– En primer lugar, no me apetece tener que saludar militarmente a mi marido -había dicho a su superior-, y no quiero convertir mi armario ropero en un arsenal.
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La llamábamos «Marusia», «Mania», «Maneczka», que eran los diminutivos que le daban mi padre y sus hermanas, y «Masia» o «Kisa», que eran invenciones mías. Con el paso de los años, fueron imponiéndose estos últimos, e incluso mi padre se dirigía a ella con esos nombres. A excepción de «Kisa», los demás apodos eran diminutivos de su nombre de pila, María. «Kisa» es un nombre ligeramente cariñoso que suele aplicarse a las gatas y, durante un cierto tiempo, mi madre se resistió a que le diéramos aquel nombre.
– ¡No te atrevas a llamarme así! -gritaba, indignada-. Y deja de una vez de usar todos esos nombres de felinos o acabarás teniendo cerebro de gato.
Esto era un reflejo de mi afición a pronunciar, de niño, ciertas palabras con las vocales adecuadas para ese tratamiento, de la manera que lo haría un gato. «Carne» era una de ellas. Cuando yo tenía quince años, en mi casa los maullidos eran abundantes. Mi padre demostró una susceptibilidad positiva ante esta afición mía y así fue cómo empezamos a interpelarnos mutuamente o a hacer mutua referencia a nuestras respectivas personas con el apelativo de «gato grande» y «gato pequeño». Nuestro espectro emocional quedaba sustancialmente cubierto con maullidos, miaus y mayidos: aprobación, duda, indiferencia, resignación, confianza. Gradualmente también mi madre también empezó a servirse de ellos, si bien lo hacía principalmente para demostrar desinterés.
Pero «Kisa» le quedó adjudicado de manera definitiva, sobre todo cuando se hizo muy vieja. Rotunda, arropada con un par de chales de tonalidad marrón, con aquella expresión de su rostro tan amable y dulce, parecía entonces muy mimosa y, al mismo tiempo, como encerrada en sí misma. Daba la impresión de que, de un momento a otro, se pondría a ronronear, pero en vez de hacerlo, preguntaba a mi padre:
– Sasha, ¿has pagado la electricidad este mes?
O decía, sin dirigirse a nadie en particular:
– La semana que viene nos toca limpiar el apartamento.
Esto quería decir que había que fregar y restregar los suelos de los corredores y de la cocina, así como limpiar el cuarto de baño y el retrete. Si no se dirigía a nadie en particular era porque sabía que le tocaría hacerlo a ella.
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Cómo se las arreglaron para llevar a cabo todas aquellas obligaciones, y sobre todo estas limpiezas, durante los doce años en los que no viví con ellos es cosa de la que no tengo la menor idea. Mi salida de casa significaba, naturalmente, una boca menos que alimentar, aparte de que de vez en cuando hubieran podido también pagar a una persona para que hiciera ese tipo de trabajos. Sin embargo, sabiendo cuál era su presupuesto (dos pensiones exiguas) y conociendo el carácter de mi madre, dudo que lo hicieran. Por otra parte, esta práctica es rara en los apartamentos comunitarios: después de todo, el sadismo natural de los vecinos necesita una cierta satisfacción. Un pariente sería tolerado, no una persona alquilada.
Pese a que con mi salario de la universidad me convertí en un Creso, no querían oír hablar siquiera de cambiar dólares americanos por rublos. Por un lado consideraban un robo el cambio oficial y, por otro, eran un tanto melindrosos o tenían miedo de entablar relaciones con el mercado negro. Tal vez esa última razón fuera la de más peso: se acordaban de que sus pensiones habían sido canceladas en 1964, cuando fue dictada contra mí una sentencia de cinco años, y de que entonces tuvieron que volver a buscar trabajo. Así es que opté por enviarles primordialmente ropas y libros de arte, porque sabía que éstos alcanzaban precios muy elevados entre los bibliófilos.
Las ropas les encantaban, especialmente a mi padre, que fue siempre una persona a la que le gustaba vestir bien y, en cuanto a los libros de arte, se los quedaban para ellos: para contemplarlos a sus setenta y cinco años, después de restregar los suelos comunitarios.
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Sus gustos en materia de lectura eran muy conservadores y las preferencias de mi madre se inclinaban por los clásicos rusos. Ni ella ni mi padre tenían opiniones definidas sobre literatura, música ni arte, pese a que en su juventud habían conocido personalmente a un gran número de escritores, compositores y pintores de Leningrado (Zoschenko, Zabolotski, Shostakovich, Petrov-Vodkin). Eran simplemente lectores -lectores nocturnos, para ser más preciso- y tenían un gran interés en renovar sus carnets de socios de la biblioteca. Al volver del trabajo, mi madre llevaba siempre en su bolsa de red, llena de patatas o de coles, un libro tomado en préstamo en la biblioteca, envuelto en papel de periódico para evitar que se ensuciase.
Fue ella la que me sugirió, cuando yo tenía dieciséis años y trabajaba en la fábrica, que me inscribiera en la biblioteca pública, y no creo que lo único que tuviera entonces en la cabeza fuera impedir que vagabundeara de noche por las calles. Por otra parte, tengo entendido que a ella le hubiera gustado que yo fuera pintor. Sea lo que fuere, las salas y corredores de aquel antiguo hospital, enclavado en la orilla derecha del río Fontanka, fueron el principio de mi vocación. Todavía recuerdo cuál fue el primer libro que, por consejo de mi madre, solicité de la biblioteca: Gulistan (El jardín de las rosas), del poeta persa Saadi. Descubrí entonces que mi madre era muy aficionada a la poesía persa. El libro siguiente que pedí, éste por cuenta propia, fue La maison Tellier, de Maupassant.
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Lo que tienen en común la memoria y el arte es el don de la selección, el gusto por el detalle. Si la observación puede parecer halagadora para el arte (para la prosa, en particular), resulta insultante para la memoria. Sin embargo, el insulto es merecido, puesto que la memoria presenta detalles, no el cuadro; para decirlo de alguna manera, no realza la totalidad de la representación. El convencimiento de que, en cierto modo, lo recordamos todo de forma universal, el convencimiento mismo que hace que la especie siga adelante en la vida, es infundado. La memoria se parece más que a otra cosa a una biblioteca en desorden alfabético en la que nadie hubiera clasificado los libros.
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De la misma manera que hay personas que señalan el crecimiento de sus hijos mediante marcas a lápiz en la pared de la cocina, todos los años, el día de mi cumpleaños, mi padre me hacía salir al balcón y me sacaba una foto en el mismo sitio. Como telón de fondo tenía una plazoleta de pavimento empedrado, de medianas dimensiones, en la que se levantaba la Catedral del Salvador del Batallón de la Transfiguración de Su Majestad Imperial. En los años de guerra su cripta fue convertida en refugio contra los bombarderos aéreos y a ella me llevaba mi madre durante las incursiones aéreas, metido en una gran caja vinculada a muchos recuerdos. Esto es algo que debo a la ortodoxia y que tiene relación con la memoria.
La catedral, un edificio clasicista de seis pisos de altura, rodeada por un amplio jardín lleno de robles, tilos y arces, fue escenario de mis juegos en los años de la posguerra y me acuerdo de que mi madre me iba siempre a buscar allí (ella tira de mí, yo escapo y grito: una alegoría de propósitos encontrados) y me llevaba a rastras a casa para que hiciera los deberes. Con la misma claridad la veo a ella, junto a mi abuelo y a mi padre, en un angosto sendero de ese mismo jardín, tratando de enseñarme a montar en bicicleta (una alegoría de un propósito común o una alegoría del movimiento). En la parte trasera, que era la pared este de la catedral, cubierto con un grueso cristal, había un icono grande y deslustrado que representaba la Transfiguración: Cristo flotando en el aire, sobre un montón de cuerpos reclinados, de seres absolutamente fascinados. Nadie pudo explicarme nunca el significado de aquel cuadro y ni siquiera ahora estoy seguro de haberlo captado totalmente. En el icono había muchas nubes, que yo asociaba al clima local.