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Una vez en su casa, la hizo apoyarse contra la puerta trasera para un último y largo beso.

– Eso está mucho mejor, Gautier -murmuró.

– ¿Mejor?

No comprendía qué quería decir.

– Sí. Has vuelto a sonreír. Hace un rato, he temido que fueras a arrancarme la cabeza.

– No estaba enfadado contigo, Maggie.

– Lo sé. Estabas enfadado por la interrupción, pero tu expresión era más negra que una nube de tormenta -hizo una pausa-. Sé que tienes que irte, pero quiero decir que… que esto no ha salido como había pensado. Creía que una cena al aire libre sería algo que podríamos hacer juntos sin complicaciones.

– Yo también, pero la nieve y el frío no han sido capaces de enfriarnos. Quizás deberíamos probar a nadar un rato en uno de los lagos de la montaña. -¿Crees que funcionaría?

Andy rozó su mejilla.

– No. Creo que los dos sabemos lo que va a pasar, pero lo último que querría hacer es presionarte, Maggie. Encontraremos la forma de pisar el freno.

Y lo decía en serio; el problema era cómo.

Cuando paró el coche frente a Babe’s, el bar del conflicto, Mavis lo estaba esperando. Su ayudante era un hombre moreno, de ojos negros, cuarenta y siete años y casi uno noventa de estatura. A diferencia de John, que tenía el tamaño adecuado pero no la capacidad ni el valor, Mavis podría vencer a cualquier hombre en una pelea sin salir herido, pero Andy era muy estricto con las medidas de seguridad. Había situaciones a las que no debían enfrentarse sin apoyo, y aquella era una.

Un tiro al aire llamó la atención de la gente, probablemente porque ya se habían cansado de pelear. El bar estaba patas arriba, sillas rotas, mesas tiradas, un espejo roto…, pero los daños de las personas eran mucho peor, una herida de navaja en un brazo, un hombre inconsciente y tres o cuatro con magulladuras. Paul Shonefeld había pegado primero, como siempre. Era un tipo testarudo a quien el alcohol le hacía perder fácilmente los estribos, pero siempre había tenido dinero suficiente para pagar los daños y las indemnizaciones.

Pero no en aquella ocasión. Andy y Mavis llevaron a dos de los heridos al hospital para que les dieran puntos en los cortes, aguantaron las quejas y protestas de Babe hasta que se calmó, mandaron a todo el mundo a casa y después metieron a Paul en su coche, quien no dejó de patalear y protestar durante el tiempo que tardaron en llegar a la cárcel,

Andy no discutió con él, sino que se limitó a encerrarlo. La oficina del sheriff compartía el edificio con correos, de modo que lo que utilizaban a modo de calabozo no era tal, sino una habitación pequeña con barrotes en las ventanas, una cama y un buen cerrojo. Paul conocía bien el camino.

– Mañana estaré fuera -espetó.

– Ni lo sueñes. Cruzaste la línea al sacar la navaja.

– Yo no fui el primero en sacarla. Fue Brooker. Yo sólo me defendí. Nadie puede decir lo contrario…

– Nadie excepto yo, Shonefeld. Ahí tienes agua y un water, así que no quiero volver a oír tu voz hasta mañana por la mañana, porque cualquier cosa que quieras decir, será ya delante del juez.

– Primero tengo que llamar por teléfono…

Técnicamente tenía ese derecho, pero Shonefeid se quedó dormido antes de poder hacerlo.

Andy se sentó en la silla de su abuelo frente a la mesa con la luz de neón brillando sobre su cabeza. La iluminación navideña adornaba Main Street, pero ni un solo coche pasaba a aquellas horas, de modo que el único sonido era el del segundero del reloj y el de su bolígrafo.

La adrenalina tardaba un poco en recuperar su densidad normal tras enfrentarse a tipos como Shonefeld, pero su cabeza pronto dejó de pensar en él. Sólo tenía sitio para Maggie. Bajo cero como estaban y tras dos horas de altercado y ella seguía ahí, colándosele en la cabeza como lo haría el perfume de las rosas por una ventana abierta en verano.

Y corno a una rosa pura, rara, generosa y frágil, tendría que cuidarla. Se sentía tan bien con ella que no podía volver a correr el riesgo de echarlo todo a perder ya que, el hecho de que viviese sola quería decir que otros hombres o habían intentado atarla, o la habían dejado en la estacada, y él no quería hacer ninguna de las dos cosas. Pero si Maggie consideraba el amor como una atadura en lugar de como una fuente de libertad, iba a necesitar tiempo para mostrarle que una relación podía ser diferente a lo que ella se temía.

Jamás había conocido a una mujer que fuese tan perfecta para él, un alma gemela que no había creído que existiera. Dejó el bolígrafo sobre la mesa y cerró los ojos, consciente de que estaba intentando trazar una estrategia con la que poder ganarse a Maggie. Y uno no puede trazar estrategias con la magia. Ni siquiera se puede explicar de dónde sale.

Pero así estaban las cosas, y su corazón lo sabía.

Maggie se puso una chaqueta, agarró la escalera y salió fuera. El sol brillaba tanto que la nieve parecía una alfombra de diamantes, pero en lo que a ella concernía, en paisaje podría haber sido desértico. Estaba de un humor de perros. Mejor, de osos. De una hembra de oso con síndrome premenstrual.

Clavó la escalera en un banco de nieve, la apoyó contra el alero, entró de nuevo en el garaje a buscar un cubo de alquitrán y una espátula, los dejó en el suelo junto a la escalera y, con los brazos en jarras miró hacia el tejado entornando los ojos.

Era culpa de Andy. No lo de la gotera, claro, sino su humor. Rara vez estaba de mal humor, excepto cuando no dormía lo suficiente, y eso era precisamente lo que le había ocurrido la noche anterior. Las pesadillas que padecía desde el accidente se habían cuadruplicado, y Andy tenía que ser el responsable.

La bota de montaña le resbaló en el primer peldaño, pero recuperó el equilibrio y siguió subiendo con las herramientas.

Aquello de la magia era una completa estupidez.

Nadie se enamoraba tan rápido. ¡Si hasta se había abalanzado sobre él en el bosque! Y lo peor es que le había parecido algo perfectamente natural. Por alguna extraña razón, se había empeñado en creer que estaba enamorada de pies a cabeza de él, y eso la estaba poniendo nerviosa.

Tanto que apenas había podido dormir. Ya tenía bastantes perturbaciones con la dichosa pérdida de memoria. Le había dado vueltas y vueltas a la cabeza intentando recordar qué podía haber hecho para sentirse tan culpable, pero jamás había hecho algo que atacase frontalmente su sistema de valores, y no se podía imaginar a sí misma haciéndolo.

Aquellos sueños tenían que haberse intensificado por culpa de Andy. Tenía que ser por sus bromas sobre lo buena persona que le parecía, y aunque le gustaba su sentido del humor… es más, le gustaba todo de él, su ética era tan rígida como la de ella, y la preocupación por haber podido hacer algo que o desilusionase debía haber sido la causa de aquellas pesadillas.

Jamás había tenido problemas para controlarse, y no poder atajar aquellos ataques de ansiedad la avergonzaba. Menos mal que arreglar el tejado sí que podía.

La escalera empezó a ladearse cuando llegó al último escalón, y tragando saliva, se subió al tejado. Al construir su cabaña, había elegido el tejado más inclinado posible, lo mismo que haría cualquiera que viviese en medio del bosque en una zona de nevadas tan intensas como aquella. La pendiente del tejado ayudaba a la nieve a caer, y por lo tanto se reducía el riesgo de que la techumbre pudiera llegar a hundirse por el peso excesivo.

Pero en aquel momento, una pendiente tan pronunciada la obligaba a escalar, y el sol tanto la favorecía como le ponía dificultades. La mayoría de la nieve se había derretido ya, o había caído al suelo, de modo que aquel día sería probablemente el único del invierno en el que poder acometer aquella tarea. El único problema era que el calor creaba pequeños riachuelos de agua y placas de hielo. Las botas de montaña se agarraban bien, pero tenía que llevar las herramientas y el cubo del alquitrán, de modo que sus movimientos eran más complicados.