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– Pareces cansado, Andy. Adorable, pero cansado. Es evidente que has tenido un día duro y es tarde, pero no alcanzo a comprender cómo has llegado de los sobornos a los árboles de Navidad.

– ¿Tú sueles poner árbol en casa?

– Normalmente no… desde que murieron mis padres -dijo, y se apoyó contra el coche. El hizo lo mismo-. Joanna sí, porque tiene a los chicos, y antes decorábamos juntas toda su casa, pero no sé… al vivir sola, me parece que no merece la pena todo ese lío. Pongo algunas velas y algún que otro adorno, pero nada más.

– A mí me pasa lo mismo. Después de divorciarme, me parecía una pérdida de tiempo poner un árbol para mirarlo y recordar que estoy solo. Pero es que este año me gustaría tener uno…, si consigo convencerte de que vengas a cortarlo conmigo. Solo no tendría ninguna gracia.

– Es posible que me deje convencer -contestó, y al mirar hacia abajo, pareció sorprenderse de ver sus dedos entrelazados con los de Andy.

El no. Estar de la mano con ella en una calle silenciosa y bañada por la luz de la luna le parecía tan natural como respirar, y respirar le parecía tan natural como la avalancha de deseo que los había sepultado en otras ocasiones.

– ¿El sábado por la mañana te parece bien para lo del árbol?

– Perfecto -contestó con una sonrisa-. ¿Te das cuenta de que es casi media noche y estamos aquí, dándonos la mano en medio de la calle a no sé cuántos grados bajo cero?

– Un poco tonto, sí.

– ¿Sólo un poco?

Pero ni soltó su mano, ni hizo un solo movimiento para sacar las llaves del coche. Y ya que no parecía tener prisa por marcharse, Andy pensó que podían seguir hablando de cosas personales un poco más.

– ¿Sueles ir a la iglesia, Mags?

– Y cómo se te ocurre algo así ahora? Hablar de religión puede ser un poco delicado.

– Sí, lo sé, pero es que no hay manera de saber lo que piensas de algo así a menos que me lo digas.

Maggie asintió, y aunque mantuvo el tono de voz desenfadado, sus ojos lo miraron con honestidad.

– Bueno… cuando era más joven me consideraba, digamos, agnóstica, y pretendía seguir así, ya sabes lo asidua que soy al pecado y al crimen…, además, nunca conseguía que mis creencias personales encajaran con ninguna iglesia organizada. Después, cuando al marido de Joanna le diagnosticaron el cáncer, me vine a vivir aquí, y el reverendo Gustofson se portó tan bien con nosotros que no sé muy bien cómo lo hizo, pero ahora la mayor parte de los domingos, me encuentro en su iglesia.

– Es que es un buen hombre.

– Sí… y ahora te toca a ti la patata caliente. ¿Tienes sentimientos religiosos fuertes en algún sentido?

– Sentimientos religiosos fuertes, sí, pero sentimientos religiosos fuertes que comulguen con alguna iglesia, eso es distinto. Crecí creyendo que la espiritualidad de cada uno es algo íntimo. Puedes ir al bosque y meditar, rezar a tu manera. Mi padre decía que ninguna iglesia puede obligar a una persona a hacerse las preguntas más duras de contestar sobre lo que está bien y lo que está mal; que es algo que tiene que salir de adentro. Pero…

– ¿Pero?

– Pero termino asistiendo a una iglesia o a otra todos los domingos. Por mi trabajo, conozco a todos los reverendos y predicadores de la ciudad. Cuando tienes a un chico conflictivo entre manos, suele funcionar poner en el mismo bando a todas las fuerzas que pueden influir en su vida. No puedo decir que sea creyente, pero mi nivel de comodidad dentro de una iglesia es más alto de lo que era antes. ¿Tienes algún problema con eso?

– No, en absoluto -dijo, pero después pareció dudar-. ¿Me has hablado de religión por algo en especial?

– No. Simplemente me parece que una pareja puede tener problemas cuando esconden lo que piensan en determinadas cosas. No es que yo piense que dos personas tienen que creer en lo mismo, pero ¿qué es lo que tienes si no puedes hablar de las cosas que importan de verdad?

– Te estás poniendo muy serio conmigo, Gautier.

– Bueno… puede que antes te diera la impresión de que el sexo era lo único que tenía en la cabeza. Y lo es… pero sólo el noventa por ciento del tiempo, aunque he pensado que podía impresionarte y sumarme un punto en la cuenta de buen chico si saco de vez en cuando algún tema serio.

– Es que eres un buen chico -contestó ella, y le dio un beso que lo levantó unos cuantos centímetros del suelo sin ni siquiera proponérselo.

Luego él la metió en el coche antes de que pudiera morirse de frío, pero él se quedó allí, en la calle nevada hasta que perdió de vista las luces de su coche.

Estaba en lo cierto sobre que se estaba volviendo muy serio, tan serio como para sacar un tema como la religión en una noche en la que se congelaban las palabras. Tan serio como para darse cuenta de que estaba agotado, exhausto, pero que estando con ella se olvidaba de todo lo que le había salido mal aquel día.

Lo bastante serio como para darse cuenta de que se había enamorado de ella.

Cada vez desnudaba más su corazón ante ella. Era tan perfecta para él que quisiera pellizcarse sólo para asegurarse de que sentía dolor. Una magia como aquella era tan rara que todavía tenía miedo de creer en ella.

Y lo que lo asustaba aun más era la posibilidad de que Maggie no sintiera lo mismo.

Capítulo 9

– Te digo que entrará.

– En la Casa Blanca, puede que sí, pero ¿tienes tú techos de más de tres metros?

– Anda ya! No es tan alto.

– Vamos, Andy, ponte al lado! Mira que siempre parecen más pequeños en el bosque. ¡Te digo que este abeto es un monstruo!

– La altura es sólo un detalle. Lo que importa es la forma, y éste es perfectamente simétrico.

Maggie alzó las manos y dirigió sus comentarios al cielo, ya que dirigírselos a Andy parecía malgastar energía.

– Si se puede conseguir que un caballo cruce un río, ¿cómo es que no puedes sacar nada en claro con un hombre? Cuando tienen el gen de los machos en funcionamiento, no hay manera. Si sólo uno de ellos pudiera razonar las cosas como una mujer… -un puñado de nieve aterrizó en su hombro y se dio rápidamente la vuelta-. ¿Me has dado tú, Gautier?

– Yo diría que eso de dar es un poco exagerado

– Andy estaba a unos pasos de ella y estaba apretando un montón de nieve entre las manos-. Si quieres ver lo que de verdad significa dar…

Pero Maggie se le adelantó y le acertó con una bola de nieve en el estómago. Incluso pudo agacharse a tiempo de esquivar la que él le lanzó, pero al ver cómo la miraba, decidió que lo de la valentía estaba pasado de moda y echó a correr.

– ¡Te advierto que como se te ocurra acercarte a mí con otra bola de nieve, presentaré cargos contra ti!

– ¿Qué cargos?

– Pues no lo sé. Tú eres la ley. ¿Es que no se te ocurre nada?

Y lo que se le ocurrió fue aplastarla sobre un montón de nieve. Maggie cayó rodando, y cuando consiguió recuperar el gorro y quitarse la nieve de la cara, se volvió hacia él muerta de risa.

– No sé si te habrás creído que estás jugando con una indefensa damisela, pero te advierto que vas a pagar esto muy caro.

Andy se quedó tan impresionado con la amenaza que bostezó.

Eso sí que no podía tolerarlo, y tenía la intención de hacérselo pagar con creces, pero durante unos diez segundos, no pudo moverse. Andy estaba recortado contra el cielo azul, con los árboles cubiertos de nieve como telón de fondo. Tenía la cazadora y los guantes llenos de nieve como ella, el pelo negro le brillaba húmedo y los ojos le brillaban de malicia.

De pronto el amor por él la inundó como la ola de un mar cálido, templando todos los rincones que llevaban fríos desde tiempo casi inmemorial, transformando su corazón en un arco iris iluminado por el sol.

Maggie tuvo la sensación, repentina y amedrentadora, de que la recuperación de aquella enfermedad era imposible. Había llegado demasiado lejos. El formaba ya parte de su vida, parte de su corazón, parte de la definición de amor.