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No se había propuesto ser tan preeminente, ni trataba simplemente de vengarse del sistema. Para ella era una cuestión privada, algo que pertenecía a su temperamento, a su identidad y a lo que había conformado aquella identidad. Para decirlo de alguna manera, su identidad había sido conformada por la cultura, por sus mejores productos: los poemas de su marido. Eran éstos, no el recuerdo de su persona, lo que ella trataba de mantener vivo. Era de ellos, no de él, de quien enviudó durante aquellos cuarenta y dos años. Por supuesto que lo amaba, pero el amor es la más elitista de las pasiones. Adquiere su sustancia estereoscópica y su perspectiva sólo dentro del contexto de la cultura, puesto que ocupa más espacio en la mente que en la cama. Fuera de este marco, fracasa y se convierte en ficción unidimensional. Ella era una viuda de la cultura y creo que amaba más a su marido al final de su vida que el día en que se casaron. Probablemente ésta sea la razón de que los lectores de sus libros los encuentren tan turbadores. Por esto y porque el estado del mundo moderno en relación con la civilización puede ser también definido como viudedad.

Si le faltaba algo, era humildad. En este aspecto era totalmente diferente de sus dos poetas. Pero ellos tenían su arte, y la calidad de sus logros les proporcionaba satisfacción bastante para ser, o pretender ser, humildes. Pero ella era terriblemente terca, categórica, lunática, desagradable, idiosincrásica; muchas de sus ideas eran absurdas o habían sido elaboradas de oídas. En resumen, en ella había mucho de formación de mujer, cosa que no sorprende dada la dimensión de las figuras que trató en la realidad y más tarde en la imaginación. Al final, su intolerancia alejó de su lado a muchos, cosa que de hecho no le importaba, porque empezaba a cansarse de la adulación, de ser objeto de los gustos de Robert McNamara y de Willy Fisher (el verdadero nombre del coronel Rudolf Abel). Todo lo que quería era morir en su cama y, en cierto modo, esperaba la muerte, porque «allí arriba volveré a estar con Osip», pese a que Ajmatova, al oírle estas palabras, le replicó: «No, estás completamente equivocada. Allí arriba seré yo quién estará con Osip.»

Su deseo se hizo realidad y murió en su cama, cosa nada insignificante para una rusa de su generación. Los habrá que dirán que no entendió su época, que perdió el tren de la historia que viajaba hacia el futuro. Pues bien, como casi todos los demás rusos de su generación, aprendió demasiado bien que aquel tren que se dirigía al futuro se para en el campo de concentración o en la cámara de gas. Tuvo la suerte de eludirlos y nosotros hemos tenido la suerte de que nos hablara del viaje. La última vez que la vi fue el 30 de marzo de 1972, en la cocina de su casa, en Moscú. Era a última hora de la tarde y ella estaba sentada, fumando en un rincón, sumida en la sombra proyectada sobre la pared por el alto armario. Aquella sombra era tan oscura que lo único que permitía ver era el débil destello del cigarrillo y sus ojos penetrantes. Lo demás -su cuerpo macilento y encogido bajo el chal, sus manos, el óvalo de su rostro lívido, su cabello gris, ceniciento- habían sido engullidos por la oscuridad. Parecía el residuo de una inmensa hoguera, una brasa que quemaría si uno la tocase.

(1981)

COMPLACER A UNA SOMBRA

1

Cuando un escritor recurre a un idioma que no es el suyo materno, o bien lo hace por necesidad, como Conrad, o debido a una ardiente ambición, como Nabokov, o en aras de un mayor distanciamiento, como Beckett. Perteneciente yo a diferente asociación, en el verano de 1977 y en Nueva York, cuando ya llevaba cinco años viviendo en el país, compré en una tiendecilla de máquinas de escribir, en la Sexta Avenida, una «Lettera 22» portátil y empecé a escribir en inglés (ensayos, traducciones, y de vez en cuando algún poema) por una razón que muy poco tenía que ver con lo antedicho. Mi único propósito entonces, como ahora, era aproximarme al hombre al que yo consideraba como la mente más privilegiada del siglo XX: Wystan Hugh Auden.

Desde luego, conocía perfectamente la futilidad de mi empresa, no tanto por haber nacido yo en Rusia y bajo los auspicios de su idioma (que nunca he de abandonar… y espero que por su parte también sea así) como por la inteligencia de este poeta, que en mi opinión no tiene igual. Conocía la futilidad de este esfuerzo, además, porque Auden había muerto hacía ya cuatro años. Sin embargo, para mí, escribir en inglés era la mejor manera de acercarme a él, de trabajar según sus normas, de ser juzgado, si no por su código de conciencia, al menos por lo que en el idioma inglés, sea lo que fuere, hizo posible este código de conciencia.

Estas palabras, la propia estructura de estas frases, muestran a cualquiera que haya leído una sola estrofa o un solo párrafo de Auden, cómo fallo yo. Para mí, no obstante, un fallo según los patrones de él es preferible a un éxito medido por los de otros. Además, desde un buen principio supe que estaba abocado al fracaso, y lo que ya no puedo decir es si esta especie de sobriedad era cosa mía o procedía de sus escritos. Todo lo que espero mientras escribo en su lengua es que no rebaje su nivel de operación mental, su plano de contemplación. Esto es todo cuanto uno puede hacer por un hombre mejor: continuar en su vena, y esto, creo yo, es en lo que consisten todas las civilizaciones.

Sabía que, por temperamento y otras cosas, yo era un hombre diferente y que, en el mejor de los casos, sería visto como su imitador. No obstante, ello sería para mí un cumplido. También contaba con una segunda línea defensiva: siempre podía volver a mis escritos en ruso, en los que tenía plena confianza y que incluso a él, de haber conocido el idioma, probablemente le habrían gustado. Mi deseo de escribir en inglés no tenía nada que ver con cualquier sensación de confianza, satisfacción o comodidad; se trataba, simplemente, del deseo de complacer a una sombra. Desde luego, allí donde él se encontraba entonces difícilmente podían importar las barreras lingüísticas, pero de algún modo yo pensaba que a él podría agradarle más que me expresara ante él en inglés. (Aunque, cuando lo intenté, en los verdes prados de Kirchstetten, hace ahora once años, la cosa no funcionó; mi inglés de entonces era mejor para leer y escuchar que para hablar. Y tal vez fuera mejor así.)

Para plantearlo de manera distinta, incapaz de devolver todo lo que se le ha dado, uno trata de pagar al menos en la misma moneda. Después de todo, él mismo lo hizo, al tomar la métrica de Don Juan para su Carta a Lord Byron o el hexámetro para su Escudo de Aquiles. Cortejar siempre exige un nivel de autosacrificio y asimilación, sobre todo si uno está cortejando a un espíritu puro. En vida, este hombre hizo tanto que la creencia en la inmortalidad de su alma resulta casi inevitable. Lo que nos dejó equivale a un evangelio a la vez aportado y llenado por un amor que lo es todo menos finito, es decir, con un amor que en modo alguno puede alojarse en carne humana y que, por consiguiente, necesita palabras. Si no hubiera iglesias, fácilmente se hubiera podido construir una sobre este poeta, y su precepto principal diría más o menos aquello suyo de

Ifequal affection cannot be,

Let the more loving one be me

«Si no puede haber un afecto igual / Deja que el más amante sea yo.»

2

Si un poeta tiene una obligación respecto a la sociedad, es la de escribir bien. Al formar parte de la minoría, no tiene otra opción. Si deja de cumplir este deber, se sume en el olvido. La sociedad, en cambio, no tiene obligaciones respecto al poeta. Mayoría por definición, la sociedad se considera poseedora de otras opciones distintas que la de leer versos, por más bien escritos que éstos puedan estar. Al no hacerlo, el resultado es el de sumirse en ese nivel de locución en el que la sociedad es presa fácil de un demagogo o de un tirano. Tal es el equivalente del olvido para la sociedad, y un tirano puede, claro está, tratar de salvar a sus súbditos de éste mediante algún espectacular baño de sangre.