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Sentí que los pies se me empezaban a mover con violencia, como si quisieran sacarme de ese despacho. Inspiré aire y al hacerlo me volvió la imagen de esa puerta: esa puerta tan azul que había al final de las escaleras, con las dos cerraduras y el aro en el medio. La veía como si la tuviera delante. Quería ir hacia allí y abrirla, pero era incapaz de levantar la mano.

Libby pronunció mi nombre. Fue lo único que alcancé a oír además de las pulsaciones. Alcé la mano para pedir un minuto, un minuto para reponerme.

«¿De qué? -me preguntará, y se inclinará hacia mí, siempre dispuesta a intentar desenmarañar la historia-. ¿Reponerse de qué? Vuelva, Gideon.»

«¿Adónde?»

«A ese momento del despacho de Cresswell-White, a las pulsaciones, a lo que le provocó esas pulsaciones.»

«Fue el hecho de hablar sobre el juicio lo que hizo que se me acelerara el pulso.»

«Ya habíamos hablado del juicio con anterioridad. Debe de haber algo más. ¿Qué intenta evitar?»

No estoy evitando nada… Pero no está muy convencida, ¿verdad, doctora Rose? Se supone que debo escribir todo lo que recuerde, y usted ya ha empezado a preguntarse cómo me va a ayudar con mi música el hecho de recordar el juicio de Katja Wolff. Me previene. Me recuerda que la mente humana es fuerte, que se agarra a sus neurosis con una protección feroz, que posee la habilidad de negar y de confundir, y que esa expedición al Colegio de Abogados bien podría ser un esfuerzo monumental para la parte de mi mente que está bloqueada.

Las cosas tendrán que ser así, doctora Rose. No sé cómo enfrentarme a esto de otra manera.

«De acuerdo -me responde-. El rato que pasó con Cresswell-White, ¿le desencadenó algo más, aparte del episodio de la cabeza?»

Episodio. Escoge esa palabra a propósito, y soy consciente de ello. Pero no morderé el anzuelo que me ha echado, sino que le hablaré de Sarah-Jane. Porque eso es lo que averigüé en el despacho de Cresswell-White: el papel que Sarah-Jane Beckett representó en el juicio de Katja Wolff.

19 de octubre, 21.00

– Después de todo, ella vivía en la casa con su familia y la señorita Wolff -declaró el señor Bertram Cresswell-White.

Había cogido la primera de las carpetas en las que ponía FISCALÍA GENERAL DEL ESTADO CONTRA WOLFF, y había empezado a ojear los documentos que había en el interior, leyendo de vez en cuando, si su memoria necesitaba ser refrescada. Y estaba en una posición muy buena para observar lo que sucedía.

– Así pues, ¿ella vio algo? -le preguntó Libby.

Había acercado su silla a la mía, y me había puesto la mano sobre la nuca como si supiera, sin necesidad de que yo se lo dijera, en qué estado se encontraba mi cabeza. Me acariciaba la nuca con dulzura y yo quería agradecérselo. Pero también sentía la indignación que el abogado sentía hacia esa muestra pública de cariño que me estaba profesando, y me puse más nervioso a causa de esa indignación, tal y como siempre hago cada vez que un hombre más mayor me observa con ojos críticos.

– Vio que Wolff estaba mareada por las mañanas, todas las mañanas durante el mes anterior a que la niña fuera asesinada -declaró-. Sabe que estaba embarazada, ¿verdad?

– Es lo único que me contó mi padre -le contesté.

– Sí. Bien. Beckett se dio cuenta de que a la chica alemana se le estaba acabando la paciencia. La niña, su hermana, la despertaba tres o cuatro veces cada noche, por lo tanto dormía poco y eso, sumado a las dificultades de los mareos matinales, hizo que se sintiera exhausta. Empezó a dejar a Sonia sola durante demasiado tiempo, y la señorita Beckett se dio cuenta de eso porque le daba clases en el mismo piso en el que se encontraba el cuarto de los niños. Al cabo de un tiempo, pensó que era su obligación contarles a sus padres que Katja no estaba cumpliendo con sus obligaciones. Ese hecho provocó una discusión que tuvo como consecuencia que despidieran a Wolff.

– ¿Ese mismo día? -preguntó Libby.

Cresswell-White consultó uno de los documentos para poder responder:

– No. Le dieron un mes de tiempo. Tus padres fueron bastante generosos teniendo en cuenta la situación, Gideon.

– Sin embargo, ¿llegó a declarar en el juicio que había visto a Wolff maltratando a mi hermana? -le pregunté.

El abogado cerró la carpeta y contestó:

– Beckett testificó que la chica alemana y sus padres habían discutido. También declaró que había dejado que Sonia llorara en la cuna durante más de una hora en varias ocasiones. También afirmó que la noche en cuestión, oyó cómo Katja la bañaba. Pero fue incapaz de decir el lugar o la hora en la que había presenciado malos tratos.

– ¿Quién lo hizo? -preguntó Libby.

– Nadie -contestó el abogado.

– ¡Santo Cielo! -murmuré.

Cresswell-White pareció adivinar lo que yo estaba pensando, porque dejó la carpeta sobre la mesa junto a la taza de café y se apresuró a decir:

– Un caso judicial es como un mosaico, Gideon. Si no hay ningún testigo presencial del crimen, tal y como sucedió en esa situación, entonces cada una de las piezas del caso que la Fiscalía presenta deben en algún momento formar un dibujo desde el cual ver el cuadro completo. Ese cuadro completo es lo que convence al jurado de la culpabilidad de la acusada. Y eso es precisamente lo que sucedió en el caso de Katja Wolff.

– ¿Testificó alguien más en su contra? -preguntó Libby.

– Sí, por supuesto.

– ¿Quién? -Mi voz era débil; podía oír mi debilidad a la vez que me odiaba por no ser capaz de librarme de ella.

– El policía que escuchó su primera y única declaración, el médico forense que realizó la autopsia, la amiga con la que Wolff había estado hablando por teléfono durante un minuto, tal y como ella misma había declarado en un principio, mientras Sonia estaba sola en la bañera, su madre, su padre, sus abuelos. No se trata de animar a la gente para que incrimine directamente a la acusada, sino más bien de presentar los hechos reales ante un jurado y dejar que éste saque sus propias conclusiones. En consecuencia, todo el mundo contribuyó al mosaico final. Acabamos por tener el caso de una mujer alemana de veintiún años que se había hecho notoria por la publicidad que consiguió al escapar de su país natal, que fue capaz de emigrar a Inglaterra gracias a la buena voluntad de un grupo de monjas, y cuya celebridad, que le había alimentado el ego, se desvaneció con rapidez a su llegada; una mujer a la que le dieron un trabajo que incluía alojamiento y manutención, que se quedó embarazada, que en consecuencia se puso enferma, que fue incapaz de hacer frente a los hechos y que se desmoronó.

– Más que un caso de asesinato parece un caso de homicidio sin premeditación -comentó Libby.

– Y probablemente es así como lo habrían considerado si no se hubiera negado a declarar. Pero se negó. Fue un hecho muy arrogante de su parte, pero supongo que muy coherente con su pasado. Se negó a declarar. El hecho de que se negara a hablar con la policía, a excepción de esa única vez, y que también se negara a hablar con su abogado, sólo empeoró las cosas.

– ¿Por qué se negó a hablar? -preguntó Libby.

– No lo sé con certeza. Pero la autopsia mostró que el cuerpo había sufrido fracturas de las que nadie sabía nada y que el médico no podía explicar, Gideon, y el hecho de que la chica alemana se negara a decir nada a nadie con respecto a Sonia hizo creer a todo el mundo que conocía el origen de esas fracturas. Y aunque se le indicó al jurado, tal y como se hacía en esa época, que el silencio de Wolff no se le debería tener en cuenta, los jurados están compuestos por seres humanos, ¿no es verdad? Pero estoy seguro de que ese silencio influenció en su decisión.

– Por lo tanto, lo que yo le conté a la policía…

Cresswell-White me indicó con un movimiento de la mano que no era lo que pensaba. Luego añadió: