En esta encarnación a escala gigantesca del perfecto orden, el latido yámbico es tan natural como los cantos rodados. San Petersburgo es la cuna de la poesía rusa y, lo que es más, de su prosodia. La idea de una estructura noble, prescindiendo de la calidad de su contenido (a veces precisamente contra su calidad, que crea una aterradora sensación de disparidad, que no indica tanto la evaluación del fenómeno descrito por parte del autor, sino la de su propio verso), es francamente local. Todo empezó hace un siglo y el uso que hace Mandelstam de los metros estrictos en su primer libro, Piedra, recuerda claramente a Pushkin y a su pléyade. Y una vez más, no es el resultado de una elección consciente, como tampoco es un signo indicador de que el estilo de Mandelstam se encuentre predeterminado por los procesos precedentes o contemporáneos de la poesía rusa.
La presencia de un eco constituye el rasgo básico de cualquier acústica que se precie de buena y Mandelstam se limitó a hacer de gran cúpula para sus predecesores. Las voces más distinguidas que se escucharon en ella pertenecen a Deryavin, a Baratinski y a Batiushkov, pero él actuaba en gran medida por cuenta propia, pese a cualquier tipo de expresión existente, de manera especial la contemporánea. Tenía demasiadas cosas que decir para preocuparse por un exclusivismo estilístico. Sin embargo, era esa calidad sobrecargada de su verso, por otra parte regular, lo que hacía que fuera único.
Aparentemente, sus poemas no se diferenciaban tanto de la obra de los simbolistas, que dominaban entonces el escenario literario: se servía de rimas perfectamente regulares, obedecía a un esquema regido por estrofas de tipo corriente y la longitud de sus poemas correspondía a los usos comunes, es decir, era de dieciséis a veinticuatro versos. Sin embargo, al servirse de tan humildes medios de transporte, llevaba a su lector mucho más lejos que aquellos metafísicos, afables por el hecho de ser vagos, que se daban a sí mismos el nombre de simbolistas rusos. Como movimiento, es evidente que el simbolismo fue el último importante (y no sólo en Rusia), si bien la poesía es un arte extremadamente individualista, puesto que acusa los ismos. La producción poética del simbolismo fue tan cuantiosa y seráfica como el empadronamiento y los postulados de este movimiento. Aquel encumbramiento estaba tan falto de base que los estudiantes diplomados, los cadetes militares y los empleados se dejaron tentar y, en el momento del cambio de siglo, el género se encontraba comprometido hasta el punto de la inflación verbal, situación bastante parecida a la que hoy atraviesa América con el verso libre. Más tarde, como no podía ser menos, surgió la devaluación como reacción, con los nombres de futurismo, constructivismo, imaginismo, etcétera. Pero se trataba de ismos contra ismos, de dispositivos en guerra con dispositivos. Sólo hubo dos poetas, Mandelstam y Tsvetaeva, que presentaron un contenido cualitativamente nuevo, y su hado reflejaba, a su manera terrible, la medida de su autonomía espiritual.
En poesía, como en cualquier otro campo, la superioridad espiritual se disputa siempre a un nivel físico. Uno no puede por menos de pensar que fue precisamente la desavenencia con los simbolistas (no totalmente desprovista de alusiones antisemíticas) lo que contenía los gérmenes del futuro de Mandelstam. No me estoy refiriendo tanto a las mofas, a cargo de Georgi Ivanov, del poema de Mandelstam, en 1917, con sus resonancias en el ostracismo oficial de los años treinta, como a la creciente desvinculación por parte de Mandelstam de toda forma de producción masiva, especialmente lingüística y psicológica. El resultado fue un efecto en el que, cuanto más clara es una voz, más disonante suena. No hay coro al que le guste, y su aislamiento estético adquiere dimensiones físicas. Cuando un hombre crea un mundo propio, se convierte en un cuerpo extraño contra el que apuntan todas las leyes: gravedad, comprensión, repudiación, aniquilación.
El mundo de Mandelstam era lo suficientemente grande para concitarlas a todas. Yo no creo que, si Rusia hubiera escogido un camino histórico diferente, su destino hubiese sido muy diferente. Su mundo era demasiado autónomo para fusionarse. Por otra parte, Rusia siguió su camino y, para Mandelstam, cuyo desarrollo poético era rápido de por sí, aquella dirección sólo podía comportar una cosa: una aceleración aterradora, aceleración que afectó, antes que otra cosa, al carácter de sus versos. Su flujo sublime, meditativo, cesurado, se tornó movimiento rápido, abrupto, ritmado. La suya se convirtió en una poesía de alta velocidad y de nervios expuestos, a veces críptica, con numerosos saltos sobre lo evidente y con una sintaxis abreviada. Y sin embargo, esto hizo que se convirtiera más en canción que en ningún otro momento, no en el canto de un bardo sino en canto de pájaro, con sus sesgos y elevaciones marcadas e impredecibles, algo así como el trémolo de un jilguero.
Y al igual que éste, se convirtió en blanco de toda clase de piedras, arrojadas contra él a manos llenas por su madre patria. No es que Mandelstam se opusiera a los cambios políticos que se estaban operando en Rusia, pero su sentido de la mesura y su ironía bastaban para reconocer la calidad épica de toda la empresa. Por otra parte, era una persona paganamente animada y, por otra parte, los tonos quejumbrosos habían sido completamente usurpados por el movimiento simbolista. Desde principios de siglo, además, el aire se había llenado de rumores acerca de una redistribución del mundo, por lo que cuando se produjo la Revolución, casi todo el mundo tomó lo ocurrido por lo deseado. Quizá la de Mandelstam fue la única respuesta sobria a los acontecimientos que estremecieron al mundo e hicieron bailar la cabeza a más de uno:
Bien, intentemos el incómodo, el inconveniente,
el chirriante giro del timón…
(de El crepúsculo de la libertad)
Pero las piedras ya volaban y también el pájaro. Sus trayectorias mutuas están totalmente registradas en las memorias de la viuda del poeta y ocupan dos volúmenes. Son libros que no son sólo una guía de sus versos, aunque también lo sean, pero todo poeta, en todo lo que escribe, expresa en sus versos, física o estadísticamente hablando, por lo menos la décima parte de la realidad de su vida. El resto queda normalmente velado por la oscuridad y, aunque perviva algún testimonio de sus contemporáneos, contiene vacíos abismales, por no hablar además de los diversos ángulos de visión que distorsionan el objeto.
Las memorias de la viuda de Osip Mandelstam se ocupan precisamente de esto: de las nueve décimas partes. Iluminan la oscuridad, llenan los vacíos, eliminan la distorsión. El resultado neto está próximo a una resurrección, salvo que todo lo que mató al hombre, le sobrevivió y sigue existiendo y ganando popularidad y es también reencarnado y revalidado en estas páginas. Debido al poder letal del material, la viuda del poeta recrea estos elementos con la misma precaución que se emplea para poner una bomba. Debido a esta precisión y debido al hecho de que a través de sus versos, de los actos de su vida y de la calidad de su muerte alguien generó una gran prosa, habría que comprender al momento -incluso sin conocer un solo verso de Mandelstam- que ése al que se recuerda en estas páginas es, efectivamente, un gran poeta, dada la cantidad y la energía de los males dirigidos contra él.