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Van las hormigas a la miel, al azúcar derramada, al maná que viene del cielo, cuántas serán, al menos veinte mil, todas vueltas del mismo lado, como ciertas aves marinas que a centenares se reúnen en las playas para adorar al sol, es igual que el viento les dé en la cola, que les levante las plumas, lo que les importa es seguir el ojo viajero del cielo, y, en carreritas cortas, van pasando unas delante de las otras hasta que se acaba la playa y el sol se esconde, mañana volveremos a este mismo lugar, si no nosotras, serán nuestros hijos quienes vengan. De los veinte mil, casi todos son hombres, las escasas mujeres se quedan en la periferia de la congregación, no tanto por costumbre de separar los sexos en la misa, sino porque, perdiéndose ellas entre la multitud, vivas, sí, tal vez salgan, pero violadas, como hoy diríamos, que no tentarás al Señor tu Dios, y, si lo tentares, no vengas luego aquejarte de que quedaste preñada.

Ya se ha dicho que es esto una misa. Entre la obra y la Isla de Madeira hay un espacio amplio, pisado por el ir y venir de los obreros, surcado por las rodadas de los carros que vienen y van, afortunadamente está ahora seco, es la virtud de la primavera cuando empieza a acercarse a los brazos del verano, dentro de poco los hombres podrán arrodillarse sin temer demasiado por las rodilleras de los calzones, aunque no sea ésta una gente extremada en la limpieza, se lava con el propio sudor. En una eminencia al fondo hay una capillita de madera, si creen los asistentes que hay milagro capaz de meterlos a todos allí dentro, se engañan de medio a medio, más fácil fue multiplicar los panes y los peces o que cupieran dos mil voluntades en un frasco de vidrio, eso no es ningún milagro, sino la cosa más natural del mundo, lo que falta es querer. Entonces rechinan los cabrestantes, con este ruido, o semejante, se abren las puertas del cielo y del infierno, cada cual de su correspondiente calidad, de cristal las de la casa de Dios, de bronce las de la casa de Satán, se nota pronto por la diferencia de los ecos, pero el ruido aquí es sólo el del roce de las maderas, se alza lentamente el frontis de la capilla, se va levantando hasta transformar la pared en alpende, al tiempo que se abren las partes laterales, es como si manos invisibles estuvieran abriendo un sagrario, la primera vez que ocurrió esto aún no había tanta gente trabajando en la obra, pero fueron al menos cinco mil personas las que dijeron Ah, siempre ha de haber una novedad que asombre a la gente, luego se van acostumbrando, se abrió al fin la capilla de par en par, mostrando allá dentro al celebrante y el altar, será ésta una misa como otra cualquiera, parece imposible, pero toda esta gente ha olvidado ya que un día Mafra fue sobrevolada por el Espíritu Santo, diferentes son las misas que preceden a las batallas campales, cuando se cuenten y entierren los muertos quién sabe si no estaré yo entre ellos, aprovechemos bien el santo sacrificio, salvo si el enemigo ataca antes, o porque ha ido a misa más temprano o porque es de una religión que la dispensa.

Desde su púlpito de madera predicó el celebrante al mar de gente, si el mar fuera de peces, qué hermoso sermón se hubiera podido repetir aquí, con su doctrina muy clara, muy sana, pero, no siendo peces, fue la predicación como merecían los hombres, y sólo la oyeron los fieles que más cerca estaban. Sin embargo, si es cierto que el hábito no hace al monje, lo hace sin duda la fe, cuando los que asisten a la misa oyen hielo, ya saben que el predicador ha dicho cielo, si eterno infierno, si visto Cristo, si dos Dios, y si nada más oye, palabra o eco, es que se acabó el sermón y ya podemos irnos. Es sorprendente que haya acabado la misa y no se hayan quedado muertos allí mismo, no los ha matado ni el sol cuando dio de lleno en la custodia, destelleante, cuánto han cambiado los tiempos, ya hace mucho que estando una vez los betsamitas en el campo segando sus trigos, levantaron por casualidad los ojos del trabajo, y vieron que venía el Arca de la Alianza de la tierra de los filisteos, y esto fue lo que bastó para que cayeran allí redondos cincuenta mil setenta, ahora miraron veinte mil, estabas allí, no me di cuenta. Es ésta una religión de grandes holganzas, mayormente cuando están reunidos tantos fieles, dónde se iba a encontrar tiempo e instalaciones para que confesaran todos o comulgaran todos, van a andar entre tanto por ahí, a lo que salga, bostezando, peleándose, tentándole las carnes a una mujer tras un vallado o en lugares de más bellaquería, hasta mañana, que es de nuevo día laboral.

Baltasar atraviesa la explanada, hay hombres que organizan inocentes partidas de tejo, y otros juegos que el rey prohíbe, como el cara y cruz, si aparece por ahí el corregidor no van a librarse éstos del potro. Esperan a Baltasar, en el sitio acordado, Blimunda e Inés Antonia, y por allí aparecerán también, si es que no están ya, Álvaro Diego y su hijo. Bajan todos juntos al valle, en casa los espera el viejo João Francisco, que apenas puede mover las piernas, se contenta con la misa discreta que el párroco dice en la iglesia de San Andrés, asiste toda la casa del vizconde, precisamente por eso son los sermones menos aterradores, aunque tengan la desventaja de que hay que oírlos enteros porque se nota de inmediato la distracción de quienes oyen, faltas de atención naturales, por otra parte, cuando los años son muchos o mucho han fatigado. Acaban de comer, Álvaro Diego duerme la siesta, el hijo va a cazar pájaros con otros de su edad, las mujeres remiendan y repasan la ropa discretamente, porque ésta es fiesta de guardar y Dios no quiere que se trabaje, no obstante, si no se remienda hoy este desgarrón, mañana será mayor, y si es verdad que Dios castiga sin piedra ni palo, verdad es también que remendar es trabajo sólo de aguja e hilo, aunque no sea mucha mi maña, y no es extraño, que cuando Adán y Eva fueron creados tanto sabía uno como otro, y cuando los expulsaron del paraíso, no consta que hubieran recibido del arcángel una lista con los trabajos de hombre y los trabajos de mujer, a ésta sólo se le dijo, Parirás con dolor, pero hasta esto se acabará un día. Baltasar deja en casa el espigón y el gancho, va con el muñón a la fresca, quiere ver si vuelve a sentir aquel confortante dolor en la mano, ahora cada vez más raro, y aquella comezón en la parte interna del pulgar, la sensación voluptuosa de rascarlo con la uña del índice, y que no le digan que todo esto sólo ocurre en su cabeza, porque él responderá que en la cabeza no tiene dedos, Pero tú, Baltasar, no tienes ya la mano, De eso nadie puede estar seguro, para qué discutir con gente así, que es capaz de negar hasta la propia realidad.

Es sabido que Baltasar va a beber, pero no se embriagará. Bebe desde que supo de la muerte del padre Bartolomeu Lourenço, triste muerte, fue una conmoción muy grande, como un terremoto profundo que le hubiera rasgado los cimientos, dejando fuera, en la superficie, las paredes aplomadas. Bebe porque constantemente recuerda la passarola, allá en la sierra del Barregudo, en una ladera del Monte Junto, quién sabe si la habrán encontrado ya los contrabandistas o los pastores, y sólo de pensarlo sufre como si estuvieran torturándolo en el potro. Pero, bebiendo, llega siempre un momento en que siente en su hombro la mano de Blimunda, no precisa nada más, está Blimunda tranquila en casa, Baltasar coge la jarra del vino, cree que va a beberlo como bebió los otros, pero la mano le toca el hombro, y una voz le dice, Baltasar, y la jarra vuelve a la mesa intacta, los amigos saben que ese día no va a beber más. Se quedará callado, escuchando sólo, mientras el sopor del vino se desvanece lentamente y las palabras de los otros vuelven a tener sentido aunque sea el de la misma y repetida historia, Me llamo Francisco Marques, nací en Cheleiros, aquí, cerca de Mafra, a unas dos leguas, tengo mujer y tres hijos pequeños, toda mi vida la he pasado trabajando a jornal, y, como no veía modo de salir de la miseria, decidí venir a trabajar para el convento, que fue un fraile de allá, de mi tierra, quien me dijo que viniera, eso por lo que oí decir, que yo entonces era un chiquillo, más o menos como tu sobrino ahora, pero la verdad es que no tengo motivos de queja, Cheleiros no está lejos, de vez en cuando le doy un poco de movimiento a las piernas, las dos que andan y la de en medio, el resultado es que la mujer está preñada otra vez, el dinero que ahorro allá se queda, pero los pobres tenemos que comprarlo todo, no nos viene nada de la India o de Brasil, ni tenemos empleos ni encomiendas en palacio, qué puedo hacer con los doscientos reales de jornal, tengo que pagar lo que como aquí y la jarra de vino que me bebo, la buena vida es para los dueños de las posadas, y si es verdad que vinieron obligados de Lisboa muchos de ellos, yo por necesidad vivo y necesitado sigo, Mi nombre es José Pequeno, no tengo padre ni madre, ni mujer que sea mía, ni siquiera sé si éste es mi verdadero nombre o si tuve otro antes, aparecí en una aldea junto a Torres Vedras y el párroco me bautizó, José es mi nombre de pila, lo de Pequeno me lo pusieron después, porque no crecí mucho, con esta chepa a cuestas ninguna mujer me quiso para vivir, y todas me piden más por ponerme encima de ellas, no tengo otra compensación, ven aquí, y ahora, vete, cuando sea viejo ya ni para eso sirvo, si vine a Mafra es porque me gusta trabajar con los bueyes, los bueyes andan prestados en este mundo, como yo, no somos de acá, Me llamo Joaquim da Rocha, nací en el término de Pombal, y allá está la familia, sólo mujer, hijos tuve cuatro, pero todos murieron antes de cumplir diez años, dos de la viruela, los otros no sé de qué, con la sangre chupada, tenía allá una tierra en aparcería, pero no daba para comer, entonces le dije a la mujer, me voy a Mafra, es trabajo seguro y por muchos años, mientras dure, duró, ahora hace ya seis meses que no voy por casa, y puede que no vuelva más, mujeres no faltan, y la mía debía de ser de mala raza para parir así cuatro hijos y dejarlos morir a todos, Me llamo Manuel Milho, vengo de la parte de Santarem, un día pasaron por allá los oficiales del corregidor con un pregón de que había buen jornal en estas obras de Magra, y aquí me vine, con algunos más, dos de los que vinieron conmigo se quedaron en aquel derrumbe de tierras que hubo el año pasado, no me gusta esto, y no porque hayan muerto dos paisanos, que el hombre no puede elegir dónde ha de morir, salvo si es él quien elige su propia muerte, sino porque echo en falta el río de mi tierra, bien sé que agua la hay en el mar de sobra, se ve desde aquí, pero a ver qué puede hacer un hombre en esa inmensidad, siempre las olas batiendo contra las piedras, siempre contra la arena, mientras que el río corre entre sus márgenes, es como una procesión penitente, él arrastrándose, y nosotros de pie, mirando, somos como los fresnos y los chopos, y cuando uno quiere ver cómo está su cara, si ha envejecido mucho, el agua es el espejo que pasa y está parado, y nosotros también estamos parados y vamos pasando, de dónde me vienen estas cosas a la cabeza, yo no sé decirlo, Mi nombre es João Anes, vine de Porto y soy tonelero, también para construir un convento se precisan toneleros, quién iba si no a concertar las duelas y a hacer cubas y tinas, si un albañil está en el andamio y le hacen llegar el cubo de la masa, tiene que mojar las piedras con la escobilla para que agarren bien, la que ya está y la que va a asentarse, y para eso tiene que tener el balde, y dónde van a beber los animales, pues beben en las tinas, y quién hace las tinas, pues los toneleros, no es por alabanza pero no hay oficio como el mío, hasta Dios fue tonelero, mirad esa gran tina que es el mar, si la obra no fuera perfecta, si las duelas no estuvieran bien ajustadas, entraría el mar tierra adentro y ya teníamos otro diluvio encima, sobre mi vida no tengo mucho que decir, dejé a la familia en Porto, y allá se las van arreglando, hace dos años que no veo a mi mujer, a veces sueño que estoy acostado con ella, pero si soy yo, no tengo mi cara, al día siguiente no adelanto en el trabajo, me gustaría verme completo en el sueño, en vez de aquella cara sin boca, sin ojos y sin nariz, qué cara estará mi mujer viendo ahora, no sé, pero me gustaría que fuera la mía, Mi nombre es Julián Maltiempo, soy del Alentejo y he venido a trabajar a Mafra por causa de las grandes hambres que hay en mi provincia, ni sé cómo queda allí nadie vivo, si no fuera porque nos hemos acostumbrado a comer hierbas y bellotas ya habría muerto todo el mundo, es una pena ver una tierra tan grande, eso sólo puede saberlo quien haya pasado por allí, y no hay más que un erial, pocas son las tierras trabajadas y sembradas, el resto sólo matojos y soledad, y es un país de guerras, con los españoles entrando y saliendo como de cacería, ahora está en paz todo aquello, a ver por cuánto tiempo, que los reyes y los hidalgos cuando no andan corriéndonos y matándonos a nosotros corren y matan la caza, por eso ay del pobre a quien cojan con un conejo en el saco, aunque lo haya encontrado ya muerto en el monte de enfermedad o de vejez, lo menos que le puede suceder es una docena de zurriagazos en las costillas, para que aprenda que Dios hizo los conejos para diversión y hartazgo de señores, y aún valdrían la pena los zurriagazos si pudiéramos quedarnos con la caza, si me vine a Mafra fue porque el párroco del pueblo predicaba en la iglesia que quien viniera a trabajar para el rey sería criado suyo, bueno, no exactamente, pero como si lo fuera, y que los criados del rey, decía el cura, no sufren privaciones de boca y andan siempre con las carnes tapadas, aún mejor que en el paraíso, porque si es cierto que Adán, no teniendo quien le disputara la pitanza, comía a su gusto y conforme a apetito, ya de vestidos andaba peor, al fin resultó que todo era mentira, no hablo del paraíso, que no soy de aquel tiempo, pero de Mafra sí, que si no muero de hambre es porque gasto cuanto gano, roto ando como andaba, y, en cuanto a ser criado del rey, aún espero no morir sin ver la cara de mi amo, a no ser que me muera de estar tanto tiempo lejos de la familia, un hombre, si tiene hijos, también se alimenta de verles la cara, ojalá se alimentaran ellos de ver la nuestra, es el destino, acabamos la vida mirándonos los unos a los otros, quién eres tú, qué has venido a hacer aquí, quién soy yo y qué hago, ya pregunté y no obtuve respuesta, no, ningún hijo mío tiene los ojos azules, pero tengo la seguridad de que todos son míos, esto de los ojos azules es cosa que aparece de vez en cuando en la familia, ya mi abuela los tenía así, Mi nombre es Baltasar Mateus, todos me conocen por Sietesoles, José Pequeno sabe por qué le llaman así, pero yo no sé desde cuándo y por qué nos metieron los siete soles en casa, si fuésemos siete veces más antiguos que el único sol que nos alumbra, entonces deberíamos ser