Permaneció un buen rato en la bañera. Se lavó el pelo, cada vez más ralo. Cuando hubo acabado, salió de la bañera y se adentró en el helado frío del cuarto de baño, donde la ventana aún estaba abierta, dejando entrar los últimos minutos del aire de la mañana.
Una vez en el piso de abajo, comprobó que Frances había cumplido con su palabra. Sobre la mesa de la cocina había un desayuno completo y el aire olía a tocino. Alfie estaba sentado en la esquina de los fogones, contemplando esperanzado la sartén de la que Frances estaba sacando las lonchas. La mesa, sin embargo, sólo estaba puesta para una persona.
– ¿No piensas desayunar? -le preguntó Webberly a su mujer.
– Vivo para servirte. -Le hizo un gesto con la sartén-. Una palabra tuya y empezaré a preparar los huevos. Cuando estés a punto. Y de la forma que los quieras. Todo lo que quieras y como quieras.
– ¿Lo dices en serio, Fran? -Retiró la silla.
– Revueltos, fritos o escalfados -añadió-. Si te apetece, te los puedo preparar con picante.
– Si te apetece -repitió.
La verdad es que no le apetecía comer en lo más mínimo, pero se fue comiendo lo que había en el plato. Masticó y tragó sin ni siquiera notar el sabor. Sólo el regusto ácido del zumo de naranja hizo el viaje desde su lengua hasta su cerebro.
Frances no paraba de hablar. ¿Qué pensaba del peso de Randie? Odiaba hablar de eso con su hija, pero ¿no estaba de acuerdo con que estaba un poco demasiado gorda para una chica de su edad? ¿Y qué pensaba de su última idea de pasar un año en Turquía? En Turquía, ¡con todos los lugares que había en el mundo! No paraba de hacer planes y, por lo tanto, no valía la pena preocuparse por algo que seguramente no haría, pero una chica de su edad… sola… en Turquía. No era ni inteligente ni seguro ni de sentido común, Malcolm. El mes anterior les había dicho que quería pasar un año en Australia, lo cual ya le parecía bastante terrible… ¡Tan lejos de su familia! Pero esto… No. Tenían que convencerla para que no lo hiciera. ¿No le pareció que Helen Lynley estaba estupenda la otra noche? Es una de esas mujeres que se pueden poner cualquier cosa. Evidentemente, la ropa cara siempre favorece. Si compras ropa francesa, simplemente pareces… bien, una condesa, Malcolm. Y ella puede permitírselo, ¿no es verdad? No tiene por qué reparar en gastos. No como la pobre reina que nunca iba elegante y que seguro que siempre vestía ropa hecha por cualquier tapicero inglés. La ropa es lo que realmente da estilo a una mujer, ¿no crees?
Hablaba, hablaba y hablaba. Llenaba un silencio que podría haber sido usado para mantener una conversación demasiado dolorosa para ella. Además llevaba el disfraz de la calidez y de la intimidad, ofreciendo un retrato de la pareja que lleva mucho tiempo casada y que comparte sus vivencias.
Webberly echó la silla hacia atrás con brusquedad. Se limpió la boca con la servilleta de papel. «Alfie -ordenó-. ¡Venga, vámonos!» Cogió la correa que colgaba del gancho cercano a la puerta y el perro le siguió a través de la sala de estar hasta la puerta principal.
Alfie volvió a la vida tan pronto como sus patas pisaron la calle. Empezó a mover la cola y sus orejas se aguzaron. Enseguida se puso alerta por si veía a sus más implacables enemigos -los gatos-y a medida que él y su dueño bajaban la calle hasta Emilyn Road, el pastor alsaciano mantuvo los ojos bien abiertos por si veía algo potencialmente felino a lo que poderle ladrar. Cuando llegaron a Stamford Brook Road, se sentó obedientemente, tal y como siempre hacía. El tráfico de esa zona era muy denso en ciertos momentos del día, y ni siquiera un paso de cebra podía garantizar que los conductores vieran a los peatones.
Cruzaron la calle y se encaminaron hacia los jardines.
La lluvia de la noche anterior había hecho que el jardín estuviera totalmente empapado. La hierba estaba inclinada por el efecto de la lluvia, las ramas de los árboles goteaban, y los bancos del sendero que rodeaba el parque brillaban bajo las gotas de agua. A Webberly no le importaba en lo más mínimo. No quería sentarse bajo los árboles, ni tampoco tenía ningún interés en la extensión de césped por la que Alfie había empezado a retozar tan pronto como su amo le había soltado de la correa. Webberly se encaminó hacia el sendero. Andaba con decisión, y la grava crujía bajo sus pies; sin embargo, aunque su cuerpo se encontraba en el vecindario de Stamford Brook en el que vivía desde hacía más de veinte años, su mente estaba en Henley-on-Thames.
Hasta ese momento del día había conseguido no pensar en Eugenie. Le parecía una especie de milagro. Había ocupado su mente las veinticuatro horas del día anterior. Todavía no había tenido noticias de Eric Leach, y tampoco había visto a Tommy Lynley en comisaría. El hecho de que este último le hubiera pedido que Winston Nkata también se ocupara del caso le daba a entender que se estaban haciendo progresos, pero deseaba saber qué progresos eran ésos, porque saber algo -cualquier cosa-era mucho mejor que sólo tener unos recuerdos del pasado que más le valdría olvidar.
No obstante, al no haber visto a sus compañeros de profesión, ésos recuerdos le volvían a la mente. Indefenso en los claustrofóbicos confines de su casa, indefenso ante al parloteo de Frances, indefenso por las obligaciones que tenía que asumir tan pronto llegara al trabajo, se sentía asediado por los recuerdos, recuerdos que ya eran tan distantes que se habían convertido en meros fragmentos, en piezas de un puzzle que no había sido capaz de acabar.
Era verano, poco después de la regata. Él y Eugenie remaban en la mansa corriente del río.
El suyo no había sido el primer matrimonio incapaz de superar el horror de una muerte violenta en la familia. Tampoco sería el último que se vendría abajo irremediablemente a causa no sólo del peso de la investigación y del juicio, sino también de la poderosa carga de culpabilidad que uno sentía al haber perdido un hijo en manos de alguien en quien no debería haber confiado. Pero Webberly había sentido algo más cuando ese matrimonio en particular fracasó. Pasaron muchos meses antes de que admitiera el porqué.
Después del juicio, la prensa sensacionalista había ido tras ella con la misma rapacidad que les había llevado a escribir artículos sobre Katja Wolff. Mientras que a Katja la habían considerado la reencarnación de todos los monstruos, desde Mengele hasta Himmler, responsable según la prensa de todo lo que había acontecido desde el Holocausto hasta el bombardeo alemán de Gran Bretaña entre 1940 y 1942, a Eugenie la habían tenido por una madre indiferente: trabajaba fuera de casa y además había empleado a una chica, sin formación y sin conocimientos de inglés, para cuidar a una niña deficiente con graves problemas de salud. Si Katja Wolff había sido vilipendiada por la prensa -merecidamente, si se tenía en cuenta el crimen que había perpetrado-, Eugenie había sido censurada con dureza.
Había aceptado ese desprecio público como parte de su castigo. «Es culpa mía -le había dicho una vez-. Es poco comparado con lo que me merezco.» Hablaba con sencilla dignidad, ni con la esperanza ni el deseo de que nadie le replicara. No estaba dispuesta a aceptar contradicciones. «Sólo quiero que todo esto acabe», le había confesado.
La vio de nuevo, dos años después del juicio, por casualidad en la estación de Paddington. Él se dirigía a Exeter para asistir a un congreso. Ella le dijo que había ido a la ciudad para encontrarse con alguien cuyo nombre no mencionó.
– ¿Acaba de llegar? -le había preguntado-. Entonces, se ha cambiado de casa. ¿Se han mudado al campo? Supongo que a su hijo le sentará bien.
Pero no, no se habían trasladado al campo. Sólo se había mudado ella.
– ¡Lo siento! -le había respondido.
– Gracias, inspector Webberly -le había contestado.
– Malcolm, por favor. Llámeme Malcolm.
– Así pues, le llamaré Malcolm -le había dicho con una sonrisa infinitamente triste.