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– ¿Oyó alguna vez que Katja le gritara a su hermana pequeña? -me preguntó el policía.

– No.

– ¿Alguna vez vio que Katja castigara a Sonia si ésta se portaba mal?

– No.

– ¿Alguna vez vio que la tratara mal? ¿Que la sacudiera cuando Sonia no paraba de llorar? ¿Que la azotara en el culo cuando no obedecía? ¿Que le estirara del brazo para que le hiciera caso? ¿Que la cogiera de la pierna para moverla cuando le cambiaba los pañales?

– Sosy lloraba mucho -le respondo-. Katja salía de la cama en medio de la noche para cuidarse de Sosy. Le hablaba en alemán…

– ¿En un tono de voz enfadado?

– … y, a veces, Katja también lloraba. La oía desde mi habitación, y en una ocasión me levanté de la cama, salí al pasillo y la vi andando de un lado a otro con Sosy entre sus brazos. Sosy no paraba de llorar; por lo tanto, Katja la dejó de nuevo en su cuna. Cogió un juego de llaves de plástico y las hizo sonar a medida que le repetía: Bitte, bitte, bitte, que en alemán quiere decir gracias. Y cuando vio que las llaves no conseguían que Sosy parara de llorar, cogió la cuna por un lado y le dio un empujón.

– ¿De verdad que viste eso? -El policía se inclina hacia mí desde el otro lado de la mesa-. ¿Viste cómo Katja lo hacía? ¿Estás seguro, chico?

Hay algo en su voz que me indica que he dado una respuesta que es satisfactoria. Le respondo que estoy seguro.

– Katja lloraba y Katja le dio un empujón a la cuna.

– Creo que ahora estamos llegando a alguna parte -afirma el policía.

12 de octubre

¿Hasta qué punto lo que dice un niño es producto de la memoria, doctora Rose? ¿Hasta qué punto lo que dice un niño es producto de sus sueños? ¿Hasta qué punto lo que le digo al detective en esas horas que pasé en la comisaría es lo que de verdad presencié? ¿Hasta qué punto no alberga razones tan diversas como la misma tensión que siento entre el policía y mi padre y mi propio deseo de complacerles a ambos?

No es muy difícil que el hecho de sacudir una cuna se interprete como que se ha sacudido un niño. Y desde allí, sólo requiere un poco de fantasía llegar a decir que la había visto retorcerle el brazo, que le había doblegado el pequeño cuerpo para ponerle el abrigo, que le había apretado y pellizcado su redondo rostro cada vez que escupía la comida al suelo, que la había peinado a estirones, y que le había puesto las piernas dentro del pelele rosa con extrema violencia.

«¡Ah!», exclama. Se abstiene de comprometerse e intenta responderme sin emitir ningún juicio, doctora Rose. Sin embargo, levanta las manos y las junta de una manera que parece que esté rezando. Las coloca debajo de su barbilla. No aparta la mirada, pero yo aparto la mía.

Ya me imagino lo que está pensando, y yo también lo estoy haciendo. Mis respuestas a las preguntas del policía fueron las que mandaron a Katja Wolff a la cárcel.

Pero no hice de testigo en el juicio, doctora Rose. Si lo que dije era tan importante, ¿por qué no me llamaron a declarar? Cualquier cosa que no sea declarada ante un tribunal de justicia tiene el mismo valor que un artículo que aparece en primera página de un periódico sensacionalista: algo que no se puede llegar a creer del todo, algo que sugiere que los profesionales tienen que llevar a cabo una investigación más profunda del asunto.

Si dije que Katja Wolff le hizo daño a mi hermana, lo único que pude provocar es que revisaran la alegación. ¿No es verdad? Y si existía forma de corroborar lo que yo les dije, seguro que la encontraron.

Seguro que eso es lo que sucedió, doctora Rose.

15 de octubre

Quizá lo viera de verdad. Tal vez hubiera presenciado esas cosas que declaré que habían sucedido entre mi hermana pequeña y su niñera. Si tantas partes de mi cerebro están en blanco por lo que al pasado se refiere, ¿hasta qué punto es ilógico pensar que en alguna parte de ese enorme lienzo residen imágenes que son demasiado dolorosas para ser recordadas con exactitud?

«El pelele rosa es un recuerdo bastante exacto», apunta. Ese recuerdo sólo puede proceder de la memoria o de las ganas de adornar una historia, Gideon.

«¿Cómo podría embellecer la historia con ese detalle si en realidad no hubiera llevado ese pelele?»

«Era una niña pequeña -me dice con ese encogimiento de hombros tan poco convincente, como si no acabara de tomárselo en serio-. Las niñas pequeñas normalmente van vestidas de rosa.»

«¿Me está llamando mentiroso, doctora Rose? ¿Me está intentando decir que era un niño prodigio y un mentiroso a la vez?»

«Una cosa no excluye a la otra», me señala.

La cabeza me da vueltas y ve algo en mi rostro: ¿Congoja?, ¿pánico?, ¿culpa?

«No le estoy diciendo que ahora sea un mentiroso, Gideon, pero lo podría haber sido por aquel entonces. Las circunstancias podrían haberlo obligado a mentir.»

«¿Qué clase de circunstancias, doctora Rose?»

No tiene más respuesta que ésta: «Escriba todo lo que recuerde».

17 de octubre

Libby me encontró en lo alto de Primrose Hill. Yo estaba de pie ante ese grabado de metal que le permite a uno identificar los edificios y los monumentos que se pueden ver desde la cima, y me estaba esforzando por contrastar las vistas -desde el este hacia el oeste- para poder distinguir cada uno de los edificios. Por el rabillo del ojo, la vi subir por el sendero, ataviada con su ropa negra de cuero. Había dejado el casco en alguna parte, y el viento le ondulaba los rizos hacia la cara.

– He visto tu coche en la plaza -me dijo-. Pensaba que te encontraría aquí. ¿No has traído ninguna cometa?

– No. -Toqué la superficie de metal del grabado, dejando los dedos sobre St. Paul's Cathedral. Observé el perfil de la ciudad.

– ¿Qué pasa? No tienes muy buen aspecto. ¿No tienes frío? ¿Qué haces aquí sin un suéter?

«Buscando respuestas», pensé.

– ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? -preguntó-. Te estoy hablando.

– Necesitaba pasear -le respondí.

– Hoy has ido a la psiquiatra, ¿verdad? -me preguntó.

Deseaba decirle que la veo incluso cuando no la veo, doctora Rose. Pero pensé que no lo comprendería y que el comentario le haría pensar que estoy obsesionado con mi médico, y ése no es el caso.

Dio la vuelta alrededor del grabado para colocarse delante de mí y para taparme las vistas. Alargó la mano sobre la lámina de metal y me tocó el pecho.

– ¿Qué te pasa, Gid? ¿Cómo te puedo ayudar?

Su tacto me recordó todo lo que no sucedía entre nosotros -todo lo que podría haber sucedido entre una mujer y un hombre normal-, y el peso de esa idea, unida a lo que ya me estaba preocupando, de repente me pareció imposible de soportar.

– Es posible que haya mandado a una mujer a la cárcel -le contesté.

– ¿Qué?

Le conté el resto.

Cuando acabé, me respondió:

– Tenías ocho años. Un policía te estaba haciendo preguntas. Hiciste todo lo que pudiste en una situación difícil. Y, además, es posible que en realidad lo vieras. Se han hecho estudios sobre el tema, Gid, y han llegado a la conclusión de que los niños no suelen inventarse historias en casos de abusos. Si el río suena, agua lleva. Y, de todas formas, seguro que alguien corroboró tu historia, ya que tú no tuviste que testificar en el tribunal.

– Ése es el problema. No estoy tan seguro de que no lo hiciera, Libby.

– Pero me dijiste…

– Te dije que había conseguido acordarme del policía, de las preguntas, de la comisaría: aspectos de una situación que había borrado de mi mente. ¿Quién te puede asegurar que no hubiera borrado también el recuerdo de haber testificado en el juicio de Katja Wolff?