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Con una sonrisa, lo besó en la punta de la nariz.

– Oye, secuestradora…

– ¿Qué?

– Prométeme que no te olvidarás de lo que acabas de decirme. Volveremos a hablar de ello la próxima vez que nos veamos.

Capítulo 8

Prométeme que no te olvidarás de lo que acabas de decirme.

Maggie frunció el ceño mirando el monitor del ordenador. No pretendía seducir a Andy. Ni siquiera pensaba en él se repitió por enésima vez.

Tenía las contraventanas cerradas. Fuera, hacía una cruda tarde de invierno, y ella tecleaba en el ordenador a unas ciento veinte pulsaciones por minuto. Tenía el contestador conectado, y un cartel en la puerta de atrás que amenazaba con tomar represalias si alguien osaba interrumpirla. Estaba descalza y con un viejo pantalón de chándal con un agujero en el trasero, su ropa de trabajo. Una vela con olor a fresa estaba encendida junto a ella, esparciendo su aroma por todo el despacho.

La fecha de entrega colgaba sobre su cabeza amenazadoramente. Al cabo de cuatro días, tendría que ir a Myrton para entregar un manual. Siempre trabajaba mejor con una pantera mordiéndole los talones, y conocía a los ingenieros como si fuesen sus hermanos. Todos eran brillantes, pero incapaces de comunicarse coherentemente en su propia lengua, de modo que un manual técnico redactado por ellos necesitaba de un traductor para que un usuario comprendiera su jerga y su peculiar forma de redactar.

La necesitaban, lo cual ella se ocupaba de recordarles de vez en cuando. Valía su peso en oro, lo cual también les mencionaba de tarde en tarde, pero la habían sorprendido años atrás, creyéndoselo a pies juntillas.

El teléfono sonó, pero lo ignoró. Cuatro centímetros de nieve cubrían el camino de entrada a la casa, el fregadero estaba lleno de platos sin fregar y debería encontrar un momento para peinarse, pero siempre que debía enfrentarse a una maratón de trabajo, la inmersión total se imponía. El resto de su vida tenía permiso para quedar en suspenso… con una pequeña excepción.

El rostro de Andy no dejaba de aparecérsele ante los ojos. Su sonrisa perezosa, sus ojos oscuros, la electricidad con que se cargaba el aire con sólo tocarla. Se había pasado dos noches casi en vela intentando analizar lo que sentía por él. Los dos valoraban las mismas cosas, y estar con él era para ella más natural que estar con cualquier otro ser humano.

Todo iba bien.

Demasiado bien.

Nada podía ser tan perfecto. Nada. Las relaciones siempre necesitaban esfuerzo; siempre había problemas, diferencias que solventar, así que, ¿dónde demonios estaba la trampa?

El teléfono dejó de sonar en cuanto el contestador empezó a funcionar. Una vendedora telefónica.

Cinco minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar, pero Maggie no descolgó. Tres timbrazos más, y el mensaje empezó a grabarse.

– ¿Maggie? Soy Joanna… si estás en casa, Contesta, por favor.

Maggie salto de la silla y descolgó.

– Estoy aquí, cariño.

– Siento molestarte, de verdad, porque me imagino que debes estar trabajando y…

– No te preocupes.

El timbre de voz de su hermana sonaba tan raro que una docena de alarmas se dispararon en su cabeza.

– Es que tengo problemas con el coche. Estoy en el centro, terminando las compras de Navidad. Había aparcado delante de Mulliker’s, y no sé qué hacer…

– Tranquilízate, que enseguida estoy ahí. Pero no te quedes en la calle; si quieres, nos reunimos en June’s y así mientras te tomas un café. Estaré ahí antes de que te lo hayas terminado.

Maggie se puso el abrigo largo, en lugar de perder tiempo en cambiarse de ropa y quince minutos más tarde estaba dando vueltas por Main Street por segunda vez. Al fin vio un lugar donde aparcar, tres bloques más allá de June’s, pero faltando sólo dos semanas para Navidad, el centro estaba saturado de compradores. Se bajó del coche y echó a andar. La nieve le daba en la cara mientras pasaba junto a Papá Noel, y las tiendas estaban todas adornadas; incluso los semáforos lucían enormes lazos rojos.

Encontrarse con su hermana era lo único que llevaba en la cabeza, y no el espíritu navideño, y mucho menos ir de compras, pero cuando se detuvo para cruzar la calle, echó un vistazo a uno de los escaparates de Mulliker’s. En aquel momento, estaban poniendo una cazadora de cuero en uno de los maniquíes. Era una cazadora normal, más del gusto de cualquier adolescente que del suyo, y por lo tanto no tenía nada de especial… sin duda nada que pudiese explicar por qué el estómago se le encogió de pronto y sintió las palmas de las manos húmedas dentro de los guantes.

Era sólo una cazadora. Nada para ella. Nadie que conociera tenía una igual, y sin embargo la adrenalina se disparó por sus venas, anegándola con ansiedad y una atenazadora sensación de culpabilidad. Por un instante incluso tuvo la sensación de que iba a marearse, pero el semáforo se puso en verde y los más impacientes empujaron a su espalda; una mujer la miró con el ceño fruncido por quedarse parada en medio.

Maggie se obligó a echar a andar e intentó concentrarse en encontrar a su hermana, pero la exasperación empezaba a ser insoportable. La amnesia era un problema molesto, pero aquellos ataques de culpa habían llegado ya demasiado lejos.

Siempre se había enorgullecido de la fuerza de su carácter y ya era más que hora de que supiera qué demonios estaba causando aquellos ataques de ansiedad.

Los rostros que pasaban a su lado no eran para ella más que una máscara, y una vez más pensó en Andy. El siempre la hacía reír, conseguía que se sintiera mejor, pero se preguntó si su relación con él no tendría que ver en algún modo con lo que no conseguía recordar.

Era obvio que él no tenía nada que ver con el accidente; ni siquiera lo conocía, y tenía miedo de desilusionarlo. Sus valores y su ética eran tan fuertes en él que tenía miedo de que esperase más de lo que ella pudiera dar. Tenía miedo de no estar a la altura, porque si le fallaba a él, sería como fallarse a sí misma, y quizás fuese esa la razón de que aquellas veinticuatro horas perdidas siguieran asediándola. ¿Podría ser aquel sentimiento de culpa una especie de aviso?

«Estás dando vueltas siempre sobre el mismo círculo», se dijo con impaciencia. Tanto análisis no le estaba conduciendo a ningún sitio, y lo único que debería haber tenido en la cabeza en aquel instante era a su hermana. Llegó a la cafetería y abrió la puerta.

Estaba llena hasta la bandera y el decorado siempre acogedor tenía un decidido tinte estacional. Un Papá Noel tomaba un chocolate caliente en el mostrador, y otro estaba tomándose un trozo de pastel de manzana. El suelo estaba mojado por la nieve que entraba en las botas de los clientes, y el aroma a rollitos de limón y café inundaba el ambiente. A pesar del montón de gente, Maggie localizó a su hermana en dos segundos.

Estaba sentada en una de las mesas del fondo. Su pelo rubio era como el halo de un faro en la oscuridad, lo mismo que la delicadeza de su constitución. Mientras atravesaba el salón, vio un montón de paquetes al lado de Joanna. También vio que la mirada de su hermana parecía somnolienta y algo perdida.

– ¿Qué le ha pasado a tu coche?

– Mm… bueno, nada, la verdad.

Maggie se sentó sin apartar la mirada de su rostro.

– Pues me alegro, porque ya sabes lo que yo sé de mecánica.

– Es que necesitaba que me llevases a casa, Maggie.

– Ya lo veo.

– Por teléfono me daba apuro decirte que… bueno, que no podía conducir, y no quería que los chicos supieran…

Como era habitual en ella, Maggie no se anduvo con rodeos.

– ¿Desde cuándo bebes a cualquier hora del día?

– Nunca. Te lo prometo. Pero es que esta mañana me desperté tan nerviosa y tenía tantas cosas que hacer que pensé que un par de copas me ayudarían a… centrarme. Y al principio fue así. El problema es que no había desayunado y cuando llevaba un rato de compras, empecé e encontrarme fatal.