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– ¡Ah!, a propósito, Gurewicz [o Ginzburg], ¿cuál es tu último deseo?

A lo que el hombre respondió:

– ¿Mi último deseo? Pues, no sé… me gustaría mear…

Y entonces el oficial replicó:

– Bien, ya mearás después.

Para mí las dos historias son iguales y todavía sería peor que la segunda historia fuera puro folklore, aunque creo que no es el caso. Historietas de ésas las conozco a centenares, pero están todas mezcladas.

Lo que hacía que mi fábrica fuese diferente de mi escuela no era lo que yo pudiera hacer dentro, ni lo que hubiera podido pensar en los respectivos períodos, sino el aspecto de las fachadas, las cosas que yo veía camino de clase o camino del taller. En último análisis, el aspecto lo es todo. Millones y millones tienen el mismo sino idiota. La existencia como tal, monótona de por sí, ha quedado reducida, por el estado centralizado, a una uniforme rigidez. Lo que quedaba por observar eran rostros, el tiempo que hacía, los edificios, y también la lengua que usaba la gente.

Tenía un tío que pertenecía al Partido y que, según he podido comprobar después, era un ingeniero extraordinariamente apto. Durante la guerra construyó refugios para protegerse contra las bombas los Genossen del Partido; antes y después de la misma, construyó puentes. Unos y otros siguen en pie. Mi padre siempre se burlaba de él cuando se peleaba con mi madre por cuestiones de dinero, debido a que ella ponía a su hermano ingeniero como ejemplo de situación sólida y estable, mientras que yo lo despreciaba de una manera más o menos automática. Con todo, poseía una magnífica biblioteca. No leía mucho, supongo, pero entre la clase media soviética era, y sigue siendo, señal de buen tono suscribirse a nuevas ediciones de enciclopedias, clásicos y libros por el estilo. Yo le tenía una envidia loca. Recuerdo que una vez, de pie detrás de su asiento, mientras le escrutaba el cogote, iba pensando que, si lo mataba, todos sus libros pasarían a ser de mi propiedad, puesto que entonces el hombre era soltero y no tenía hijos. Solía sustraerle libros, que cogía de los estantes e incluso llegué a hacerme una llave de un gran armario acristalado, detrás de cuya puerta había cuatro volúmenes de una edición prerrevolucionaria de Hombre y mujer.

Se trataba de una enciclopedia profusamente ilustrada, de la que sigo considerándome deudor por mis conocimientos básicos acerca de cómo sabe el fruto prohibido. Si, en general, la pornografía consiste en un objeto inanimado causante de una erección, valdrá la pena subrayar que, en el ambiente puritano de la Rusia de Stalin, uno podía excitarse con la absolutamente inocente pintura perteneciente al realismo socialista y titulada Admisión en el Komsomol, profusamente reproducida y que decoraba casi todas las aulas. Entre los personajes que aparecían en la pintura figuraba una joven rubia, sentada en una silla con las piernas cruzadas de tal modo que dejaba ver seis o siete centímetros del muslo. No era tanto el trozo de muslo como su contraste con el vestido marrón oscuro que llevaba lo que me enloquecía y me perseguía en sueños.

Fue entonces cuando aprendí a desconfiar de todo el jaleo en torno al subconsciente. Creo que nunca he soñado a base de símbolos, puesto que he visto siempre la cosa en sí: pechos, caderas, ropa interior de mujer. En cuanto a esta última, tenía un extraño sentido para nosotros, los chicos, en aquel tiempo. Recuerdo que, durante una clase, uno de nosotros fue a rastras por debajo de las hileras de bancos hasta el pupitre de la maestra con un único propósito: mirar por debajo de su vestido para ver de qué color llevaba las bragas aquel día. Terminada la expedición, anunció con un dramático murmullo al resto de la clase: «Lila».

En resumen, nuestras fantasías nos inquietaban muy poco, porque teníamos demasiadas realidades que asumir. He dicho en otra parte que los rusos -o, por lo menos, mi generación- no recurrían nunca al psiquiatra. En primer lugar, hay pocos y, por otro lado, la psiquiatría es propiedad del estado. Uno sabe que un historial psiquiátrico no es cosa envidiable y que, en el momento más impensado, se puede volver contra uno, pero sea por la razón que fuera, acostumbrábamos resolvernos los problemas y vigilar lo que ocurría en nuestra cabeza sin ayuda ajena. El totalitarismo tiene la ventaja de que indica al individuo una especie de jerarquía vertical propia, con la conciencia situada en el nivel más alto. Estudiamos lo que ocurre dentro de nosotros, hacemos una especie de informe a nuestra conciencia sobre nuestros instintos y nos castigamos nosotros mismos. Cuando nos damos cuenta de que el castigo no es proporcional a la altura del cerdo que hemos descubierto dentro de nosotros, recurrimos al alcohol y perdemos el sentido con la bebida.

Yo considero eficiente ese sistema, aparte de que cuesta menos dinero. No es que piense que la represión es mejor que la libertad, sino que creo simplemente que el mecanismo de la represión es tan innato en la psique humana como el mecanismo de la liberación. Además, considerarse un cerdo demuestra mayor humildad y, al fin y al cabo, es más exacto que considerarse un ángel caído. Tengo motivos sobrados para pensarlo porque, en el país donde pasé treinta y dos años de mi vida, el adulterio y la asistencia a las salas de cine constituyen las únicas formas de empresa libre. Además del Arte.

Pese a todo, me sentía patriótico. Era el patriotismo normal en un niño, un patriotismo con un intenso perfume militar. Admiraba los aeroplanos y los barcos de guerra y para mí no había nada más hermoso que la bandera amarilla y azul de las fuerzas aéreas, que parecía el casquete de un paracaídas abierto, con una hélice en el centro. Me gustaban los aviones y hasta hace muy poco tiempo he seguido muy de cerca los avances de la aviación, pero al llegar los cohetes perdí el interés y el amor se convirtió en nostalgia de las turbohélices. (Sé que no soy el único: mi hijo de nueve años dijo una vez que, cuando fuera mayor, destruiría todos los turborreactores y volvería a introducir los biplanos.) En cuanto a la marina, como digno hijo de mi padre, a los catorce años solicité la admisión en la academia de submarinismo. Aprobé todos los exámenes pero, debido al párrafo quinto -la nacionalidad-, no fui admitido, y aquel amor irracional que sentía por el abrigo de marino, con su doble hilera de botones dorados, igual que una calle de noche iluminada por los faroles, no fue correspondido.

Me temo que los aspectos visuales de la vida siempre han tenido para mí más peso que el contenido. Por ejemplo, me enamoré de una fotografía de Samuel Beckett mucho antes de leer una sola línea de sus escritos. En lo tocante a lo militar, las cárceles me ahorraron el servicio, por lo que mi amor por los uniformes no pasaría nunca de ser platónico. Desde mi punto de vista, la cárcel es mucho mejor que el ejército. En primer lugar, en la cárcel no hay nadie que te enseñe que hay que odiar a un distante y «potencial» enemigo. El enemigo que tienes en la cárcel no es ninguna abstracción, sino que es concreto y palpable. Mejor dicho, tú eres siempre palpable para tu enemigo. Tal vez «enemigo» sea una palabra demasiado fuerte. En la cárcel se enfrenta uno a un concepto sumamente domesticado de lo que es un enemigo, lo que convierte todo el asunto en algo terrenal y mortal. Después de todo, mis guardianes o mis vecinos no se diferenciaban en nada de mis maestros ni de aquellos trabajadores que me humillaron durante mi aprendizaje en la fábrica.