– ¡Vete! -me grita-. ¡Vaya impaciencia!
Ya no la volveré a oír nunca más.
Ni tampoco veré que se abre la puerta (¿cómo se las arreglaba para abrirla llevando una cacerola con las dos manos o dos enormes pucheros?, ¿quizá apoyándolos en el pomo y aplicando su peso al mismo tiempo para hacerlo girar?) y que ella entra con la comida/cena/té/postre. Mi padre seguiría leyendo el periódico y yo no dejaría el libro a menos que me pidieran que lo hiciera. Ella sabía que toda ayuda que pudiera venir de nosotros llegaría con retraso y, en cualquier caso, sería torpe. Pero los hombres de su casa sabían más de cortesía que lo que demostraban. Incluso cuando tenían hambre.
– ¿Ya vuelves a leer a Dos Passos? -observaba ella mientras ponía la mesa-. ¡A ver cuando lees a Turgueniev!
– ¿Qué quieres? -decía mi padre como un eco, doblando el periódico-. Cuando uno es un haragán…
7
¿Cómo es posible que yo me vea a mí en ese escenario? Y sin embargo es así: me veo tan claramente como los veo a ellos. Vuelvo a decir que no es nostalgia de mi juventud, de mi país, no, sino que es probable que, puesto que ahora han muerto, vea su vida tal como era entonces y entonces en su vida estaba yo. Esto es lo que también ellos recordarían de mí, a menos que posean ahora el don de la omnisciencia y me estén observando en este momento, sentado en la cocina del apartamento que he alquilado a mi escuela, escribiendo todo esto en una lengua que ellos no entendían, aunque ahora quizá sean panglot. Ésta es su única posibilidad de verme a mí y de ver América. Y para mí es la única forma de verlos a ellos y de ver nuestra habitación.
8
El techo de nuestra habitación tenía más de cuatro metros de altura y estaba ornamentado con la misma decoración de yeso estilo morisco que, combinada con las grietas y manchas de las tuberías que de vez en cuando estallaban en el piso de arriba, lo habían transformado en el mapa detallado de alguna superpotencia o archipiélago inexistentes. Había tres grandes ventanas arqueadas a través de las cuales lo único que veíamos era el instituto del otro lado de la calle, de no ser por la ventana central, que hacía también las veces de puerta para acceder al balcón. Desde aquel balcón se divisaba la calle en toda su longitud y su perspectiva impecable, típicamente petersburguesa, quedaba rematada por la silueta de la cúpula de la iglesia de san Panteleimón o -si uno miraba a la derecha- por la gran plaza en cuyo centro se erguía la catedral del Salvador del Batallón de la Transfiguración de Su Majestad Imperial.
En la época en que nos.trasladamos a vivir a aquella maravilla morisca, la calle ya llevaba el nombre de Pestel, el líder de los decembristas que murió ejecutado. En sus orígenes, sin embargo, había llevado el nombre de la iglesia que se levantaba en su extremo más alejado y se había llamado Panteleimo-novskaya. Allí, en su extremo más lejano, la calle rodeaba la iglesia y se dirigía hacia el río Fontanka, atravesaba el puente de la Policía y conducía al Jardín de Verano. Pushkin vivió en una época en esa parte de la calle y en alguna parte de una carta dirigida a su esposa le dice que «todas las mañanas, en camisón y zapatillas, atravieso el puente y voy a dar una vuelta por el Jardín de Verano. Todo el Jardín de Verano es mi huerta…». Creo que su casa estaba en el número 11, la nuestra en el número 27, al extremo de la calle, donde desembocaba en la plaza de la catedral. Sin embargo, como el edificio se encontraba en la intersección de la calle con la legendaria Perspectiva Liteini, nuestra dirección postal era: Perspectiva Liteini n.° 24, apto. 28. Allí era donde recibíamos nuestra correspondencia y ésta era la dirección que yo escribía en los sobres que enviaba a mis padres. Si la menciono aquí no es porque tenga ninguna importancia especial sino porque es de presumir que mi pluma ya no volverá a escribirla nunca más.
9
Por extraño que parezca, el mobiliario que poseíamos era acorde tanto con el exterior como con el interior del edificio. Desplegaba tal actividad en las curvas y era tan monumental como las molduras de estuco de la fachada o los paneles y pilastras que formaban el relieve de las paredes interiores, con sus madejas de guirnaldas de yeso en las que abundaban geométricos frutos. Tanto la decoración exterior como la interior eran de una tonalidad marrón claro como de cacao con leche. Sin embargo, nuestros dos armarios, enormes como catedrales, eran de roble negro barnizado; con todo, pertenecían a la misma época, que era la del cambio de siglo, al igual que el propio edificio. Posiblemente esto fue lo que predispuso favorablemente a los vecinos desde el principio en relación con nosotros, aunque el hecho demostrara imprudencia por su parte. Y éste fue, quizá, el motivo también de que, apenas después de un año de vivir en el edificio, nos diera la impresión de que siempre habíamos vivido en él. La sensación de que los armarios habían encontrado su ambiente natural -o viceversa-, nos hizo creer que también nosotros estábamos dónde nos correspondía estar y que ya no íbamos a movernos nunca más de allí.
Aquellos grandes armarios de casi tres metros de altura, compuestos de dos pisos (habría sido preciso desmontar la cornisa de la parte superior del mueble separándola de la inferior, con sus patas de elefante, para cambiarlos de sitio), cobijaban casi todo lo que nuestra familia había ido acumulando en el curso de su existencia. La función que en otras casas cubre el desván o el sótano, corría a cargo de los armarios en la nuestra: las diferentes cámaras fotográficas de mi padre, toda la parafernalia necesaria para revelar y copiar, las mismas fotografías, platos, porcelana, ropa blanca, manteles, cajas de zapatos con los zapatos dentro -demasiado pequeños entonces para mi padre y todavía grandes para mí-, herramientas, baterías, sus viejas blusas de los tiempos de la Marina, prismáticos, álbumes familiares, suplementos ilustrados amarillentos por el paso del tiempo, sombreros y pañuelos de mi madre, unas cuantas navajas de afeitar de plata de Solingen, linternas ya fuera de uso, las condecoraciones militares de mi padre, kimonos abigarrados de mi madre, la correspondencia mutua de los dos, gemelos de teatro, abanicos y otras reliquias…, todo estaba almacenado en las cavernosas profundidades de aquellos armarios que, cuando alguien abría una de sus puertas, despedían un aroma de bolas de naftalina, para proteger el interior contra la polilla, de cuero viejo y de polvo. Sobre el estante de más abajo, como si descansaran en una repisa de chimenea, había dos botellas de cristal que contenían licores, además de una pieza de porcelana vidriada que representaba a dos pescadores chinos borrachos que llevaban a rastras su botín de pescado. Mi madre les sacaba el polvo de encima dos veces por semana.
Si vuelvo la vista atrás, pienso que el contenido de aquellas cómodas podía compararse a nuestro subconsciente común, a nuestro subconsciente colectivo, si bien en aquel tiempo no se me habría ocurrido pensarlo. Todas aquellas cosas eran, en todo caso, parte de la conciencia de mis padres, prendas de sus recuerdos, de lugares y épocas que precedían a mi existencia, de su pasado respectivo y de su pasado común, de su juventud y de su infancia, de una era distinta, casi de un siglo distinto. Y con la ventaja que aporta la mirada retrospectiva, diría incluso: prendas de su libertad, puesto que habían nacido y crecido libres, antes de aquello que la escoria necia llamaba Revolución, pero que para ellos, como para tantas generaciones, significó esclavitud.
10
Escribo esto en inglés porque quiero concederles un margen de libertad, un margen cuya amplitud depende del número de los que están dispuestos a leerlo. Quiero que Maria Volpert y Alexander Brodski cobren realidad bajo «un código de conciencia extranjero» y quiero que los verbos de movimiento del inglés describan sus movimientos. Esto no servirá para resucitarlos, pero, por lo menos, otras gramáticas pueden demostrar ser mejores rutas de escape de las chimeneas del crematorio estatal que el ruso. Escribir sobre ellos en ruso sería sólo ampliar su cautividad, su reducción a la insignificancia, cuyo resultado no podría ser otro que la aniquilación mecánica. Sé que no habría que comparar el estado con el idioma, pero fue en ruso que dos viejos, que se arrastraron durante doce años por las numerosas cancillerías y ministerios del estado con la esperanza de conseguir un visado para ir al extranjero a ver a su único hijo antes de que les llegara la muerte, oyeron la respuesta que les reveló que el estado consideraba aquella visita «fuera de lugar». En todo caso, hay que admitir que la repetición de una manifestación tal demuestra una cierta familiaridad con la lengua rusa por parte del estado. Por otra parte, si yo hubiera escrito en ruso todas estas cosas, las palabras no hubieran visto nunca la luz del día bajo cielo ruso. ¿Quién iba a leerlas? ¿Un puñado de emigrados cuyos padres han muerto o morirán un día en circunstancias similares? Ya conocen la canción, ya saben qué es no dejar que un hombre vea a sus padres en su lecho de muerte, ya conocen el silencio que sigue a una petición de un visado de emergencia para asistir al entierro de un familiar. Y además, es demasiado tarde: un hombre o una mujer ya han colgado el teléfono y han atravesado la puerta de sus casas para sumirse en la tarde del país extranjero, sintiendo dentro de ellos algo que ninguna lengua sabría expresar, ni ningún lamento reproducir… ¿Qué podría decirles?