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Santiago Roncagliolo

Memorias De Una Dama

© 2009, Santiago Roncagliolo

A N,

que me regaló la mejor

de sus historias;

a Fietta Jarque,

que me enseñó a contarla;

a María Luisa, Katie, Esperanza

y toda mi familia española,

que nunca me permitieron

sentirme extranjero.

1.

Conocí a Diana Minetti en su residencia de la avenida Roosevelt, a pocos metros de los Campos Elíseos. Vivía entre las galerías de arte más exclusivas, cerca del palacio presidencial, y desde la terraza de su dúplex se dominaba toda la ciudad, de Montmartre a La Défense. La servidumbre de su casa bastaba para atender un ministerio: un ama de llaves irlandesa, una mucama portuguesa, un mayordomo marroquí y un chef francés, igual que la secretaria. Entré en la casa por la puerta de servicio y atravesé una ajetreada cocina en la que parecía prepararse un lanzamiento espacial. Luego recorrí un largo pasillo de espejos y desemboqué en el salón, donde el mayordomo me indicó que me sentase. Del altísimo techo colgaba una araña de cristal sobre varios sillones Voltaire y tapices del siglo xix. Afuera, en un largo balcón, la torre Eiffel se regalaba a la vista. Un café con leche se materializó ante mí como por arte de magia. Sobre la mesita del salón descansaba una pitillera de plata rebosante de Marlboros light. Robé uno y me senté a esperar.

Por el teléfono, Madame Minetti me había dado la impresión de ser una anciana venerable, más bien débil. Supuse que sería algo egocéntrica, a juzgar por el tipo de trabajo que requería. Pero, en cualquier caso, su llamada había caído del cielo.

Por entonces, a mediados del año 2001, yo acababa de terminar de estudiar en España y no sabía qué hacer con mi vida. Me había graduado en el peor máster de guión de cine del mundo hispano por sólo tres mil quinientos dólares más gastos de subsistencia. La publicidad de la escuela ofrecía promover los guiones de fin de carrera, poro ni siquiera se tomaron la molestia de leer el mío. Me mandaron una carta sin firma: está muy bonito su guión, no tenemos nada que criticar. Ahora, búsquese la vida. Genial, muchas gracias, conchatumadre.

Estudiar en España, de todos modos, era una excusa. Yo quería ser escritor. Es trillado, sí. Pero era cierto. Desde mi infancia, cada vez que me gustaba un escritor, la solapa de su libro informaba que residía en España (o en París, pero eso quedaba fuera de mis posibilidades económicas). En mi imaginación, antes de llegar, Madrid era una especie de Hollywood literario donde los editores se arrastraban detrás de los escritores latinoamericanos suplicándoles para publicarlos y premiarlos con la fama y la fortuna.

La realidad era un poco distinta. Yo no era un escritor latinoamericano. Yo era un «sudaca». Y me permitiría agregar «de mierda». No tenía trabajo, porque no tenía papeles. No tenía papeles, porque no tenía oferta de trabajo. Seguía viviendo de los ahorros cada vez más escasos que había traído del Perú. En España había vendido varios guiones, pero el productor no me los pagaría hasta ver mi permiso de residencia. Era ilegal pagarme.

Afortunadamente, tenía pocos gastos. Vivía en un apartamento que una tía abuela española me alquilaba a precio de casi nada durante mis estudios. Mi tía abuela Puri se había casado a los setenta y dos años con un veterano nacional que había perdido una pierna en la Guerra Civil, y ya no recordaba bien los nombres de la gente. Mi tía tenía un piso en la exclusiva calle Lagasca, pero se negaba a alquilarlo porque, cuando el Veterano muriese, no quería quedarse sola ni un segundo en casa de él. Así que, mientras tanto, el piso servía como albergue para familiares en dificultades. Había cobijado a la tía Elena durante su crisis alcohólica y al primo Manolo cuando su padre lo echó de casa tras descubrir su homosexualidad.

Yo era el tercer inquilino, el primero de la familia de ultramar, y la casa estaba igual como la dejó tía Puri, decorada para señoras. Aunque sin duda yo era el vecino más miserable de la calle Lagasca, mi vida transcurría entre la platería, los adornos de porcelana y las escenas de caza de las paredes. En el salón colgaba un enorme retrato en uniforme diplomático de mi bisabuelo, que, por lo visto, era igualito a Franco, lo que no ayudaba en nada a mejorar mi vida social. En mi dormitorio había un crucifijo, una Biblia, un cuadro de la Virgen y una figura del Corazón de Jesús. Desde la primera noche que pasamos juntos, Paula había quitado todos esos adornos para reducir el riesgo de crisis de impotencia, pero yo a veces los volvía a colocar para pedirles que mi tío el Veterano gozase de la mejor de las saludes, al menos hasta que yo consiguiese trabajo. De vez en cuando, hasta le comentaba al crucifijo que había dejado mi trabajo en un ministerio y mi país para ser escritor en España, a ver si se apiadaba y me conseguía un premio literario. Pero, por el momento, básicamente me conformaba con un puesto de camarero. Hasta que una mañana, cuando todo parecía perdido, el crucifijo me escuchó. Y Madame Minetti llegó a mi vida.

En realidad, el contacto con Madame Minetti no venía del crucifijo sino de mi abuela en Lima, porque las buenas familias se conocen en todos los países. En algún cóctel de alcurnia en el Perú, mi abuela había conocido a Madame Minetti, una dominicana que estaba de paso y que, entre elogios a la calidad de las cortinas y referencias a las virtudes de los canapés, comentó que quería escribir sus memorias, pero nunca había escrito -ni había hecho ninguna otra cosa, por cierto-, y necesitaba alguien que la ayudase con el trabajo. En el argot de la profesión, lo que ella quería se llama «negro», pero Madame era muy fina. Jamás habría dicho que necesitaba un negro.

Como Diana Minetti vivía en París, mi abuela mencionó que tenía un nieto escritor no muy lejos, en Madrid. Me extraña que Madame nunca haya sabido que si algo sobra en París más que los quesos de cabra son los escritores latinoamericanos muertos de hambre. Afortunadamente, no tenía la menor idea, o consideraba que ninguno era digno de contar su vida. El caso es que mi abuela me comentó por teléfono su encuentro en febrero. Dijo que era una posibilidad de trabajo, pero no sabía si me interesaría.

– Es una señora demasiado estirada -me dijo-, no sé si sea tu estilo.

– Abuela, por dinero, yo también puedo ser una señora estirada -respondí.

Después pasaron meses sin que yo supiese nada. Pensé que habrían escogido a algún otro. Seguí buscando trabajo sin éxito y, para colmo de problemas, me enamoré, con total falta de tino, de otra extranjera: Paulinha do Brasil, meu amor, minha coisa linda, lo único bueno que me había ocurrido fuera de las fronteras nacionales del Perú.

Paula había estudiado conmigo y era rabiosamente izquierdista. Llevaba una insignia del Che Guevara en la mochila y siempre hablaba de los problemas sociales de su país. Hasta entonces, a mí la política me parecía el tema más irrelevante del mundo después de la reproducción de las tortugas en Oceanía. Había sido empleado público durante un gobierno más o menos dictatorial en Perú, y lo único que recuerdo es que las manifestaciones contra el presidente siempre obstruían el camino a los buenos restaurantes del centro de Lima. Pero lo que no consiguió la protesta callejera, lo consiguieron las caderas de Paula. Durante nuestro primer beso, admití que en mi país había una clase social privilegiada injustamente. Y al día siguiente, durante nuestra primera encamada, minutos después del secuestro y ocultamiento del Corazón de Jesús, declaré a gritos que yo formaba parte del selecto grupo de los más podridos representantes de la oligarquía que saqueaba a mi país. O algo así.