Libby estuvo pensando en sus propias preguntas y las respondió ella misma:
– ¿Para hacerle llegar un mensaje a Pitchford?
– A Pitchford o a cualquier otra persona.
Una llamada telefónica le dio a Barbara Havers la misma información que Lynley había obtenido de Richard Davies, incluido el nombre que necesitaba para poder acceder al convento de la Inmaculada Concepción. Una vez allí, debería encontrar a alguien que pudiera indicarle dónde se encontraba sor Cecilia Mahoney.
El convento estaba ubicado en un solar que seguramente era digno del rescate de un rey; estaba escondido entre una serie de edificios de interés histórico que se remontaban a 1690. Ése sería el lugar donde la gente con influencia debió de construir sus casas de verano durante la época que Guillermo de Orange y María Estuardo se hicieron construir su pequeña y humilde casa de campo en Kensington Gardens. Ahora la gente importante de la plaza eran los empleados de diversas empresas que habían hecho un gran esfuerzo por conseguir esos edificios históricos, y las monjas de otro convento -«¿de dónde demonios habían sacado las monjas suficiente dinero para alojarse en esa zona?», se preguntaba Barbara-, y también había un gran número de casas que seguramente habían pasado de generación en generación durante más de trescientos años. A diferencia de otras plazas de la ciudad que habían sufrido los desperfectos de las bombas o los estragos de la ambición de unos gobiernos conservadores siempre en el poder y que tenían grandes negocios, elevadas ganancias y la privatización de todo en mente, Kensington Square permanecía prácticamente inalterada, con cuatro ángulos de distinguidos edificios que daban a un jardín central, donde las hojas caídas de otoño formaban una alfombra de color pardo oscuro bajo cada uno de los árboles.
Aparcar era imposible; por lo tanto, Barbara dejó su Mini sobre la acera en el extremo noroeste de la plaza, donde un poste estratégicamente colocado impedía que el tráfico de la distante calle principal pasara por allí y perturbara la tranquilidad del vecindario. Dejó su identificación de policía a la vista sobre el cuadro de mandos del Mini. Salió del coche y al instante ya se encontraba en compañía de sor Cecilia Mahoney, que aún residía en el convento y que, cuando Barbara llamó, estaba ocupada en la capilla del edificio contiguo.
Lo primero que pensó Barbara al verla era que no tenía aspecto de monja. Se suponía que las monjas debían de ser mujeres que ya habían pasado la flor de la vida veinte o treinta años atrás, que llevaban hábitos negros, ruidosos rosarios, velos y tocas de la Edad Media.
Sor Cecilia Mahoney no encajaba con esa descripción. De hecho, cuando Barbara se dirigió hacia la capilla para reunirse con ella, lo primero que pensó al ver esa figura en lo alto de una escalera con una lata de cera para mármol en la mano, era que debía de tratarse de una mujer de la limpieza que llevaba una falda de cuadros escoceses, ya que estaba limpiando un altar con una estatua de Jesús que señalaba a su propio corazón al descubierto, anatómicamente incorrecto y con partes doradas. Barbara le dijo a esa mujer que la excusara, pero que estaba buscando a sor Cecilia Mahoney. Al oírlo, se dio la vuelta y dijo:
– Entonces me está buscando a mí. -Tenía un acento irlandés tan cerrado que parecía que acabara de aterrizar de Killarney.
Barbara se identificó, y la mujer bajó la escalera con sumo cuidado.
– Es de la policía, ¿verdad? Por su aspecto, nunca lo habría dicho. ¿Hay algún problema, agente?
La capilla estaba tenuemente iluminada, pero sor Cecilia, al bajar las escaleras, se puso bajo un foco de luz rosada que procedía del único cirio que ardía sobre el altar que había estado limpiando. Esa luz la favorecía en gran medida, ya que le suavizaba las arrugas de su rostro de mujer de mediana edad y le proyectaba reflejos en el pelo, que, a pesar de ser corto, tenía unos rizos -tan negros y relucientes como la obsidiana- que ni siquiera podían ser dominados por los pasadores que llevaba. Tenía los ojos color violeta, las pestañas oscuras y una mirada tierna.
– ¿Podemos ir a algún sitio tranquilo para intercambiar unas palabras? -le preguntó Barbara.
– Por muy triste que sea, agente, es poco probable que nadie nos moleste aquí, si es intimidad lo que quiere. En otra época habría sido impensable, pero hoy en día… incluso las estudiantes que viven en nuestros dormitorios sólo frecuentan la capilla cuando tienen un examen, con la esperanza de que Dios intervenga en su favor. Venga. Subamos ahí arriba y dígame qué quiere saber.-Sonrió, y al hacerlo mostró unos dientes perfectos y blancos, y como si quisiera justificar su sonrisa, le preguntó-: ¿O tal vez desea venir a vivir al convento, agente Havers?
– Podría ayudarme a conseguir el cambio de estilo que deseo -admitió Barbara.
Sor Cecilia esbozó una sonrisa y le indicó:
– Venga por aquí. Se estará un poco más calentito junto al altar principal. He puesto una estufa eléctrica para el monseñor, para cuando éste celebre la misa matinal. El pobre hombre está un poco artrítico.
Con los artículos de limpieza en mano, sor Cecilia condujo a Barbara a lo largo de la única nave lateral de la capilla, bajo un cielo azul oscuro estarcido con estrellas doradas. Barbara cayó en la cuenta de que era una iglesia de mujeres: aparte de la estatua de Jesús y de una vidriera de colores dedicada a san Miguel, el resto de ventanas y estatuas eran femeninas: santa Teresa de Lisieux, santa Clara, santa Catalina, santa Margarita. Sobre las columnas ornamentales que había a ambos lados de las ventanas todavía aparecían más esculturas de mujeres.
– ¡Ya hemos llegado! -Sor Cecilia se dirigió al otro lado del altar y encendió una gran estufa eléctrica. Mientras empezaba a calentarse, la monja le explicó que ella seguiría trabajando en la capilla si a la agente no le importaba. También tenía que ocuparse de ese altar: tenía que limpiar los candelabros y el mármol, quitar el polvo de un retablo y cambiar los ropajes del altar-. Creo que debería sentarse junto a la estufa, querida. Cada vez hace más frío.
Mientras sor Cecilia se disponía a ocuparse de la limpieza, Barbara le dijo que tenía que comunicarle malas noticias. Habían encontrado su nombre escrito dentro de varios libros sobre la vida de santos…
– No me sorprende, si tenemos en cuenta mi vocación -murmuró sor Cecilia mientras quitaba los candelabros de bronce del altar y los dejaba cuidadosamente en el suelo junto a Barbara. Prosiguió con los ropajes del altar, los dobló y los colocó sobre una barandilla muy ornada. Después metió la mano dentro de un cubo y sacó un frasco y algunos trapos que se llevó hasta el altar.
Barbara le contó que los libros en cuestión habían sido encontrados en la estantería de una mujer que había muerto la noche anterior. También habían encontrado una nota escrita por la misma sor Cecilia y enviada a esa mujer.
– Se llamaba Eugenie Davies -apuntó Barbara.
Sor Cecilia se mostró indecisa. Acababa de untar un trapo con cera para lustrar mármol y lo sostuvo inmóvil.
– ¿Eugenie? Lamento mucho oírlo. Hace años que no he visto a esa pobre mujer. ¿Murió de forma repentina?
– Fue asesinada -contestó Barbara- en West Hampstead. Cuando se dirigía a ver a un individuo llamado J.W. Pitchley, antiguamente conocido por James Pitchford.
Sor Cecilia se dirigió hacia el altar poco a poco, como si fuera una submarinista arrastrada por una fuerte y fría corriente. Aplicó un poco de cera sobre el mármol y la extendió formando pequeños círculos a medida que sus labios parecían expresar una idea o una plegaria.
– También hemos averiguado que la asesina de su hija, una mujer llamada Katja Wolff, ha salido de la cárcel recientemente.
Al oírlo, la monja se dio la vuelta y replicó:
– No me puedo creer que piensen que la pobre Katja tenga algo que ver con todo esto.