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TRISTIA

I've mastered the great craft of separation amidst the bare unbrained pleas of nigbt, those lingerings while oxen cbew their radon, the watcbful town's last eyelid's shutting tight. And I reveré that midnight rooster's descant when shouldering the wayfarer'i sack of wrong eyes stained with tears were peering at the distance and women's wailings were the Muses' song.
Who is to tell when heanng «separation» what kind of parting this may resánate, foreshadowed hy a rooster's exclamation as canales twist the temple's colonnade; why at the dawn of some new Ufe, new era when oxen chew their ration in the stall that wakeful rooster, a new life's towncner, flaps its torn wings atop the city wall.
And I adore the worsted yarn's behavior: the shuttle bustles and the spindle hums; look how young Delia, barefooted, braver than down of swans, glides straight into your arms! Oh, our Ufe 's lamentable coarse fabric, how poor the language of our joy indeed. What happened once, becomes a. worn-out matnx. Yet, recognition is intensely sweet!
So be it thus: a small translucent figure spreads like a squirrel pelt across a clean clay píate; a girl bends over it, her eager gaze scrutinizes what the wax may mean. To ponder Erebus, that's not for our acumen. To women, wax is as to men steel's shine. Our lot is drawn only in war; to women it's given to meet death while they divine.1

(Traducido al inglés por Joseph Brodsky)

1. «He dominado el gran arte de la separación / entre las desnudas y destrenzadas súplicas nocturnas, / persistentes mientras los bueyes mascan su ración, / y el último párpado de la ciudad desvelada se cierra hermético. / Y reverencio el canto del gallo en mitad de la noche / cuando llevaba en hombros el caminante el saco de erróneos / ojos manchados de lágrimas que miraban fijos a distancia / y los lamentos de las mujeres eran la canción de las Musas. / Quién puede decir al oír «separación» / qué desprendimiento puede significar / anunciado por el grito de un gallo / como los cirios tuercen la columnata del templo; por qué en el alba de una nueva vida, una nueva era / cuando los bueyes mascan su ración en el establo / aquel gallo insomne, pregonero de una nueva vida, / agita sus alas rotas sobre los muros de la ciudad. / Y adoro el proceder de la hebra de estambre: / la lanzadera va y viene y el huso zumba. / mira la joven Delia, descalza, más espléndida / que el plumón del cisne, corre a deslizarse en tus brazos. / Oh, la lamentable y burda tela de nuestra vida, / qué pobre es la lengua de nuestra alegría. / Lo que ocurrió una vez se transforma en matriz gastada. / ¡Pero el reconocimiento es intensamente dulce! / Que sea así, pues: una figurilla translúcida / se despliega como la piel de una ardilla sobre una limpia bandeja de greda; / una muchacha se inclina sobre ella, su ávida / mirada escudriña qué puede significar la cera. / ¡Meditar sobre Erebo no es para nuestro ingenio! / Para las mujeres, la cera es lo que a los hombres el brillo del acero. / Lo nuestro sólo es desenvainado en tiempo de guerra; las mujeres / lo reciben para encontrar a la muerte mientras hacen presagios.»

Más adelante, en los años treinta, durante el período conocido con el nombre de Voronezh, cuando todas esas cuestiones -incluida Roma y la Cristiandad- debían ceder el paso a la «cuestión» del horror existencial desnudo y de una aterradora aceleración espiritual, la pauta de la interacción, de la interdependencia de aquellos dos reinos todavía se hace más obvia y más densa.

No es que Mandelstam fuera un poeta «civilizado», sino más bien que era un poeta de la civilización y para la civilización. En cierta ocasión, al serle preguntado que definiera el acmeísmo -movimiento literario al que pertenecía-, respondió: «nostalgia de una cultura mundial». Ese concepto de una cultura mundial es marcadamente ruso. Debido a su situación (ni Oriente ni Occidente) y a lo imperfecto de su historia, Rusia ha padecido siempre una sensación de inferioridad cultural, por lo menos en relación con Occidente. De esa inferioridad surgió el ideal de una cierta unidad cultural y una posterior voracidad intelectual frente a todo lo que procediera de aquella dirección. En cierto sentido, es una versión rusa del helenismo y, en este sentido, la observación de Mandelstam con respecto a la «palidez helenista» de Pushkin no es ociosa.

El mediastino de este helenismo ruso fue San Petersburgo. Tal vez el mejor emblema de la actitud de Mandelstam frente a esa llamada cultura mundial podría ser aquel pórtico estrictamente clásico del Almirantazgo de San Petersburgo decorado con relieves de ángeles con sus trompetas y coronado por una aguja dorada con la silueta de un velero en su extremo. Para entender mejor su poesía, el lector extranjero quizá debería tener presente que Mandelstam era judío y que vivía en la capital de la Rusia Imperial, cuya religión dominante era la ortodoxa, cuya estructura política era esencialmente bizantina y cuyo alfabeto fue concebido por dos monjes griegos. Hablando desde el punto de vista histórico, donde se dejaba sentir con más fuerza esta mezcla orgánica era en San Petersburgo, que se convirtió en hornacina escatológica de Mandelstam, «tan familiar como las lágrimas», para el resto de su no muy larga vida.

Pero lo suficientemente larga para inmortalizar ese lugar y, si su poesía ha sido calificada a veces de «petersburguiana», existe más de una razón para considerar esa definición exacta y elogiosa. Exacta porque, aparte de ser la capital administrativa del imperio, San Petersburgo era también el centro espiritual del mismo y, a principios de siglo, allí confluían los ramales de aquella corriente, de la misma manera que confluyen en los poemas de Mandelstam. Elogiosa porque tanto el poeta como la ciudad se aprovecharon, en cuanto a significado, de esta confrontación. Si Occidente era Atenas, en los años diez del presente siglo San Petersburgo era Alejandría. Aquella «ventana de Europa», tal como fue llamada por algunas almas amables de la Ilustración, aquella «ciudad en gran parte inventada», como la llamaría más tarde Dostoievski, situada en la misma latitud de Vancouver, en la desembocadura de un río tan ancho como el Hudson entre Manhattan y Nueva Jersey, era y es hermosa, y posee aquella belleza fruto de la locura o que intenta ocultar esa locura. El clasicismo no tuvo nunca mucho espacio en ella y los arquitectos italianos que fueron invitados a la ciudad por los sucesivos monarcas rusos lo entendieron demasiado bien. La multitud de columnas gigantes, infinitas, verticales, blancas, de las fachadas de aquellos palacios que bordean el río y que pertenecían al zar, a su familia, a la aristocracia, a las embajadas y a los nouveaux nches, quedaban reflejadas en las aguas hasta el Báltico. En la principal avenida del imperio -la Perspectiva Nevski- había iglesias de todos los credos. Las calles, amplias e interminables, estaban llenas de cabriolés, de automóviles recién introducidos, de multitudes ociosas y bien vestidas, de tiendas de gran categoría, de pastelerías, etc. Había plazas inmensas, con estatuas ecuestres que representaban a antiguos gobernantes y con columnas triunfales más altas que la de Nelson. Eran innumerables las editoriales, las revistas, los periódicos, los partidos políticos (en mayor número que en la América actual), los teatros, los restaurantes, gentes de raza gitana. Todo aquello estaba rodeado por el ladrillo Birnam Wood de las chimeneas de las fábricas y cubierto por la diseminada capa húmeda y gris del cielo del hemisferio norte. Se había perdido una guerra, otra-una guerra mundial- estaba al caer y tú eras un niño judío con un corazón lleno de pentámetros yámbicos rusos.