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Supongo que todo eso era verdad. Pero mi problema en España era exactamente el contrario. Y con sus ideas, Paula no era de gran ayuda. Una vez, conocimos en un bar a un productor de cine importante. Echando mano de mis mejores habilidades sociales, logré entablar conversación con él, le conté chistes, le caí bien, disparé todo mi repertorio de bromas-de-tipo-con-talento, mientras Paula mantenía un conveniente silencio. Pero luego comenzamos a hablar de política. No recuerdo en qué momento perdí el control de la conversación. Se sucedieron nombres: Blair, Bush, Sadam, Hitler, dándome vueltas en la cabeza mientras yo me preguntaba por qué no estábamos hablando de mis fabulosas ideas y de la fabulosa cuenta bancaria del productor. Hasta que tronó la voz de Paula:

– No acepto que alguien me diga que el control de la inmigración es «democrático». ¿Democrático para quién?

Y yo:

– Ja, ja, ¡Paula es tan divertida! ¿No?

– Claro, ahora que ya son ricos, cierran las puertas, ¿no? ¿Y a la mano de obra barata también le cierran las puertas? ¿Ah? ¡Qué democrático!

Y yo:

– Paula, cariño, cuéntanos esa divertida anécdota de…

– ¡Es usted un oligarca de mierda!

Nunca conseguí trabajar con ese productor. Pero lo peor es que, al final, ella siempre ganaba las discusiones. Me convirtió en un rojo furioso. Bueno, en un aspirante a rojo. En un rosa democrático con problemas de pronunciación en ciertas consignas. Y nos mudamos juntos a la semana de empezar a salir. Su historia se parecía a la mía. Ella era una guionista talentosa con una beca a punto de acabar. No quería volver a Brasil, donde había sido publicista. Ganaba bien, pero odiaba la publicidad. Madrid era nuestra única posibilidad de seguir juntos.

Al final del año lectivo, en julio, a la generación de inmigrantes high class que había llegado a estudiar conmigo le tocó decidir su futuro. En Madrid, los peruanos de clase alta se dividen en dos estratos: el primero es el de los estoicos, que viven mucho peor que en Lima pero insisten en quedarse aunque tengan que trabajar cargando cajas después de hacer un doctorado en Derecho. Los estoicos atraviesan largos periodos de ilegalidad y frecuentemente invierten toda su juventud con el objetivo de no vivir en el Perú, hasta que logran colarse al permiso de trabajo por algún vacío legal tras años de esfuerzo e insistencia.

La otra categoría es la de los pitucos de rancio abolengo, que viven igual o mejor que en Lima porque gozan de subvención paterna y pasaporte europeo. Ésos también quieren quedarse, pero normalmente no necesitan cargar cajas ni hacer nada que no les guste. Suelen decirte cosas como:

– ¿No tienes pasaporte europeo? ¡Sácalo! ¡Es una comodidad!

Como si fuera la tarjeta de descuento de una tienda de ropa.

Querer un pasaporte extranjero forma parte de la identidad nacional. Tenerlo es un privilegio de casta. Yo casi tuve uno. Pero la españolidad de mi abuela materna no me alcanzó legalmente. Por su parte, mi familia paterna lleva generaciones jurando que algún día seremos italianos y buscando partidas de bautismo en pequeños pueblos de un balneario de la Liguria. Una de mis tías ha llegado a descubrir por Internet a nuestros primos en duodenonagésimo grado, un herrero de Nápoles y un reo por asesinato de Milán. Pero los «primos» no han podido ayudar mucho. Parece que la iglesia en que nació mi abuelo se quemó durante alguna guerra mundial. De todos modos, mi tía les escribe mails contándoles la vida y milagros de su familia en un país que quizá ni sepan que existe.

A veces pienso que tengo demasiadas tías.

Y no tengo un pasaporte extranjero.

Quizá hasta sea mejor así, porque evito formar parte de un club muy impopular. Los inmigrantes de rancio abolengo normalmente son gente relajada y sonriente con inclinaciones artísticas, pero aun así, todos los demás los odiamos.

Existe una última categoría de inmigrantes higb class formada por los que han ganado dinero en el Perú con sus propias manos y son conscientes de que nunca harán tanto en España, ni tendrán servicio doméstico, ni apartamento con vista al mar ni poder de decisión en una empresa grande a los veintiséis años. Ésos, por lo común, abandonan Europa a la primera ocasión y pasan el resto de su vida visitándola cada verano. Por regla general, nunca viajan a otro sitio. Los gringos les parecen vulgares, aunque aprecian Nueva York. A finales de julio de 2001, yo pensaba que pertenecía a esa categoría, la de los que se regresan, con la diferencia de que en el Perú tampoco tendría ingresos para los viajes de verano.

Pero el problema real no era el dinero, sino la autoestima. Lima era en esos años una ciudad deprimida, donde cualquier ilusión corría el riesgo de ser detectada y aniquilada a la menor señal de vida. Y la prosperidad no cambiaba eso. Los pocos amigos con que aún me escribía eran socios menores en estudios de abogados, periodistas de televisión, guionistas de productoras transnacionales. Tenían autos y casas, algunos hasta esposas y putas y eso. Pero se quejaban igual. Todo les parecía horrible en Lima. Si les escribía que pensaba regresar, nadie me decía:

– Qué bueno, hermano, nos tomaremos unas cervezas.

Sino:

– ¡Noooooo! ¿Estás loco? ¡Esto es una mierda! ¡Quédate en España!

No era muy alentador. Algunos sugerían que antes de volver publicase un par de libros en España. Yo no tenía corazón para confesar que el único editor con quien había podido hablar me había rechazado dos libros en una sola mañana. En Lima, todo el mundo creía que cualquier otro país era mejor para vivir. Que arrojabas tus novelas en los escritorios de los editores y ellos gritaban de contento, te publicaban, te daban premios, y a lo mejor podías ser hasta candidato a la presidencia. Regresar al Perú sin libro ni premio ni candidatura era sinónimo de fracaso.

Lo mejor quizá era admitir de una vez que yo era un fracasado y volver a vivir con un sueldo, como la gente normal. Nunca había pensado que sería fácil ser escritor. Pero, en el Perú, al menos podía tener un trabajo de nueve a cinco y escribir por las noches. Cortázar empezó a escribir a los treinta y tantos, ¿no? Y Saramago cuando ya tenía más de cincuenta años. A lo mejor no todo estaba perdido y aún podía volver con el cartelito de «máster en Europa», total, nadie sabía que ese famoso máster era como un capítulo de un año de Plaza Sésamo. Regresaría a mi trabajo de empleado público y con el tiempo podría publicar algo. Ya todas las editoriales del país me habían rechazado, pero quizá aceptarían algún otro libro más adelante. Y quizá no. Ahora, además, estaba el tema de Paula. En último caso, podía terminar viviendo en Brasil.

Todas esas cosas me quitaban el sueño hasta la mañana en que me despertó una llamada telefónica, y en el túnel de mi vida se encendió una luz, al principio sólo una lamparita de minero explotado, pero después un verdadero boquete con vista al soclass="underline"

– Mi nombre es Diana Minetti. Quizá le hayan hablado de mí.

Ni reconocí el nombre ni tenía el cerebro despierto. Era muy temprano, como las once.

– Necesito alguien que escriba mis memorias. Me han hablado de usted.

Salté de la cama tan rápido que asusté al gato. Puse voz de llevar horas despierto, Paula dice que eso se me da bien. Mentir.

– Ah, sí. Lo siento, es que tengo tantos pedidos de trabajo que a veces me confundo. Sólo acláreme un detalle, ¿es usted la dama de Mónaco o la de París?

Paula tiene razón. Si me contestas el teléfono y me das cinco minutos, terminaré convenciéndote de que soy Bill Gates.

Madame Minetti me pidió que fuese a visitarla para ver si llegábamos a un acuerdo. Pensé que estaba loca. No tenía dinero ni para un picnic, menos lo tendría para ir a París. Pero ella tenía una agente de viajes en Miami que se ocuparía de todo. Se pondría en contacto conmigo y me enviarían el billete.

– ¿Quiere usted venir en tren o prefiere un pasaje aéreo? -preguntó Diana.