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– ¿Quién la visitaba?

– No lo recuerdo. ¡Santo Cielo! ¡Eso sucedió hace más de veinte años!

– ¿Katie?

– ¿Qué?

– Alguien llamada Katie. Era gorda. Llevaba ropa cara. Me acuerdo de Katie.

– Quizás hubiera una Katie. No lo sé. Venían del convento. Se sentaban en la cocina, hablaban, bebían café y fumaban cigarrillos. Y muchas de las veces en las que Katja salía con ellas en su noche libre, llegaba a casa borracha y era incapaz de levantarse por las mañanas. Lo que te estoy intentando decir, Gideon, es que ya había problemas antes de que se quedara embarazada. Ese embarazo, además de la enfermedad que lo acompañaba, fue la gota que colmó el vaso.

– Pero tú y mamá discutisteis con Katja cuando la despedisteis.

Se puso en pie de un salto, atravesó la sala y se quedó mirando la funda de mi violín, que ya llevaba días cerrada, el Guarneri fuera de mi vista para ver si así dejaba de atormentarme.

– Claro, no quería que la despidiéramos. Estaba embarazada de unos cuantos meses y, por lo tanto, era poco probable que nadie le fuera a dar trabajo. Discutió con nosotros. Nos suplicó que la dejáramos quedarse.

– Entonces, ¿por qué no se libró del bebé? Incluso en aquella época había… sitios, clínicas.

– Esa no fue la decisión que tomó, Gideon. El porqué no lo sé. -Se puso en cuclillas y le quitó los cierres a la funda. Alzó la tapa. Dentro, el Guarneri yacía bruñido por la luz, y el resplandor de la madera parecía hacer una acusación para la que no tenía ni una sola respuesta-. Así pues, discutimos. Los tres. Y la siguiente vez que Sonia se puso difícil, fue el día siguiente, Katja… solucionó el problema. -Sacó el violín de la funda y cogió el arco. Con un tono de voz agradable y con los bordes de los ojos más rojos que antes, me dijo-: Ahora ya sabes la verdad. ¿Tocarás para mí, hijo?

Y quería hacerlo, doctora Rose. Pero sabía que no había nada dentro de mí, nada de lo que antes me había incitado a crear la música desde el alma para transportarla hasta el cuerpo, los brazos y los dedos. Ésa es mi maldición, incluso ahora.

– Esa noche recuerdo que había gente en la casa… cuando Sonia… recuerdo voces, pasos, mamá pronunciando tu nombre…

– Estábamos muy asustados. Todo el mundo tenía mucho miedo. Estaban los de la ambulancia, los bomberos, tus abuelos, Pitchford, Raphael.

– ¿Raphael también estaba allí?

– Sí.

– ¿Qué hacía?

– No lo recuerdo. Tal vez hablara por teléfono con la gente de Juilliard. Llevaba meses intentando convencernos de que deberías ir. Se había empeñado en que fueras; incluso mostraba más entusiasmo que tú.

– Por lo tanto, todo esto sucedió durante la época de Juilliard.

Papá bajó los brazos, que no habían dejado de ofrecerme el Guarneri.

El violín colgaba de una mano y el arco de la otra, huérfanos por mi atroz impotencia.

– ¿Adónde nos va a llevar todo esto, Gideon? -me preguntó-. ¿Qué demonios tiene esto que ver con tu instrumento? Dios sabe que intento cooperar, pero no me estás dando ninguna referencia.

– Referencia, ¿para qué?

– Para saber si estás haciendo progresos. ¿Cómo sabes que estás progresando?

Y no pude responderle, doctora Rose. Porque la verdad es lo que él teme y lo que a mí me horroriza: soy incapaz de saber si estoy mejorando, si la dirección que he tomado me conducirá de nuevo a la vida que una vez conocí y que tanto amaba.

– La noche que sucedió… yo me encontraba en mi habitación. Me he acordado de eso. He recordado los gritos y los enfermeros, más bien el ruido que no el hecho de verlos, y a Sarah-Jane escuchando tras la puerta, conmigo en la habitación, diciendo que, después de todo, no haría falta que se marchara. Lo que no recuerdo es que ella tuviera intenciones de marcharse antes de que sucediera… lo de Sonia… lo que le pasó a Sonia.

Veía cómo la mano derecha de papá se tensaba alrededor del mástil del Guarneri. Estaba claro que ésa no era la respuesta que había esperado al sacar el violín de la funda.

– Un violín como éste necesita ser tocado -sentenció-. También necesita que lo guardes como es debido. ¡Mira el arco, Gideon! ¡Mira en qué estado está! ¿Cuándo fue la última vez que guardaste un arco sin destensarlo? ¿Ya no piensas en esas cosas ahora que sólo te esfuerzas en recordar el pasado?

Pensé en el día que había intentado tocar, el día que Libby me oyó, el día que estuve seguro de lo que hasta entonces sólo había sido una premonición: que mi música había desaparecido, y para siempre.

– Nunca solías hacer ese tipo de cosas -protestó papá-. Jamás dejabas el instrumento en el suelo. Lo guardabas para protegerlo del frío y del calor. Nunca estaba cerca de un radiador y a menos de seis metros de distancia de una ventana abierta.

– Si Sarah-Jane tenía planeado marcharse antes de que sucediera todo, ¿por qué no se marchó? -le pregunté.

– No has limpiado las cuerdas desde el día de Wigmore Hall, ¿verdad? ¿Cuándo fue la última vez que no limpiaste las cuerdas después de un concierto, Gideon?

– No hubo ningún concierto. No toqué.

– Y no has tocado desde entonces. Ni siquiera se te ha ocurrido hacerlo. No has tenido el valor de…

– Cuéntame cosas de Sarah-Jane Beckett.

– ¡Maldita sea! Sarah-Jane Beckett no es el tema que nos ocupa.

– Entonces, ¿por qué no me respondes?

– Porque no hay nada que decir. Fue despedida. Sarah-Jane Beckett también fue despedida.

Jamás me hubiera imaginado esa respuesta. Pensaba que me diría que se había prometido, que había encontrado un empleo mejor o que sencillamente había decidido hacer un cambio en su carrera profesional. Pero que ella también fuera despedida junto con Katja Wolff… Ni siquiera había contemplado esa posibilidad.

– Teníamos que reducir gastos -apuntó papá-. No podíamos emplear a Sarah-Jane Beckett y a Raphael Robson, además de tener una niñera para Sonia. Por lo tanto, le dimos dos meses para que encontrara otra cosa.

– ¿Cuándo?

– Poco antes de averiguar que también teníamos que despedir a Katja Wolff.

– Así pues, cuando Sonia murió y Katja se marchó…

– No había ninguna necesidad de que Sarah-Jane también lo hiciera. -Se dio la vuelta y volvió a colocar el Guarneri en su funda.

Sus movimientos eran lentos; la escoliosis le hacía parecer un hombre de ochenta años.

– Entonces, Sarah-Jane podría haber… -dije.

– Cuando ahogaron a tu hermana, Gideon, ella se encontraba con Pitchford. Lo juró y Pitchford lo confirmó. -Papá se puso en pie después de cerrar la funda y se volvió hacia mí. Parecía agotado. Sentí cómo la angustia, la culpa y el dolor me consumían al ver que le estaba obligando a recordar unos hechos que había enterrado junto a mi hermana. Pero tenía que continuar. Tenía la sensación de que era la primera vez que estábamos haciendo progresos desde mi episodio en Wigmore Hall (y sí, estoy usando esa palabra a propósito, tal y como usted hizo, doctora Rose, un «episodio») y, por lo tanto, no podía echarme atrás.

– ¿Por qué no dijo nada? -le pregunté.

– Te acabo de decir que…

– No me refiero a Sarah-Jane Beckett, sino a Katja Wolff. Cresswell-White me contó que habló una sola vez con la policía y que no quiso hablar con nadie más. Sobre el crimen, quiero decir. Sobre Sonia.

– No puedo responder a esa pregunta. No sé la respuesta. No me importa. Y…-En ese instante cogió la partitura que había dejado en el atril el día que había intentado tocar y la cerró poco a poco, como si deseara poner fin a algo que ninguno de los dos quería nombrar-. No llego a entender por qué sigues empeñado en desenterrar el pasado. ¿No crees que Katja Wolff ya nos ha hecho suficiente daño?