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Hablaba con una falta total de preocupación que Lynley sabía que era verdadera, pero que él no podía compartir. En los últimos trece años, cada vez que St. James había movido la pierna delante de Lynley, había tenido que hacer un gran esfuerzo por no apartar la mirada y sentirse avergonzado por haberle causado un dolor físico tan grande a su amigo.

St. James apiló un montón de papeles y de carpetas de manila, y apartó unas cuantas revistas científicas para poder dejarle un poco de espacio libre sobre la mesa. Como quien no quiere la cosa le preguntó:

– ¿Cómo se encuentra Helen? Esta tarde me ha parecido que tenía aspecto de estar enferma. Ahora que lo pienso, me lo ha parecido todo el día.

– Esta mañana se encontraba bien -respondió Lynley, convenciéndose a sí mismo de que aunque no era la pura verdad, al menos se le acercaba. Se encontraba bien. Los mareos matinales no podían considerarse una enfermedad-. Supongo que está un poco cansada. Estuvimos conectados a Internet hasta muy tarde… -Pero de repente se percató de que eso no era lo que su mujer le había contado a Deborah. Maldijo a Helen por ser tan creativa cuando tenía que inventarse historias-. No, lo siento. Eso fue hace dos noches. ¡Santo Cielo! No soy capaz de acordarme de nada. De todos modos, se encuentra bien. Me imagino que se siente cansada por no haber dormido lo suficiente.

– Sí, bien, de acuerdo -respondió St. James, pero el hecho de que se le quedara mirando durante tanto tiempo lo hizo sentir incómodo. En el corto silencio que siguió, la lluvia empezó a caer. Golpeaba la ventana cual tambor en miniatura, e iba acompañada de una repentina ráfaga de viento que hacía crujir el marco como si fuera una tácita acusación.

– ¿Qué me has traído? -le preguntó mientras señalaba el ordenador.

– Un poco de trabajo de detectives.

– ¡Pero si eso es tu especialidad!

– Dijéramos que esto requiere un enfoque más delicado.

St. James hacía más de veinte años que conocía a Lynley y, por lo tanto, era capaz de leer entre líneas.

– ¿Estamos pisando un terreno peligroso, Tommy?

– Lo único que necesito averiguar es un simple pronombre -le respondió Lynley con honradez-. Tú estás limpio; si me ayudas, claro está.

– Eso es muy tranquilizador -contestó St. James con su característico buen humor-. Entonces, ¿por qué me imagino a mí mismo en el futuro en un lugar desagradable, sentado en el banquillo de los acusados o de pie en la tribuna de los testigos, pero en cualquiera de los casos sudando como un gordo en Miami?

– Es tu instinto natural de lealtad hacia los hombres; a propósito, una cualidad que admiro mucho en ti, por si no te lo había dicho antes. Aunque también es, sin embargo, una de las primeras cosas que desaparece después de llevar muchos años tratando con criminales.

– Entonces, ¿es algo relacionado con un caso? -le preguntó St. James.

– Yo no te he dicho nada.

St. James, meditabundo, se pasó los dedos por encima del labio superior mientras observaba el ordenador. Seguro que sabía lo que Lynley debería estar haciendo con esa máquina. Pero por qué no lo estaba haciendo… era algo que más le valdría no preguntar. Inspiró profundamente y exhaló el aire, haciendo una pequeña inclinación de cabeza que indicaba que iba en contra de sus principios.

– ¿Qué necesitas?

– Que averigües qué uso ha hecho ella de Internet, especialmente su correo electrónico.

– ¿Ella?

– Sí, ella. Es posible que recibiera mensajes de un internauta abominable que se hace llamar Hombre Lengua…

– ¡Santo Cielo!

– … pero no encontramos ningún mensaje de él cuando nos conectamos en su oficina.

A continuación, Lynley le dio a St. James la contraseña de Eugenie Davies, y éste la apuntó en un trozo de papel amarillento que arrancó de una libreta que había sobre la mesa.

– ¿Debo buscar algo en particular aparte del Hombre Lengua ese?

– Cualquier cosa puede ser importante, Simon: los mensajes que haya enviado y recibido, las páginas que haya consultado por Internet… Cualquier cosa que hubiera hecho una vez que estuviera conectada… durante los dos últimos meses. Es posible, ¿verdad?

– En la mayoría de los casos, sí. Pero no hace falta que te diga que cualquier experto de la policía podría hacerlo con mucha más rapidez; además, si consiguieras una orden de una autoridad legal, podrías presionar al servidor de Internet.

– Sí, ya lo sé.

– Todo esto me hace pensar que sospechas que encontraré algo -colocó las manos sobre la máquina- que puede poner a alguien en una posición difícil, alguien a quien no te gustaría causarle ningún problema. ¿Tengo razón?

– Sí, la tienes -respondió Lynley con convicción.

– Espero que no tenga nada que ver contigo.

– ¡Por el amor de Dios, no!

St. James asintió con la cabeza y contestó:

– Entonces, estoy satisfecho. -Por un momento, pareció sentirse incómodo, y para ocultar ese sentimiento, bajó la cabeza y empezó a rascarse la nuca-. Así pues, todo va bien entre Helen y tú -dijo para terminar.

Lynley vio la línea de razonamiento que había seguido. Una ella misteriosa, un ordenador en manos de Lynley, alguien desconocido que podría tener problemas si su dirección de correo electrónico apareciera en el ordenador de Eugenie Davies… Todo ello le hacía pensar en algo ilícito, y la vieja amistad que St. James tenía con la esposa de Lynley -después de todo, conocía a Helen desde que ésta tenía dieciocho años-haría que la protegiera mucho más de lo que podría esperarse de un simple jefe.

Lynley se apresuró a decir:

– Simon, no tiene nada que ver con Helen. Ni tampoco conmigo. Tienes mi palabra. ¿Me harás ese favor?

– Estarás en deuda conmigo, Tommy.

– ¡Y tanto! Pero en este momento estoy tan en deuda contigo que más me valdría regalarte mis posesiones en Cornualles y poner fin a todo esto.

– Es una oferta muy tentadora. -St. James esbozó una sonrisa-. Siempre he deseado tener una casa en el campo.

– Entonces, ¿lo harás?

– Supongo que sí. Pero no hace falta que me des tus tierras. Bien sabe Dios que no queremos que tus antepasados se revuelvan en la tumba.

El agente Winston Nkata supo que esa mujer era Katja Wolff antes de que ésta abriera la boca, pero por mucho que le hubieran insistido, habría sido incapaz de explicar cómo lo había sabido. Cierto, tenía llave del piso, y eso ya era bastante para identificarla, ya que ese piso del edificio Doddington Grove figuraba como su dirección, tal y como le había informado un rato antes, a petición del inspector Lynley, la agente encargada de la libertad condicional de Katja. No obstante, aparte del hecho de que tuviera llave del piso, había algo más que le indicaba a quién estaba mirando. Era su modo de moverse -como si temiera algún encuentro fortuito- y también la expresión de su rostro, totalmente inexistente, el tipo de expresión característica de los presidiarios que no quieren llamar la atención.

Se detuvo nada más cruzar la puerta, y su mirada fue de Yasmin Edwards a Nkata, y de nuevo a Yasmin, donde permaneció.

– ¿Te interrumpo, Yas? -le preguntó con una voz ronca que tenía mucho menos acento alemán de lo que en un principio se había imaginado. Pero ya llevaba más de veinte años en ese país; además, no había estado rodeada de compatriotas alemanes precisamente.

– Es un poli -le explicó Yasmin-. Un agente que se llama Nkata.

El cuerpo de Katja Wolff se puso en estado de alerta: un estado de conciencia sutil y tenso que alguien que no hubiera nacido en el país de la lucha entre pandillas, como el mismísimo Winston Nkata, podría haber pasado por alto.