Un poco más de sangre hubiera sido útil para la investigación que llevó a cabo la policía local. Me refiero, claro está, a la sangre de Yasmin, no a la de Roger. Tal y como fueron las cosas, lo único que tenía era la historia en sí: un tipo atractivo al que lo acaba de dejar la novia se siente atraído por una chica que está escondida del mundo. La convence para que salga de su escondite; ella le promete un fresco trago de olvido. Y si él usó un poco y bebió mucho, ¿por qué tenía que preocuparse? Al fin y al cabo, era un comportamiento que le era familiar. Fue el descenso a la pobreza y el dinero que le obligaba a ganar por las noches en los portales, en los coches aparcados, o apoyada en un árbol del parque con las piernas abiertas lo que ella no había estado dispuesta a aceptar de Roger Edwards.
«¡Márchate! ¡Márchate!», le había gritado. Y esas palabras y esos gritos fueron lo que después los vecinos recordaron.
«Cuéntenos la historia, señora Edwards -le había dicho la policía junto al cuerpo ensangrentado y completamente inerte de su marido-. Lo único que tiene que hacer es contarnos la historia y nosotros ya nos encargaremos de arreglarlo todo.»
El hecho de contar la historia a la policía le había supuesto cinco años de cárcel. Su idea de arreglarlo todo se había visto plasmada en cinco años de cárcel. Durante esos años no había podido estar con su hijo, había salido de la cárcel sin nada, y se había pasado los cinco años siguientes trabajando, planificando, suplicando, pidiendo dinero prestado e intentando recuperar el tiempo perdido. Así pues, Katja tenía razón y Yasmin lo sabía. Sólo una estúpida creería en lo que dijera un policía.
Pero no sólo tenía que luchar contra las palabras del policía con respecto a las ausencias de Katja: del trabajo, del piso y de todas partes. También estaba el asunto del coche. Y aunque no pudiera confiar en ese policía negro, el coche no le podía mentir.
– Se ha roto el faro del coche, Katja -le dijo-. El policía lo estuvo examinando ayer por la noche. Me preguntó cómo se había roto.
– ¿Me estás haciendo la misma pregunta?
– Supongo que sí. -Yasmin empezó a limpiar la vieja bañera vigorosamente, como si al hacerlo y justo de esa manera pudiera eliminar las zonas en las que la porcelana se había desconchado y dejaba entrever el revestimiento de metal-. Que yo recuerde, no he chocado contra nada. ¿Y tú?
– ¿Por qué quería saberlo? ¿Y a él qué le importa cómo se rompió el faro?
Katja había acabado de cepillarse los dientes y se inclinó hacia el espejo, observándose el rostro como siempre hacía, tal y como Yasmin había estado haciendo los primeros meses después de salir de la cárcel, con el fin de comprobar que realmente estaba allí, en esa habitación en particular, sin guardias, sin muros, sin cerraduras, con lo que le quedaba de vida e intentando no asustarse demasiado ante esa extensión, vacía y desestructurada, de tiempo.
Katja se lavó la cara y se la secó con una toalla. Se dio la vuelta, se apoyó en el lavabo y observó cómo Yasmin acababa de limpiar la bañera. Cuando Yasmin cerró los grifos, Katja habló de nuevo:
– ¿Por qué nos sigue la pista, Yas?
– Te la sigue a ti -replicó Yasmin-. No va a por mí, sino a por ti. ¿Cómo se rompió el faro?
– ¡Ni siquiera sabía que estaba roto! -protestó Katja-. No he mirado… Yas, ¿con qué frecuencia examinas la parte delantera del coche? ¿Sabías que estaba roto antes de que te lo indicara él? Quizá lleve muchas semanas roto. ¿Está roto del todo? ¿Siguen funcionando las luces? Lo más probable es que alguien chocara dando marcha atrás en el aparcamiento, o en la calle.
«Es verdad», pensó Yasmin. Pero ¿no había demasiada prisa, demasiada ansiedad en las palabras de Katja para creerlas? ¿Y por qué no le había preguntado de qué faro se trataba? ¿No era lógico que quisiera saber qué faro era?
– Podría haber sucedido mientras tú lo conducías, ya que ninguna de las dos sabía que estaba roto -añadió Katja.
– Sí -admitió Yasmin-. Ya entiendo.
– Entonces…
– Quería saber dónde estabas. Fue a tu trabajo e hizo preguntas sobre ti.
– Eso es lo que dice. Pero si en verdad habló con ellos, y si ellos le contestaron que había faltado cuatro días al trabajo, ¿por qué te lo contó a ti y no a mí? Me encontraba allí de pie, en la misma habitación que vosotros dos. ¿Por qué no me preguntó el motivo de mis ausencias? Piénsalo bien.
Yasmin lo hizo. Y cayó en la cuenta de que lo que Katja le estaba diciendo tenía cierta lógica. El agente no le había preguntado nada a Katja sobre los motivos que la habían obligado a faltar al trabajo, a pesar de que los tres se encontraban en la sala de estar. Se había limitado a contárselo a Yasmin, como si fueran viejos amigos que hacía tiempo que no se veían.
– Ya sabes lo que pretende -le advirtió Katja-. Quiere separarnos porque le será útil para sus propósitos. Y si consigue hacerlo, separarnos, me refiero, no creo que después se esfuerce mucho en intentar reconciliarnos de nuevo, aunque consiga lo que quiera… sea lo que sea que desee.
– Está investigando algo -contestó Yasmin-. O a alguien. Por lo tanto…-Respiró profunda y dolorosamente-. ¿Hay algo que no me hayas contado? ¿Me estás ocultando algo?
– Es así como funciona -contestó Katja-. Sucede exactamente lo que él quiere que suceda.
– Sin embargo, no estás respondiendo a mis preguntas, ¿no es verdad?
– Porque no tengo nada que decir. Porque no tengo nada que ocultar, ni a ti ni a nadie.
Le sostuvo la mirada. Su voz era firme. Tanto los ojos como la voz albergaban promesas. También le recordaron a Yasmin la relación que habían tenido, el consuelo que una había procurado y que la otra había aceptado, y lo que finalmente había surgido de ese consuelo para perpetuar su amistad. Pero en el corazón no había nada que no fuera indestructible. La experiencia se lo había enseñado a Yasmin Edwards.
– Katja, ¿qué pensarías si…?
– ¿Si qué?
– Si…
Katja se arrodilló en el suelo, entre la bañera y Yasmin. Suavemente, le acarició la curva de la oreja con los dedos.
– Esperaste cinco años a que saliera -afirmó-. No hay ningún si que valga, Yas.
Se besaron larga y tiernamente, y Yasmin no pensó nada de lo que había pensado en un principio: «¡Qué locura! Estoy besando a una mujer… Me está tocando… Le estoy permitiendo que me acaricie. Su boca está aquí, allí, me está besando en el preciso lugar donde quiero ser besada… Es una mujer y lo que está haciendo es… Sí, sí, lo deseo. Sí». Lo único que pensaba era lo agradable que era estar con ella, lo agradable que era sentirse segura y a salvo.
En la tienda de pelucas, volvió a poner los artículos de maquillaje dentro de la caja y tiró a la basura los rollos de cocina que había usado para limpiar los asientos en que las mujeres se habían sentado, una por una, para que las embelleciera. Sonrió al recordarlas mentalmente, sonrientes, riéndose como adolescentes, disfrutando la oportunidad de ser algo más de lo que habían elegido ser. A Yasmin Edwards le gustaba su trabajo. Cuando lo pensaba, se hacía cruces al ver que una temporada en la cárcel le había proporcionado un oficio útil, una compañera y una vida que amaba. Sabía que era muy extraño haber conseguido todo eso después de los problemas que había tenido.
La puerta se abrió a sus espaldas. Seguro que era Ashaki, la hija mayor de la señora Newland, que venía a recoger la peluca recién lavada de su madre.
Yasmin se volvió hacia la puerta con una sonrisa de bienvenida.
– ¿Podría hablar un momento con usted? -le preguntó el policía negro.
El comandante Ted Wiley fue la última persona de Henley-on-Thames a la que Lynley y Havers le mostraron la fotografía de Katja Wolff. No lo habían planeado así. En circunstancias normales habría sido el primero en verla porque, si tenían en cuenta que él les había dicho que era el mejor amigo de Eugenie Davies y que tenía la librería justo delante de Doll Cottage, era la persona que tenía más probabilidades de haber visto a Katja en Henley, si es que ésta había ido por allí. No obstante, a su llegada a Friday Street, se habían encontrado con que la librería estaba cerrada y con un cartel que rezaba: VOLVERÉ ENSEGUIDA, y que decía la hora en la que el comandante tenía previsto volver. Así pues, se dedicaron a enseñar la fotografía por las otras tiendas de la calle, pero sin éxito.