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Estimo que a los rusos nos es más difícil aceptar la ruptura de vínculos que a nadie en el mundo. Después de todo, somos un pueblo muy afincado en nuestra tierra, más incluso que otros habitantes del continente -alemanes, franceses-, que se mueven de aquí para allá mucho más que nosotros, aunque sólo sea por el hecho de que tienen coches y carecen de fronteras propiamente dichas. Para nosotros, un piso es para toda la vida, una ciudad es para toda la vida, un país es para toda la vida. Por consiguiente, los conceptos de permanencia son más fuertes, como también la sensación de pérdida. Con todo, si una nación ha perdido en medio siglo casi sesenta millones de almas por culpa de su carnívoro estado (cifra que incluye los veinte millones que sucumbieron en la guerra) quiere decir que es capaz de superar su sentido de la estabilidad, aunque sólo sea porque esas pérdidas se produjeron debido al statu quo.
Así es que, si uno se demora en estas cosas, no lo hace necesariamente para obrar de acuerdo con la constitución psicológica de su tierra nativa. A lo mejor el responsable de esta efusión es exactamente lo contrario: la incompatibilidad del presente con el material de los recuerdos. Supongo que la memoria refleja la calidad de la propia realidad en no menor grado que el pensamiento utópico. La realidad que afronto no tiene ninguna relación ni correspondencia con la habitación y media ni con sus habitantes, todo ello ubicado al otro lado del océano y, en la actualidad, inexistente. En lo tocante a alternativas, no se me ocurre nada más diametralmente opuesto que lo que ahora tengo. La diferencia es la que existe entre dos hemisferios, entre el día y la noche, entre un paisaje urbano y una panorámica campestre, entre la muerte y la vida. Los únicos puntos en común son mi cuerpo y una máquina de escribir, aunque ésta de diferente factura y con tipos diferentes.
Supongo que, si hubiera vivido cerca de mis padres durante los últimos doce años de su vida, si hubiera estado a su lado en el momento de su muerte, el contraste entre el día y la noche o entre una calle de una ciudad rusa y un callejón de un pueblo americano no sería tan marcado; la acometida de la memoria cedería el paso a la del pensamiento utópico. El paulatino desgaste habría ido adormeciendo los sentidos y me habría hecho ver la tragedia como un hecho natural y que la dejara detrás de mí como un incidente lógico. Pero pocas cosas hay más fútiles que sopesar las opciones que uno ha tenido de manera retrospectiva; lo bueno de una tragedia artificial es que hace que uno preste atención al artificio. Los pobres suelen utilizarlo todo: yo utilizo mi complejo de culpabilidad.
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Se trata de un sentimiento fácilmente dominable. Después de todo, todos los hijos se sienten culpables en relación con sus padres, aunque sólo sea porque saben que morirán antes que ellos. En consecuencia, lo único que se necesita para aliviar esta sensación de culpabilidad es que mueran por causas naturales: de una enfermedad, de viejos o de ambas cosas. Pero, ¿puede uno hacer extensiva esta ausencia de compromiso a la muerte de un esclavo? ¿De alguien que nació libre, pero cuya situación de libertad se ha visto alterada?
Restrinjo la definición de esclavo no por razones académicas ni por falta de generosidad, y estoy dispuesto a aceptar que un ser humano nacido en situación de esclavitud sabe de la libertad por razones genéticas o por razones intelectuales, por lecturas o de oídas, pero debo añadir que su ansia genética de libertad es, como todas las ansias, incoherente hasta cierto punto, puesto que no se trata de recuerdo real de su mente ni de sus miembros. De ahí la crueldad y la ciega violencia de tantas revueltas, de ahí también sus derrotas, o sea, sus tiranías. La muerte, para un esclavo de esa condición o para sus parientes próximos, tiene que ser como una liberación (la famosa frase de Martin Luther King Jr.: «¡Libre! ¡Libre! ¡Por fin, libre!»).
¿Qué habría que decir, sin embargo, del que ha nacido libre, pero muere como esclavo? Dejando al margen los conceptos eclesiásticos, ¿pensará también en la muerte como en un alivio? Pues, es posible, pero es más probable que la vea como el insulto final, como el último e irreversible robo de su libertad. Y así es como lo ven sus parientes o como lo ve su hijo, puesto que esto es lo que es: el robo final.
Me acuerdo de que una vez mi madre fue a la estación para comprar un billete en dirección al sur: iba al Sanatorio de Aguas Minerales. Después de dos años de trabajo en la oficina municipal de desarrollo, iba a disfrutar de veintiún días de vacaciones y había proyectado ir al sanatorio para someter a una cura su hígado enfermo (nunca llegó a saber que padecía cáncer). Cuando estaba haciendo la larga cola necesaria para sacar el billete, después de tres horas de espera descubrió que le habían robado el dinero que reservaba para el billete: cuatrocientos rublos. Estaba desconsolada. Volvió a casa y, de pie en la cocina comunitaria, se puso a llorar y a llorar sin parar. Yo la llevé a nuestra habitación y media, se tumbó en la cama y siguió llorando. El motivo de que recuerde este hecho es que ella no lloraba nunca, salvo en los entierros.
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Al final, mi padre y yo acudimos con el dinero y pudo ir al sanatorio. Pero no era por el dinero perdido por lo que lloraba… Las lágrimas no eran frecuentes en nuestra familia y la afirmación también es válida, hasta cierto punto, para toda Rusia:
– Guarda las lágrimas para ocasiones más importantes -solía decirme ella cuando yo era pequeño.
Y me temo que he sabido hacerlo más de lo que ella habría deseado.
Me imagino que mi madre tampoco aprobaría que yo escriba esas cosas y, por supuesto, tampoco mi padre. Era un hombre orgulloso. Siempre que se cernía sobre él algo reprobable o temible, su rostro adoptaba una expresión desabrida, pero al mismo tiempo retadora. Como si, ante el umbral de algo que sabía más fuerte que él, dijera:
– ¡Inténtalo!
En ocasiones así, solía hacer una observación, observación que iba acompañada de su sometimiento:
– ¿Qué se puede esperar de esta gentuza?
No se trataba de ningún tipo de estoicismo: no había sitio para ninguna postura filosófica, por minimalista que fuera, en la realidad de aquel tiempo, que comprometiera cualquier convicción o escrúpulo exigiendo sumisión total a la suma de sus contrarios. (Sólo los que no volvieron de los campos podían alegar intransigencia; los que volvieron eran en todo tan dúctiles como los demás.) Y en cambio, no era cinismo, sí simplemente un intento de mantener alta la cabeza en una situación de total deshonor, de mantener abiertos los ojos. He aquí por qué las lágrimas estaban fuera de lugar.
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Los hombres de aquella generación eran los hombres del o esto/o aquello. A ojos de sus hijos, mucho más versados que ellos en transacciones con la propia conciencia (muy provechosas en ocasiones), aquellos hombres parecían bobalicones. Como he dicho, no tenían mucha conciencia de su propia persona.
Nosotros, sus hijos, fuimos educados -o, mejor, nos educamos a nosotros mismos- en la creencia de la complejidad del mundo, en la importancia del matiz, de las sugestiones, de las zonas grises, de los aspectos psicológicos de las cosas. Ahora, llegados a la edad que nos hace iguales a ellos, adquirida la misma masa física y con vestidos de la misma talla que ellos llevaban, vemos que todo se reduce precisamente al o esto/o aquello, al principio del sí/no. Nos llevó casi una vida entera entender lo que ellos, al parecer, habían sabido desde el principio: que el mundo es un lugar sumamente desapacible y que no merece nada mejor. Aquel «sí» y «no» abarca muy bien, sin dejar nada fuera, toda aquella complejidad que nosotros descubríamos y estructurábamos con tanta fruición y que casi nos costó nuestra voluntad.