Pero una mujer tenía que hacer lo que tenía que hacer, así que echó a andar con dos bolas de nieve y empezó la persecución.
Salir a buscar el árbol de Navidad debía tomarles, más o menos un par de horas, pero para cuando llevaban aquel monstruo de árbol a su casa, era ya por la tarde, y los dos estaban congelados, muertos de hambre y empapados. Andy metió el árbol por la puerta y al echar un vistazo a su salón, dijo:
– Demonios… no va a caber.
Maggie se echó a reír.
– Si no fuera una dama, te diría que eso ya te lo había dicho yo -hizo una pausa-. Si lo pienso bien, yo nunca he aspirado a ser una señorita, así que…
– Quieta. Puede que hasta te dé de comer si te portas bien y te olvidas del árbol.
Maggie dejó de tomarle el pelo, pero sólo porque Andy iba a tener un verdadero problema con el árbol, y porque ambos necesitaban un descanso y calentarse un poco. Andy sacó unos enormes sándwiches del frigorífico y unas tazas de caldo, y con la taza calentándole las manos, le enseñó la casa.
Maggie se había preguntado en varias ocasiones dónde y cómo vivía. La casa quedaba a unos cuatro kilómetros del centro de la ciudad, entre colinas, de modo que tenía bastante intimidad. El lugar decía mucho de Andy, pero el interior fue lo que le reveló unos cuantos detalles interesantes.
Habían empezado en la cocina, que en su opinión necesitaba una mano de pintura, a ser posible de cualquier otro color que no fuera verde manzana. Tenía un frigorífico de dos puertas y un microondas de última generación que compartía espacio con una cocina muy antigua. La mesa de pino había sido dispuesta de tal modo que el sol de la mañana diera en ella mientras que los comensales contemplaban una magnífica vista de los abetos azules y dorados del jardín.
El estilo de Andy era bastante espartano, pero todo era cómodo y práctico. El baño de abajo era todo blanco, pero las toallas eran rojas, gruesas y esponjosas. El dormitorio de la planta baja era pequeño, con muebles de líneas sencillas y un edredón indio en negro y dorado.
Andy la miraba para analizar sus reacciones.
– Ya te dije que mi casa no era gran cosa -dijo, incómodo.
– Deberías haberme advertido que no vería ni una mota de polvo. Ahora me da vergüenza haberte enseñado mi casa. ¿Es aquí donde vivías mientras estuviste casado?
– No. Mi ex… bueno, a ella le gustaban más ese tipo de casas pensadas para enseñar. Yo tenía mis ahorros antes de que nos casáramos, pero la casa lo devoró todo en un santiamén. Yo nunca había necesitado tanto espacio, y la verdad es que nunca tuve la sensación de que aquella casa fuese verdaderamente mía. Sin embargo, ésta…
Como él pareció dudar, ella intervino:
– Esta casa tiene un buen karma.
– Bueno, yo no sé mucho de karmas.
– Pero yo sí. Tiene el sello de un hombre soltero, pero es un hogar, y no sólo una casa. Esa es la diferencia. Cuando entras, la sientes acogedora. Me gusta de verdad. Vamos, Gautier, enséñame la planta de arriba.
Subieron por una escalera bastante estrecha. En la planta alta había otro baño, un cuarto de estar con las paredes de madera y un enorme dormitorio. Andy apenas la dejaba parar en las habitaciones, algo muy típico de los hombres, pero aun así, se quedó clavada en la puerta del dormitorio.
El estilo severo era aún más pronunciado en aquella estancia. No había nada fuera de su sitio: ni zapatos, ni ropa, nada. Las paredes habían sido pintadas de un gris pálido, que no combinaba mal con el edredón color chocolate que cubría la enorme cama.
Maggie estuvo mirando a la cama unos segundos más de lo necesario, en parte porque se lo imaginaba perfectamente durmiendo solo en aquella gran cama, y en parte porque también se imaginaba perfectamente a sí misma despertándose bajo aquel edredón junto a él. Afortunadamente vio algo que la distrajo. Reconoció el objeto como un cazador de sueños, el único adorno en toda la casa.
– ¿Funciona? -le preguntó-. ¿Atrapa de verdad tus sueños para que no se pierdan?
– Tendrías que dormir aquí para averiguarlo. De hecho, si quieres probar la cama para ver qué tal funciona, estás invitada…
– Si sigues invitando a criminales carentes de moralidad a tu cama, corres el peligro de tener que pagar las consecuencias -le advirtió, siguiendo la broma.
– Esa es la parte que más me interesa.
El pulso de Maggie se disparó y sintió que las mejillas le ardían. Había tenido el presentimiento cuando él la había invitado a su casa, de que podía tener algo pensado para el final de la velada. En muchas otras ocasiones la había excitado, verbal y físicamente, hasta que de pronto se había vuelto un caballero. El problema era que no tenía la seguridad de poder estar a la altura de las circunstancias, y pretendía contestarle con otra tontería, pero sin saber cómo, su tono se volvió serio:
– Andy… podrías desilusionarte, ¿sabes?
– Mags…
– ¿Qué?
– Primero tendría que helarse el desierto para que algo tuyo pudiera desilusionarme. Y ahora, haz el favor de dejar de pensar en el sexo, aunque sean sólo diez minutos. Tenemos que ocuparnos de decorar un árbol de Navidad.
Para lo cual, tuvo que cortarle un trozo de al menos sesenta centímetros, y el aroma a pino invadió la casa, además de la nieve y las acículas que saltaron en todas direcciones.
El árbol quedó, al fin, colocado en el salón junto al ventanal, para lo cual quedaron sin sitio dos sillas. Como ya había oscurecido, Maggie encendió varias lámparas e intentó reordenar el mobiliario, y por primera vez tuvo una buena ocasión para estudiar aquella habitación.
Las paredes estaban recubiertas con madera de pino. En un rincón, estaba la chimenea de ladrillo con la campana de madera. El sofá y las sillas eran de un suave color tostado y una alfombra india tejida a mano en dorados y verdes abrigaba el suelo. Las estanterías encastradas en la pared estaban abarrotadas de tratados de medicina india, tradiciones y mística. La mesa de centro debía haberla hecho él, y sobre la superficie de cristal había varias colecciones de puntas de flecha, además de cuchillos y dos pipas dispuestas en el centro.
– Esas pipas parecen muy antiguas -.comentó.
– Lo son. Hace tiempo le pedí a un empleado del museo que le echase un vistazo a la colección, y me dijo que la de barro puede tener unos mil años de antigüedad… un verdadero tesoro. Vienen de la parte materna de mi familia.
– Una de esas puntas de flecha parece de ónix.
– Sí, esa es una de las piezas más curiosas. Los nativos americanos no utilizaban monedas para sus intercambios comerciales, sino cosas de valor, y una punta de flecha de ónix se consideraba el precio a pagar por una novia.
– Vaya yo lo pagaría gustosa por el hombre adecuado. Es preciosa. Y digo yo, ¿cómo es que los hombres nunca han estado en venta? ¿Por qué siempre han tenido que ser las mujeres?
– ¿Quizás porque somos más listos, más grandes y más fuertes?
Aquella respuesta no iba a quedar sin castigo, pero en aquel momento tenía otras cosas que hacer. Quería seguir explorando la habitación. Un armario alto y con puertas de cristal albergaba una colección de armas, y cuando Andy la vio mirándolas, fue diciéndole sus nombres.
Los números y los modelos no le decían nada, pero sí su timbre de voz, que le comunicaba lo mucho que significaban para él.
– ¿Son todas antiguas, Andy?
– Sí. De la guerra civil. Todas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Las armas de hoy en día son sólo símbolos de violencia, pero estas siempre me han parecido distintas…, no me recuerdan las cosas por las que merece la pena morir, sino por las que merece la pena vivir. Una cursilada, ¿no?
– ¿Desde cuándo los valores son cursis? Yo también guardo cosas con gran simbolismo para mí, como por ejemplo las tazas de porcelana de mi bisabuela, pero he de reconocer que no tienen la categoría de tu colección de armas. ¿Sabías que yo también tengo una?