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– Lo sé -admitió-, pero es que no puedo deshacerme de la sensación de haber hecho algo malo… algo que podría importarte a ti. A nosotros. Pero en este momento, no se trata de si son imaginaciones mías o no. Lo que necesito es que me creas. Que es verdad, que no estaba intentando poner excusas. ¡Quiero hacer el amor contigo!

Puede que dentro de unos veinte años, aquella escena le pareciera divertida. Jamás se había imaginado a una mujer, y mucho menos a Maggie discutiendo con él sobre si quería o no hacer el amor con él, pero algo le decía que estaba pisando un terreno poco firme y peligroso.

– Mags, si estás segura de que quieres que entre, entraré.

– Claro que quiero que entres. ¿Por qué te he estado gritando si no?

– Y si me quieres en tu cama, Dios sabe bien que es ahí donde yo quiero estar.

– Creo que no podría habértelo dicho con mayor sinceridad que es precisamente eso lo que quiero que…

– Y que vamos a dormir.

Maggie se quedó boquiabierta.

– ¿Dormir?

– Sólo dormir.

– Sólo dormir -repitió.

– Es un asco tener que seguir siendo el caballero de blanca armadura contigo, porque llevo ya un tiempo queriendo corromperte, pero es que no me parece bien hacer el amor cuando estás más dispuesta a pegarme un tiro que a besarme, así que lo que yo creo que debemos hacer es dormir bien. Y si por la mañana te sientes de otra manera, podremos negociar un programa diferente.

– ¿Y de verdad piensas que esa teoría va a funcionar?

– Sí -evidentemente no estaba ni mucho menos tan seguro como hacía parecer, pero de lo que no le cabía duda era de que hacer el amor con ella en aquel momento podía terminar siendo un desastre, a menos que supiera la verdad de por qué se había apartado de él-. Siempre y cuando tengas un cepillo de dientes que puedas prestarme -añadió.

– Así que vamos a cepillamos los dientes juntos, pero nada más.

Su tono mostraba una clara incredulidad.

– Es que cepillarse los dientes con alguien es algo muy íntimo. Luego me verás afeitarme delante de ti y tus sujetadores empezarán a aparecer en mi colada. Tanta intimidad es difícil de controlar si no se tiene cuidado, así que lo mejor es ir paso a paso…

Con aquel tono jocoso consiguió hacerla entrar en la casa, quitarse las botas y la cazadora y encender unas cuantas luces. Tampoco le costó demasiado conseguir que apagara esas mismas luces, que cerrara la puerta con llave y subiera al dormitorio.

Entró directa en el baño para darle un cepillo de dientes nuevo, y como si fuese algo que hacían todos los días, él puso una fina tira de dentífrico sobre las cerdas del cepillo y le pasó el tubo a ella. Maggie no parecía más calmada, pero cuando él empezó a cepillarse, ella hizo lo mismo. Cuando ya tenían las bocas llenas de una considerable cantidad de espuma, empezó a reír.

– Esta tiene que ser por fuerza la cosa menos romántica que dos personas puedan hacer juntas.

– Es que esta noche no va a ser romántica, ¿recuerdas? ¿Usas tú el lavabo primero?

– No, por Dios. Incluso estaba pensando tragarme el dentífrico para que no tuvieras que yerme escupirlo.

– Qué tontería. Lo mejor que podemos hacer es escupir los dos al mismo tiempo. Así no tendrás que volver a preocuparte por ello.

– Eres un hacha en esto de la intimidad, ¿eh, Gautier?

– Conozco todos los posibles pormenores de la pasta de dientes -le aseguró-. Lo de los pijamas es un poco más complicado. Si hubiera sabido que iba a quedarme a dormir, me habría traído uno. O mejor dicho, primero habría tenido que comprarlo para poder traerlo, pero dadas las circunstancias, me quedaré con la ropa interior puesta… si estás de acuerdo en hacer tú lo mismo.

– De acuerdo -contestó ella usando la misma gravedad que él.

– Y nos desnudaremos a oscuras. Soy un chico muy modesto. Seguro que ya te has dado cuenta.

– La verdad es que me da la impresión de que no tienes un solo hueso modesto en tu cuerpo…

– Pues te equivocas. Lo que pasa es que no voy a enseñarte mis huesudas rodillas hasta que me conozcas mejor. A pesar de todo, voy a necesitar encender la luz un momento: tienes tres mil cosas en el dormitorio, y podría matarme hasta llegar a la cama.

– Desde luego.

– Y entonces llegaremos al siguiente tema escabroso.

– ¿Los métodos anticonceptivos?

– Que no… que no vamos a pasar ese puente esta noche, pero aun así, tengo protección en la cartera, en caso de que ese momento se presente, digamos, en los próximos diez o veinte años. Yo hablaba de cosas más serias, como por ejemplo en qué lado de la cama duermes.

– En el derecho.

– Vaya… nos hemos salvado por los pelos, porque yo necesito dormir en el lado izquierdo.

Andy encontró un camino relativamente seguro a través del campo de minas de su dormitorio y volvió a apagar la luz. La ropa sonó al quitársela y después Maggie se metió entre las sábanas y se quedó inmóvil como una estatua. Andy se metió después y se quedó quieto también.

El silencio se adueñó de la habitación.

Aquella noche no iba a dormir. Ni un minuto. Incluso era posible que no volviese a dormir nunca, sabiendo que ella estaba tumbada a su lado con tan sólo unas braguitas.

La casa se había quedado oscura como la boca de un lobo, ya que no entraba luz alguna por las ventanas en una noche de ventisca como aquella. El viento aullaba como un coyote.

Y como un coyote se sentía él sabiéndola a escasos centímetros de su cuerpo, lo bastante cerca como para poder tocarla con tan sólo un gesto de la mano. Lo bastante cerca para percibir el perfume de su piel. Lo bastante cerca como para elucubrar si sus braguitas serían de algodón blanco, sencillas y funcionales, o sensuales y de encaje. Y tras unos minutos de serio debate intelectual, cerró los ojos; tenía que estar loco para seguir por aquel camino.

De pronto, sintió el roce de un dedo en el abdomen. Abrió los ojos de par en par. Debía haber sido una mala pasada de su imaginación, pero entonces sintió tres dedos más recorrer sus costillas.

– ¡Eh! -protestó.

Los dedos desaparecieron, pero Andy apenas tuvo tiempo de darse cuenta, porque un cuerpo femenino completo se colocó sobre él, e incluso en aquella absoluta oscuridad pudo ver los ojos de Maggie, mirándolo fijamente.

– ¡Eh! -volvió a protestar-. ¿Qué pasa aquí?

– Es que en mi lado de la cama hace mucho frío.

– No pretendas engañar a la ley, porque tu cuerpo está caliente como un horno. Esto no formaba parte del programa. ¿Y dónde están tus braguitas?

– Nunca duermo con ellas puestas. No pensé que fuera a importarte. Y ha habido un pequeño cambio en el programa: siento tener que decírtelo, pero las cosas no siempre pueden ser como tú quieres. Y yo estaba pensando que…

Bajó la cabeza y lo besó suavemente en el cuello. Fue un beso húmedo y suave, que precedió al movimiento de abrir las piernas y acomodarse sobre él. Por pura casualidad, el lugar donde se sentó evidenciaba su deseo, pero el peso de su cuerpo era tan perfecto para él que la boca se le quedó más seca que el desierto del Sahara a mediodía.

– No creo que debas pensar más esta noche.

– Estaba pensando… que, no sé cómo, pero has conseguido que me olvide de mi mal humor. He sido yo quien lo ha estropeado todo antes comportándome como un avestruz, y como no estoy acostumbrada a hacer esas cosas, me he sentido fatal después. Pero tú te las has arreglado para, en lugar de echarme la culpa, conseguir con no sé qué truco, vuelva a sentirme bien.

– Pues… en este momento, no creo que pudieras encontrar ningún rasgo honorable en mi carácter.

– Tonterías aparte, Gautier, te diré que hay que pagar un precio por hacerle algo así a una mujer. Ya estaba enamorada de ti antes, pero me has obligado a quererte mucho más, así que esta noche no me vas a decir que no, y así es como va a ser. Siempre y cuando el cambio en el programa te parezca bien, claro -añadió con suavidad.