Se apartó de mí y se sentó de nuevo en su asiento.
– Soy yo, ¿verdad? -espetó-. Estoy demasiado gorda para ti.
– No seas idiota.
– No me llames idiota.
– Pues no te comportes como si lo fueras.
Se dio la vuelta hacia la ventana. Estaba empañada. La luz de la plaza se reflejaba a través del vapor y le confería cierto brillo apagado a las mejillas. La mejilla parecía redonda, y podía ver que estaba sonrojada, del tono de un melocotón a medida que crece y madura. El desespero que sentí -por mí, por ella, por los dos juntos-fue lo que me hizo continuar.
– Estás muy bien, Libby. Estás estupenda. Eres perfecta. No tiene nada que ver contigo.
– Entonces, ¿qué pasa? ¿Es por Rock? Es por él. Es porque aún estamos casados. Es porque sabes lo que me hace, ¿verdad? Lo has averiguado.
No sabía de lo que me estaba hablando, y tampoco deseaba saberlo.
– Libby, si aún no te has dado cuenta de que hay algo en mí, algo muy grave, que no acaba de funcionar…
Al oírlo, salió del coche. Abrió la puerta de par en par, la cerró de un golpe e hizo lo que nunca había hecho: ¡gritar!
– ¡A ti no te pasa nada, Gideon! ¿Me oyes? ¡Nada de nada, joder!
Yo también salí del coche, y nos quedamos cara a cara por encima del capó.
– ¡Sabes que te estás engañando! -exclamé.
– Lo único que sé es lo que tengo delante de mis narices. Y lo que tengo delante eres tú.
– Has oído cómo intentaba tocar. Te has sentado en tu casa y lo has oído. Además, lo sabes.
– ¿Me estás hablando del violín? ¿Todo gira en torno a lo mismo, Gideon? ¡Maldito sea ese violín chupapollas! -Golpeó el capó del coche con una fuerza tal que me asusté-. Tú no eres el violín. La música es sólo a lo que te dedicas. No es, ni nunca lo ha sido, lo que tú eres.
– ¿Y si no puedo tocar? ¿Qué sucede entonces?
– Entonces te puedes dedicar a vivir, ¿de acuerdo? ¡Haz el favor de empezar a vivir, joder! ¿O te parece una idea demasiado profunda?
– No lo entiendes.
– Entiendo más de lo que te crees. Entiendo que te has colgado de la idea de ser el señor Violín. Te has pasado tantos años rascando las cuerdas que no tienes ninguna otra identidad. ¿Por qué lo haces? ¿Qué intentas demostrar? ¿Quizá tu papá te querrá lo suficiente si sigues tocando hasta que te sangren los dedos? -Se dio la vuelta y se apartó del coche y de mí-. Ni siquiera sé por qué me preocupo por ti, Gideon.
Empezó a avanzar hacia la casa a grandes pasos y yo la seguí, y en ese momento me di cuenta de que la puerta principal estaba abierta y de que alguien estaba de pie en las escaleras de entrada y de que seguramente había estado allí desde que Libby aparcara el coche en la plaza. Le vio en el mismo instante que yo y, por primera vez, vi en su rostro una expresión que me indicaba que sentía una aversión hacia él que era tan fuerte -o más-que la que él sentía por ella.
– Entonces quizás haya llegado el momento de que dejes de preocuparte -respondió papá. Su voz era bastante agradable, pero sus ojos eran fríos, puro metal.
GIDEON
Lugar y Fecha.
Texto. 20 de octubre, 22.00
– ¡Una chica encantadora! -exclamó papá-. ¿Siempre grita como una verdulera en medio de la calle u hoy ha sido algo especial?
– Estaba enfadada.
– Eso es bastante obvio. Por no decir nada de sus sentimientos hacia tu trabajo; quizá sea algo que debas considerar si deseas seguir saliendo con ella.
No tenía ganas de hablar de Libby con él. Desde un principio ha dejado muy claro lo que pensaba. No hace falta perder el tiempo intentando hacerle cambiar de opinión.
Estábamos en la cocina, adonde fuimos una vez que Libby se despidió de nosotros en las escaleras. Ella le había dicho: «Richard, apártate de mi camino», y había abierto la puerta de la verja con un estruendo. Había bajado a su piso a toda velocidad, y el volumen de su música pop nos ilustraba el estado de ánimo en el que se encontraba.
– Hemos ido a ver a Bertram Cresswell-White -le conté a papá-. ¿Te acuerdas de él?
– He estado mirando tu jardín -respondió papá, inclinando la cabeza hacia la parte trasera de la casa-. Las malas hierbas empiezan a estar demasiado altas, Gideon. Si no vas con cuidado, les taparán la luz a las demás plantas; bien, a las pocas que tienes. Ya sabes que si no te gusta la jardinería, siempre puedes contratar a un filipino. ¿Has contemplado esa posibilidad?
La música pop sonaba muy fuerte desde el piso de Libby. Había abierto las ventanas. Frases distorsionadas de una canción resonaban desde el piso de la planta baja: How can your man… loves you… slow down, bay-bee…
– Papá, te acabo de preguntar…
– A propósito, te he traído dos camelias. -Se dirigió a la ventana que daba al jardín.
«…let him know… he's playing around!…»
Ya había oscurecido; por lo tanto, no había nada que ver, a excepción de mi reflejo y el de papá en la ventana. El suyo era claro, el mío oscilaba cual fantasma, como si se viera afectado por el ambiente o por mi incapacidad de mostrarme fuerte.
– Las he plantado a ambos lados de la escalera -declaró papá-. La floración no es tan perfecta como esperaba, pero ya me estoy acercando.
– Papá, te estoy preguntando…
– Te he quitado las malas hierbas de dos maceteros, pero tendrás que encargarte del resto del jardín.
– ¡Papá!
… a chance to feel…free to… the feeling grab you, bay-bee…
– O siempre le puedes pedir a tu amiga americana si te quiere ser de alguna utilidad, aparte de insultarte en medio de la calle o de entretenerte con su exquisito gusto musical.
– ¡Maldita sea, papá! ¡Te estoy haciendo una pregunta!
Se dio la vuelta desde la ventana y contestó:
– Ya he oído la pregunta y…
Love him. Love him. Love him.
– …si no tuviera que competir con el entretenimiento auditivo de tu pequeña americana, quizá me plantearía respondértela.
– ¡Entonces, ignora la música! -exclamé-. ¡Ignora también a Libby! Las cosas que no te interesan bien que las ignoras, ¿no es verdad, papá?
La música paró de repente, como si me hubiera oído. El silencio que siguió a mi pregunta creó el enemigo de la naturaleza, el vacío, y esperé a ver qué lo llenaría. Un instante después, Libby cerró su puerta de golpe. Un instante más tarde, el motor de la Suzuki retumbaba por toda la calle. Rugía a medida que le daba más gas. Entonces el sonido empezó a desvanecerse a medida que se alejaba de Chalcot Square.
Papá, con los brazos cruzados, me dirigió una mirada acusadora. Ambos estábamos en terreno peligroso, y sentía el peligro cual alambre conectado que cortaba el aire que nos separaba.
– Sí, sí, supongo que lo hago, ¿no es verdad? -respondió con tranquilidad-. Ignoro todo lo que me resulta desagradable para poder seguir viviendo.
Pasé por alto las implicaciones que había tras sus palabras. Poco a poco, como si me dirigiera a alguien que no hablara mi lengua, le pregunté:
– ¿Te acuerdas de Cresswell-White?
Soltó un suspiro y se apartó de la ventana. Entró en la sala de música. Lo seguí. Se sentó junto al tocadiscos y las hileras de discos compactos. Yo me quedé junto a la puerta.
– ¿Qué quieres saber? -me preguntó.
Interpreté la pregunta como una señal de conformidad; por lo tanto, proseguí:
– Recuerdo haber visto a Katja en el jardín. Era de noche. Estaba con alguien, con un hombre. Estaban…-Me encogí de hombros, ruborizado, consciente de lo infantil que era ese rubor, lo cual sólo hacía que me sintiera más incómodo-. Estaban juntos. Todo muy íntimo. No recuerdo quién era él. No lo vi bien.