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Deborah condujo a Lynley a la habitación y le sugirió:

– Deja esa caja donde quieras, Tommy. Parece pesada.

Lynley escogió una mesa auxiliar que había junto al sofá de delante de la chimenea. Peach husmeó el ordenador antes de regresar a un cesto desde el que recibía el cálido calor de las llamas. Una vez allí, se hizo un ovillo, soltó un suspiro de felicidad y se dispuso a observar los acontecimientos con la cabeza apoyada en las patas, en una digna posición de la que se movía con somnolencia de vez en cuando.

– Supongo que quieres ver a Simon -dijo Deborah-. Ahora está en el piso de arriba. Voy a avisarle.

– De aquí a un rato -Lynley pronunció las palabras sin pensar y con tanta rapidez que Deborah se dio la vuelta de inmediato, le dedicó una sonrisa burlona y se llevó un mechón de su espeso pelo detrás de la oreja.

– De acuerdo -respondió a medida que se encaminaba hacia un antiguo mueble bar que había junto a la ventana.

Era una mujer alta, con unas cuantas pecas sobre el puente de la nariz, no tenía la figura de una modelo ni era corpulenta, sino que estaba bien proporcionada y era muy femenina. Llevaba pantalones vaqueros de color negro y un jersey color verde oliva que hacía un bonito contraste con su pelo cobrizo.

Reparó en que la habitación estaba repleta de fotografías enmarcadas que colgaban de las paredes o que estaban apoyadas en las estanterías; algunas estaban envueltas con papel de embalar, lo que le recordó que Deborah iba a hacer una exposición en una galería de Great Newport Street.

– ¿Jerez? ¿Whisky? -le preguntó-. Tenemos una nueva botella de Lagavulin que, según Simon, es lo más parecido a una bebida celestial.

– Simon no acostumbra a exagerar.

– Como el buen hombre de ciencias que es.

– Entonces, debe de ser bueno. Tomaré un whisky. ¿Te estás preparando para la exposición?

– Está casi todo a punto. Sólo me falta ocuparme del catálogo. -Mientras le pasaba el vaso de whisky, inclinó la cabeza en dirección al escritorio de su marido-. He estado repasando las galeradas. Las fotografías que han seleccionado están bien, pero han suprimido algunos trozos de texto que no venían a cuento. -Hizo una mueca; la nariz se le arrugó tal y como siempre hacía, haciéndola parecer mucho más joven de los veintiséis años que tenía-. Y creo que no me gusta mucho lo que han hecho. Mírame. Llegan mis quince minutos de gloria y enseguida me comporto como una gran artista.

Lynley sonrió y replicó:

– Me parece poco probable.

– ¿El qué?

– Lo de los quince minutos de gloria.

– Esta noche estás muy ocurrente.

– Sólo te estoy diciendo la verdad.

Le sonrió con dulzura, se dio la vuelta y se sirvió una copa de jerez. La alzó, extendió el brazo y exclamó:

– Por… Humm… No lo sé. ¿Por qué deberíamos brindar?

En ese momento Lynley supo que Barbara había cumplido con su promesa y que no le había dicho nada a Deborah de su embarazo. Se quitó un peso de encima, pero también se sentía incómodo. Deborah se enteraría tarde o temprano, y sabía que se lo tendría que decir él mismo. Deseaba decírselo en ese mismo momento, pero no sabía por dónde empezar, a no ser que le dijera sin rodeos: «Bebamos a la salud de Helen. Bebamos a la salud del bebé que mi esposa y yo vamos a tener». Y eso, evidentemente, era completamente imposible.

– ¡Brindemos para que el mes que viene vendas todas las fotografías! -exclamó-. Para que las vendas el mismo día de la inauguración a los miembros de la familia real, y así puedan demostrar de una vez que les interesa algo más aparte de los caballos y la caza.

– Nunca has podido olvidarte de la primera vez que participaste en una cacería de zorros, ¿verdad?

– En pos de lo innombrable.

– Has traicionado a tu clase social.

– Me gustaría pensar que es lo que me hace interesante.

Deborah sonrió y exclamó:

– ¡Salud! -Después tomó un sorbo de jerez.

Lynley tomó un largo trago del Lagavulin y pensó en todo lo que quedaba sin decir entre ellos. Se dio cuenta de lo difícil que era enfrentarse cara a cara con la propia cobardía e indecisión.

– ¿Qué harás cuando hayas acabado de organizar la exposición? ¿Tienes algún otro proyecto en mente?

Deborah echó un vistazo a las fotografías que llenaban la habitación y reflexionó sobre la pregunta, con la cabeza inclinada y los ojos pensativos.

– Me aterra un poco pensarlo -admitió con franqueza-. Llevo trabajando en esto desde enero. Ya han pasado once meses. Supongo que lo que me gustaría hacer si Dios me lo permitiera… -Inclinó la cabeza hacia arriba para señalar no sólo el cielo, sino también a su marido, que seguramente también tenía algo que decir sobre ese asunto-. Creo que me gustaría hacer algo relacionado con el extranjero. Seguir con los retratos, pues me encantan. Pero la próxima vez me gustaría retratar rostros extranjeros. Pero no de gente de procedencia extranjera residente en Londres, a pesar de que encontraría cientos de miles de ellos, porque, aunque no lo sepan, ya han sido britanizados. Me gustaría hacer algo bastante diferente: ¿África? ¿India? ¿Turquía? ¿Rusia? Aún no estoy segura.

– ¿Seguirías pues con los retratos?

– La gente no se esconde de la cámara cuando la fotografía no es para ellos. Eso es precisamente lo que me gusta: la naturalidad y la franqueza con la que miran al objetivo. El hecho de mirar cómo esos rostros se convierten en una realidad es como una adicción. -Tomó otro sorbo de jerez-. Pero seguro que no has venido a hablar de mis fotografías.

Aprovechó la oportunidad para escaparse, aunque se odió a sí mismo por hacerlo.

– ¿Está Simon en el laboratorio?

– ¿Quieres que vaya a avisarle?

– Ya subiré yo mismo, si no te supone ningún problema.

Le respondió que evidentemente que no y que ya conocía el camino. Se encaminó al escritorio en el que había estado trabajando, dejó la copa de jerez sobre la mesa y se dirigió de nuevo a él. Lynley se acabó el whisky, pensando que ella volvía para recogerle el vaso, pero le apretó el brazo, le besó en la mejilla y le dijo:

– Me ha gustado mucho volver a verte. ¿Necesitas ayuda con ese ordenador?

– Ya me las arreglaré -le respondió. Y lo hizo sin sentirse especialmente orgulloso de sí mismo por, aceptar la vía de escape que le estaba ofreciendo, sino recordándose a sí mismo que tenía trabajo que hacer y que el trabajo era lo primero, algo que, sin lugar a dudas, Deborah St. James comprendería.

Su marido estaba en la cuarta planta de la casa, donde tenía un estudio al que se referían como al laboratorio desde hacía mucho tiempo; Deborah había montado un cuarto oscuro en la habitación contigua. Lynley subió hasta el cuarto piso, y cuando llegó al rellano, gritó: «Simon, ¿estás ocupado?», antes de encaminarse hacia la puerta abierta.

Simon St. James estaba sentado delante del ordenador y parecía estar examinando una complicada estructura que se asemejaba a un gráfico de tres dimensiones. Cada vez que apretaba una tecla, el gráfico cambiaba. Al apretar unas cuantas teclas más, empezó a dar vueltas sobre sí mismo.

– ¡Qué curioso! -murmuró, y luego se volvió hacia la puerta-. ¡Hola, Tommy! Ya me había parecido oír la puerta de la calle hace un rato.

– Deb me ha ofrecido un vaso de tu Lagavulin. Quería que alguien le confirmara la calidad del producto.

– ¿Y?

– ¡Excelente! ¿Me permites…? -Hizo un gesto para señalar el ordenador.

– ¡Ah, sí! Lo siento. Ven aquí. Permíteme que mueva… Bien, creo que puedo apartar algo.

Apartó la silla de la mesa del ordenador, y al ver que la pieza de la pierna no le respondía cuando intentaba levantarse, le dio un golpe a la rodilla con una regla de metal.

– Estoy teniendo muchos problemas con esto. Es mucho peor que la artritis. Tan pronto como empieza a llover, la bisagra de la rodilla deja de funcionar. Creo que ha llegado el momento de llevarlo a revisar. Eso o una visita al mago de Oz.