– Tienes razón, cabronazo -solía contestarle-. Imagínate el porqué. Además, no es un violinista de poca monta. Es un verdadero profesional.
– ¡Oh! ¡Disculpa mi ignorancia! -le replicaba.
Y a Rocco Petrocelli no le importaba lo más mínimo que Libby no valorara su habilidad como amante. Al fin y al cabo, para él el éxito en la cama significaba llegar a correrse. Si su compañera llegaba a disfrutar, debía de ser a causa de la propia estimulación o de la coincidencia.
Libby salió de la escuela de baile de mejor humor, con los leotardos y los zapatos de claqué metidos en la mochila. Se había cambiado de ropa y se había puesto el atuendo de cuero que solía llevar cuando trabajaba de mensajera. Con el casco debajo del brazo, avanzó a grandes pasos hacia la motocicleta Suzuki y usó el pedal de arranque en vez del encendido eléctrico, para poder imaginarse que le estaba dando un puntapié a Rock en toda la cara.
El tráfico estaba en pleno atasco -¿había algún momento en que no lo estuviera?-, pero ella ya llevaba suficiente tiempo conduciendo la moto para saber qué calles secundarias coger y cómo pasar entre los coches y las camionetas de reparto cuando el tráfico estaba totalmente paralizado. Tenía un walkman que solía llevar cuando tenía que hacer repartos; llevaba el aparato dentro de un bolsillo interior de su chaqueta de cuero, y el casco hacía que los auriculares se mantuvieran en su sitio. Le gustaba la música pop, le gustaba alta, y normalmente cantaba mientras la oía, porque la combinación de la música resonándole en los tímpanos con la de su propia voz cantando a grito pelado hacía que olvidara las cosas desagradables que aún pudieran quedarle en el cerebro.
No obstante, ese día no usó el walkman. El claqué había borrado la imagen del cuerpo peludo de Rock despachurrado sobre ella y de su polla color salami colgándole entre las piernas. Y lo otro que le quedaba en la cabeza era algo en lo que deseaba pensar.
Rock tenía razón: aún no había conseguido llevarse a Gideon Davies a la cama -a la cama propiamente dicha-y no se podía imaginar el porqué. Parecía gustarle estar con ella, y parecía normal en todo lo que no guardara relación con el sexo. Sin embargo, en todo el tiempo que hacía que vivía en el piso de abajo y que salía con él, nunca habían ido más allá de esa primera noche en la que se habían quedado dormidos en su cama escuchando un CD. Eso había sido todo lo que había sucedido sexualmente hablando.
Al principio, había pensado que el tipo era homosexual y que a ella le había dejado de funcionar el radar a causa de haber estado tanto tiempo con Rock. Pero no se comportaba como un homosexual, no iba a los bares de ambiente de Londres, ni tampoco parecía invitar a hombres más jóvenes o más mayores o pervertidos a su casa. Los únicos que iban a verlo eran su padre -que la odiaba profundamente y que se ponía de lo más tenso cada vez que su hijo y ella respiraban el mismo aire durante más de cinco segundos- y Rafe Robson, que revoloteaba alrededor de Gideon día y noche, como si de urticaria se tratara. Hacía tiempo que Libby había llegado a la conclusión de que no había nada extraño en Gideon que no pudiera solucionar una relación como Dios manda… ¡Si pudiera alejarle de sus guardianes durante una temporada!
Después de abandonar el South Bank, donde se hacían sus clases de claqué, y después de haber conseguido atravesar el centro a pesar del denso tráfico, y de haber subido por Pentonville Road, Libby optó por pasar a toda velocidad por las calles menos frecuentadas de Camden Town, y así evitar la aglomeración de coches, taxis, autobuses y camiones que siempre formaban unos tremendos atascos en cualquier calle que estuviera cerca de la Estación de King's Cross. En consecuencia, la ruta que eligió para llegar a Chalcot Square no fue la más directa, pero le gustaba y eso era lo único que le importaba a Libby. No le importaba tener más tiempo para planear cómo quería abordar a Gideon, porque, al fin y al cabo, podría acabar en ruptura. Según ella, Gideon Davies tenía que ser algo más que un simple hombre que tocara el violín desde que le quitaron los pañales. Sí, estaba muy bien que fuera un músico de tanta categoría, pero también era una persona. Y esa persona era mucho más que la música que hacía. Esa persona podía existir al margen de que tocara o no el violín.
Cuando Libby llegó por fin a Chalcot Square, lo primero que vio fue que Gideon no estaba solo. El viejo Renault de Raphael Robson estaba aparcado en el extremo sur de la plaza; tenía una rueda encima de la acera, como si hubiera llegado con prisas. A través de la ventana iluminada de la sala de música de Gideon, Libby divisó la figura inconfundible de Rafe -secándose, como siempre, el sudor del rostro con un pañuelo- andando de un lado a otro de la habitación y hablando. De hecho, parecía que estuviera suplicando. Y Libby ya sabía el qué.
«¡Mierda!», murmuró a medida que se dirigía a toda velocidad hacia la casa. Aceleró el motor unas cuantas veces para descargar todo el vapor y dejó la moto en punto muerto. Raphael Robson no solía aparecer por Chalcot Square a esas horas, y el hecho de que estuviera allí en ese momento -sin duda repitiéndole a Gideon en tono monótono lo que debería estar haciendo, que obviamente era lo que Rafe deseaba que hiciera-era un desastre; eso, sumado a lo que había tenido que soportar ese día -acostarse con Rock Peters-, hizo que se sintiera muy molesta.
Cruzó la puerta de la verja de hierro forjado y no hizo nada por evitar que la puerta chocara con gran estrépito contra los escalones que conducían a la casa. Empezó a bajar la escalera, haciendo todo el ruido que podía hasta llegar al piso del sótano, y sin pensarlo dos veces se dirigió de cabeza a la nevera.
Había hecho todo lo que estaba en su mano por seguir la Dieta Anti-Blanco, pero en ese momento -a la mierda el claqué-deseaba con todas sus fuerzas algo que fuera blanco: helado de vainilla, palomitas, arroz, patatas, queso. Creía que se volvería loca si no lo hacía.
Sin embargo, meses atrás había preparado la puerta de la nevera para momentos como ése. Antes de poder abrir la puerta, no le quedaba más remedio que mirar una fotografía de sí misma a los dieciséis años, una chica rechoncha en bañador de una pieza, junto a su hermana de talla treinta y ocho que llevaba un bikini de seda… y con un bronceado perfecto, evidentemente. Libby había puesto una pegatina sobre el rostro de Ali: una araña con un sombrero de cowboy. No obstante, arrancó la pegatina, se quedó mirando a su hermana con severidad durante un buen rato y, como medida de precaución, leyó el mensaje que ella misma había colgado en la puerta de la nevera: SI NO PARAS DE COMER, VERÁS LAS CADERAS CRECER. Obtuvo la inspiración de donde pudo.
Suspiró, dio un paso atrás, y en ese instante lo oyó: notas de violín procedentes del piso de arriba. Durante un momento pensó: «¡Oh, Dios mío! ¡Lo ha conseguido!» y sintió una oleada de placer al darse cuenta de que los problemas de Gideon quizás hubieran terminado, de que, de hecho, su último plan para ayudarle a solucionar su problema ya no haría falta.
Eso estaba muy bien. Eso le haría feliz. No podía ser nadie más que Gideon el que estaba tocando en el piso de arriba. Después de todo, era imposible que fuera Rafe Robson, ya que no podía ser tan desalmado como para tocar el violín delante de Gideon cuando éste tenía tantas dificultades para tocar.
No obstante, en el preciso instante en que se disponía a celebrar que Gideon Davies hubiera regresado al mundo de la música, el resto de la orquesta empezó a tocar laboriosamente. «Es un CD», pensó Libby con desesperación. Era la forma que tenía Rafe de darle ánimos a Gideon: «¿Te das cuenta de cómo tocabas antes, Gideon? Si lo hiciste entonces, también lo puedes hacer ahora».