estaban dispuestos en círculo sobre la chimenea, al estilo en que se exhiben las armas en los castillos escoceses. También había un exceso de muebles de antes de la guerra, montones de periódicos y revistas, y un despliegue de otros recuerdos relacionados con la carrera de violinista de su hijo.

– Richard lo guarda todo -le dijo Jill Foster a Lynley mientras sesentaba con cuidado sobre una silla que requería que la tapizaran y la rellenaran de nuevo, ya que mechones de lo que parecían trozos de algodón amarillentos salían disparados como si fueran las primeras flores de primavera-. Debería ver las otras habitaciones.

Lynley cogió una fotografía del violinista de cuando era niño. Estaba de pie instrumento en mano, mirando atentamente a lord Menuhin, que también le miraba con el instrumento en la mano y le sonreía con ternura.

– ¿Gideon? -preguntó Lynley.

– El irrepetible, el inimitable -respondió Jill Foster.

Lynley la observó. Ella le sonrió, quizá para borrar la amargura de sus palabras, y añadió:

– La alegría de Richard. El centro de su vida. Es comprensible, pero a veces es agotador.

– Supongo que sí. ¿Cuánto tiempo hace que conoce al señor Davies?

Con un gruñido y un esfuerzo por levantarse, exclamó:

– ¡Ostras! ¡Esto es incomodísimo! -Se levantó del sillón que había escogido, se sentó en el sofá, levantó las piernas y se puso un cojín bajo los pies-. ¡Santo Cielo! ¡Aún me quedan dos semanas! Empiezo a comprender por qué lo llaman «salir de cuentas». -Apoyó la espalda en otro cojín. Ambos estaban tan gastados como el mobiliario-. Hace tres años.

– ¿Está contento de volver a ser padre?

– Sí -contestó Jill-. Y eso que la mayoría de hombres de su edad ya son abuelos. Pero sí, a pesar de su edad, está contento.