Después de la Revolución, de acuerdo con la política de «condensar» a la burguesía, el edificio fue dividido en apartamentos, siendo adjudicada una habitación por familia. Se levantaron tabiques entre las habitaciones, que en los primeros tiempos eran de contraplacado. Más adelante, con el paso de los años, tablones, ladrillos y estuco elevaron estas divisorias a la categoría de norma arquitectónica. Si hay un aspecto infinito en el espacio, no es su expansión sino su reducción, aunque sólo sea porque la reducción del espacio, por extraño que parezca, es siempre más coherente, está mejor estructurada y tiene más nombres: celda, armario, tumba. Las ampliaciones tienen únicamente un gesto amplio.
En la U.R.S.S., el espacio vital mínimo por persona es de nueve metros cuadrados. Nosotros habríamos debido considerarnos afortunados porque, debido a la singularidad de la parte que nos correspondía en el edificio, nos tocaron un total de cuarenta metros para los tres. Este exceso tenía algo que ver con el hecho de haber conseguido aquella vivienda porque mis padres habían cedido las dos habitaciones que ocupaban en diferentes partes de la ciudad, donde vivían antes de casarse. Ese concepto del intercambio -o, mejor dicho, del cambalache, dada la finalidad del intercambio- es algo que no hay manera de hacer entender a los extranjeros, a las personas forasteras. Las leyes de la propiedad son un arcano en todo el mundo, pero las hay que son más arcano que otras, especialmente cuando la propiedad corresponde al estado. El dinero no entra para nada en el asunto, por ejemplo, ya que en un estado totalitario los grupos de renta no presentan gran variedad; dicho en otras palabras, todo el mundo es tan pobre como su vecino. Uno no compra la vivienda; a lo más, tiene derecho a la superficie equivalente a la que poseía con anterioridad. Si se trata de dos personas que deciden vivir juntas, tienen derecho al equivalente de la suma de las superficies respectivas de sus residencias anteriores. Los funcionarios de la oficina de la propiedad son los que deciden qué superficie ocupará uno. El soborno no sirve de nada, debido a que la jerarquía de esos funcionarios es, a su vez, terriblemente arcana y el impulso inicial que los mueve es darle a uno el mínimo. El cambalache dura años, durante los cuales el único aliado es la fatiga, es decir, se puede abrigar la esperanza de fatigarlos negándose uno a trasladarse a un lugar cuantitativamente inferior al que ocupaba previamente. Aparte de la pura aritmética, lo que interviene en su decisión es una gran variedad de premisas, no articuladas nunca en leyes, con respecto a la edad de uno, a su nacionalidad, a su raza, a su ocupación, a la edad y sexo de su hijo, a sus orígenes sociales y territoriales, por no hablar además de la impresión personal que uno pueda causar, etc. Sólo los funcionarios saben lo que hay disponible, sólo ellos arbitran la equivalencia y pueden ceder o sustraer unos cuantos metros cuadrados del sitio que se les antoje. ¡Y vaya diferencia la que pueden determinar esos pocos metros cuadrados! En ellos se puede instalar una librería o, mejor aún, un escritorio.
5
Dejando aparte el exceso de trece metros cuadrados, éramos terriblemente afortunados porque el apartamento comunitario al que nos habíamos trasladado era muy pequeño. Esto quiere decir que la parte del edificio que le correspondía contenía seis habitaciones, distribuidas de tal forma que sólo daban cabida a cuatro familias y sólo estaban ocupadas por once personas, incluidos nosotros. En un apartamento comunitario, es fácil que los ocupantes alcancen la cifra de cien personas, si bien por término medio el número de habitantes está comprendido entre veinticinco y cincuenta. El nuestro era casi minúsculo.
Por supuesto que debíamos compartir un retrete, un cuarto de baño y una cocina, pero la cocina era muy espaciosa y el retrete muy decente y confortable. En cuanto al cuarto de baño, los hábitos higiénicos de los rusos son tales que permiten que once personas puedan servirse del cuarto de baño o lavar su colada básica sin apretujones de ningún tipo. El cuarto de baño estaba situado en los dos pasillos que conectaban las habitaciones con la cocina y todos nos conocíamos de memoria la ropa interior del vecino.
Los ocupantes eran buenos vecinos, tanto en el aspecto de individuos como porque todos trabajaban y estaban ausentes durante la mayor parte de la jornada. Salvo uno, no eran informadores de la policía, lo que era un buen porcentaje tratándose de un apartamento comunitario. La persona a la que me refiero, que era una mujer regordeta y desprovista de cintura, cirujana de una policlínica cercana, también estaba dispuesta a dar un consejo de carácter médico si la ocasión se terciaba, de guardarle la tanda a uno en la cola para conseguir algún alimento escaso o de echar de vez en cuando una mirada a la sopa que hervía en el fuego. ¿Cómo dice aquel verso en The Star-Splitter de Frost? ¿«Ser social quiere decir perdonar»?
Pese a todas las facetas despreciables que pueda tener esta forma de existencia, un apartamento comunitario tiene también su aspecto redentor, porque orienta la vida hacia su esencia básica, la despoja de toda ilusión acerca de la naturaleza humana. Por el volumen del pedo, se sabe quién es el ocupante del retrete y se sabe también qué tomó él o ella para cenar o para desayunar. Se conocen los ruidos que hacen en la cama y cuándo tienen las mujeres el período. A menudo es en ti en quien confía el vecino para confesar sus penas y también es él quien avisa a la ambulancia cuando te da una angina de pecho o algo peor. Y será él quien te encuentre muerto un día, sentado en una silla, si vives solo, o viceversa.
¡Cuántos chistes, cuántos consejos médicos o culinarios, cuántas indicaciones sobre productos que pueden encontrarse de pronto en tal o cual tienda se intercambian en la cocina comunitaria, por las noches, mientras las mujeres preparan la cena! Allí es donde se aprenden las cosas esenciales de la vida, cazadas al vuelo, a través del rabillo del ojo… ¡Qué dramas mudos se despliegan cuando una, súbitamente, deja de hablarse con otra! ¡Qué escuela de mímica! ¡Qué honduras de emoción pueden transmitir el envaramiento de una vértebra ofendida o un perfil glacial! ¡Cuántos perfumes, aromas y olores flotan en el aire alrededor de una lágrima amarilla de cien vatios que cuelga de un cordón eléctrico enmarañado como una trenza! Esa cueva pobremente iluminada tiene algo de tribal, algo primordial, evolutivo, si se quiere, mientras los pucheros y peroles cuelgan sobre los fogones de gas como potenciales tam-tams.
6
Si recuerdo este lugar no es por la nostalgia sino porque es en él donde mi madre pasó una cuarta parte de su vida. Las familias raras veces comen fuera de casa; en Rusia, casi nunca. Yo no recuerdo a mi madre ni a mi padre sentados a la mesa de un restaurante o, lo que es lo mismo, en una cafetería. Mi madre era la mejor cocinera que he conocido, a excepción, quizá, de Chester Kallman, pero él disponía de más ingredientes. La recuerdo sobre todo en la cocina, con su delantal, la cara enrojecida y las gafas algo empañadas, apartándome de los fogones mientras yo trataba de pescar algún bocado. El labio superior le brilla por el sudor y sus cabellos cortos, teñidos de color caoba, que de otro modo serían grises, se rizan desordenadamente.