En otras palabras, Roma quedó abandonada a sus medios, al igual que la Iglesia romana. Sería demasiado largo describir las relaciones entre las iglesias de Occidente y de Oriente, pero cabe señalar, sin embargo, que en general el abandono de Roma repercutió hasta cierto punto en ventaja para la Iglesia romana, pero no en una ventaja total.
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No esperaba que esta nota sobre mi viaje a Estambul se alargara tanto, y empiezo a sentirme irritado a la vez conmigo y con el texto. Por otra parte, sé que no tendré otra oportunidad para comentar estas cuestiones o, si la tengo, la soslayaré conscientemente. A partir de ahora, me prometo a mí mismo y a todo el que haya llegado hasta aquí una mayor comprensión… aunque lo que en este momento me agradaría hacer sería dejar de lado toda esta cuestión.
Si uno debe recurrir a la prosa -procedimiento profundamente odiado por el autor de estas líneas, precisamente porque carece de toda forma de disciplina aparte de la generada en el proceso-, si uno debe recurrir a la prosa, repito, sería mejor concentrarse en detalles, descripciones de lugares y personajes, es decir, en aquellas cosas con las que presumiblemente el lector no tendrá la oportunidad de encontrarse. Y es que el grueso de lo dicho hasta el momento, así como todo lo que sigue, más tarde o más temprano se le ha de ocurrir a cualquiera, puesto que todos, de una manera o de otra, dependemos de la historia.
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La ventaja del aislamiento de la Iglesia de Roma radica, por encima de todo, en los beneficios naturales derivables de cualquier forma de autonomía. No había casi nada ni nadie, con la excepción de la propia Iglesia de Roma, que impidiera su evolución en un sistema definido y fijo. Y esto fue, precisamente, lo que tuvo lugar. La combinación de la ley romana, reconocida con mayor seriedad en Roma que en Bizancio, y la lógica específica del desarrollo interno de la Iglesia romana evolucionó hacia el sistema épico-político que constituye el núcleo de la llamada concepción occidental del estado y del ser individual. Como casi todos los divorcios, el que se produjo entre Bizancio y Roma no fue ni mucho menos total, pues gran parte de la propiedad se mantuvo compartida. Pero en general cabe insistir en que este concepto occidental trazó a su alrededor una especie de círculo que Oriente, en un sentido puramente conceptual, jamás atravesó, y dentro de cuyos amplios límites se elaboró lo que denominamos o entendemos como cristianismo occidental y la visión mundial que éste implica.
El inconveniente de cualquier sistema, incluso del más perfecto, es que es un sistema, o sea que por definición debe excluir ciertas cosas, contemplarlas como ajenas a él, y tanto como sea posible relegarlas a la categoría de lo inexistente. El inconveniente del sistema que fue elaborado en Roma -el inconveniente del cristianismo occidental- fue la inconsciente reducción de sus reducciones del mal. Cualquier noción acerca de cualquier cosa se basa en la experiencia. Para el cristianismo occidental, la experiencia del mal era la experiencia reflejada en la ley romana, con el aditamento de un conocimiento de primera mano de la persecución de los cristianos por los emperadores anteriores a Constantino. Es mucho, desde luego, pero dista mucho de agotar la realidad del mal. Al divorciarse de Bizancio, el cristianismo occidental relegó a Oriente a la inexistencia, y con ello redujo su propia noción del potencial negativo humano hasta un grado considerable, y tal vez peligroso.
Hoy, si un joven trepa a la torre de una universidad con un fusil automático y empieza a tirotear a los transeúntes, un juez -ello suponiendo, claro está, que el joven haya sido desarmado y comparezca ante un tribunal- lo clasificará como víctima de un trastorno mental y lo recluirá en una institución para enfermos mentales. Y sin embargo, en esencia, la conducta de ese joven no puede distinguirse de la castración del hermanastro real tal como la relata Psellos. Ni tampoco puede diferenciarse de la matanza efectuada por el imán iraní con decenas de miles de sus súbditos, a fin de confirmar su versión de la voluntad del Profeta. O de la máxima de Dzugashvili, enunciada durante el Gran Terror, de que «con nosotros, nadie es insustituible». El denominador común de todos estos hechos es la noción antiindividualista de que la vida humana equivale esencialmente a nada, es decir, la ausencia de la idea de que la vida humana es sagrada, aunque sólo sea porque cada vida es única.
Lejos de mí afirmar que la ausencia de este concepto es un fenómeno puramente oriental; no lo es, y esto es lo que ciertamente resulta inquietante. Pero el cristianismo occidental, además de desarrollar todas sus ideas subsiguientes acerca del mundo, la ley, el orden, las normas de la conducta humana, y así sucesivamente, cometió el error imperdonable de negligir, en aras de su propio crecimiento y eventual triunfo, la experiencia aportada por Bizancio. Después de todo, eso era un atajo. De ahí todos esos sucesos hoy ya cotidianos que tanto nos sorprenden; de ahí esa incapacidad, por parte de estados e individuos, en cuanto a reaccionar adecuadamente ante ellos, lo cual se revela en su costumbre de apodar los fenómenos antes citados como enfermedad mental o fanatismo religioso, y con otros tantos nombres.
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En Topkapi, el antiguo palacio de los sultanes, que ha sido convertido en museo, se exhiben hoy en una cámara especial los objetos asociados con la vida del Profeta, los más sagrados para todo corazón musulmán. Unos cofres con exquisitas incrustaciones conservan el diente del Profeta y mechones de la cabeza del Profeta. A los visitantes se les pide silencio, que hablen al menos en voz baja. En derredor cuelgan espadas de todas clases, dagas, la piel mohosa de algún animal con las letras discernibles de la misiva del Profeta a algún personaje real, junto con otros textos sagrados. Al contemplar todo esto, a uno le entran ganas de dar gracias al hado por su ignorancia del lenguaje. Para mí, pensé, el ruso serviría. En el centro de la sala, dentro de un cubo de cristal con borde de oro, hay un objeto de color pardo oscuro que fui incapaz de identificar sin la ayuda de la placa. Esta, de bronce y grabada, decía en turco y en inglés: «Huella de la pisada del Profeta». El número del calzado era el 62, como mínimo, pensé mientras contemplaba el contenido del cubo. Y entonces me estremecí: ¡el yeti!
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Bizancio fue rebautizado como Constantinopla en vida de Constantino, si no estoy equivocado. Por lo que se refiere a la simplicidad de vocales y consonantes, es presumible que el nuevo nombre gozara de mayor popularidad que Bizancio entre los turcos seljúcidas. Pero Estambul también suena razonablemente a turco…, al menos para un oído ruso. Lo cierto es, sin embargo, que Estambul es un nombre griego, derivado, como indica cualquier guía turística, del griego stin poli, que significa simplemente ciudad. ¿Stin? ¿Poli? ¿Un oído ruso? ¿Quién, aquí, oye a quién? Aquí, donde bardak (burdel en ruso) significa vidrio, donde durak (necio) quiere decir parada. Bir bardak qay: un vaso de té; otobüs duragi: una parada de autobús. Bien por el «otobüs»; al menos, sólo es medio griego.