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Cuando Susana Cáceres, con sus mejillas como pellizcos, se levantó para llevarle la leche caliente a Dulce dulcísima, en el comedor estaba aún la luz encendida bajo los párpados de una lámpara de lágrimas. Descalza anduvo el corredor, los pechos le bailaron en su camisola de algodón y por la rendija de una puerta entreabierta pudo adivinar el bulto de tía Asun en la cama. Sentía el peso del sueño sobre los ojos, pero la curiosidad la llevó hasta el salón y allí vio, arrugado en el suelo como una ese, el cuerpo de una mujer. Estaba envuelto en color cera y junto a ella había una botella de coñac. Susana Cáceres pensó que era la imagen de la muerte y lanzó un grito que le vació la voz. Yo no me daba cuenta de nada porque yo era la mujer que estaba tendida en el suelo con el cuerpo embriagado de rabia.

Fue así como se lo pagué.

La sexta visita fue allí, y sucedió tras la cuarta visita, que fue aquí, y tras la segunda, que fue allí, al igual que la primera, que también fue allí. No contabilizo el resto de visitas impares porque ésas se celebraron en territorios neutrales y por tanto no adquirieron el carácter de visita sino de encuentro. Llegábamos, nos veíamos, buscábamos un hotel para el desfogue y nos despedíamos precipitadamente, como si estuviéramos librando una batalla contra el tiempo. Pero la sexta visita, ya digo, fue allí y yo llegué a ella pertrechada de ilusión, con la maleta rebosante de regalos y mariconadas, libros que él no leía y camisones que yo no me ponía, pues en el momento de la verdad nos sobraban las referencias literarias y los encajes, íbamos a lo que íbamos sin darnos cuenta de que a fuerza de tocarnos tanto estábamos socavando nuestros cuerpos y con ellos, nuestras almas, porque nuestras almas habitaban al final del sexo, en la última sacudida de la penetración. Con la punta del pene él tocaba mi alma y yo la suya, que tenía blindaje de acero y sin embargo se derretía en el orgasmo como no la había visto derretirse a ningún hombre. Sucedían lluvias de placer que nos horadaban más y más el cuerpo, éramos una oquedad que sólo el otro tenía la capacidad de rellenar; en cierto modo cada uno de nosotros constituía el molde del otro, se había producido el fenómeno de la acoplación perfecta y no estábamos dispuestos a sacrificar tal privilegio.

Duró una semana, pero cuando divisé su rostro en el aeropuerto supe que aquella visita podía significar la eternidad. Estaba apoyado en el vértice de una pared, distanciado del resto de personas que esperaban a otros pasajeros y de los agentes turísticos que llevaban un cartelito en la mano con apellidos indescifrables. Al principio no lo vi, o me hice la loca, pero rápidamente fui engullida por sus ojos y sentí el peso de su mirada sobre mi cuerpo, que empezó a bullir y a palpitar, como si desde la distancia me hubiera inoculado el virus de la avidez. Nos recorrimos en silencio y el tiempo se nos derritió en la boca con todos los jugos del deseo. Estaba desmejorado, y bajo su pelo de agua me pareció adivinar un aire somnoliento que potenciaba su morbosidad. A la luz del día los años se le desplomaban en las mejillas, y el rictus de su sonrisa adquiría el tono agridulce de las gentes lascivas o misteriosas. Leo era lascivo y además misterioso, pero ese día estaba tocado también por un extraño decaimiento que, lejos de decepcionarme, reafirmó mi capricho. En su coche destartalado recorrimos el camino del aeropuerto a la ciudad sin apenas mediar palabra. Intercambiamos sólo las mínimas preguntas de cortesía, nos miramos con el rabillo del ojo sabiéndonos reprimidos mutuamente, y casi al final, después de librar una batalla con mi pudor, yo le dije que había pensado mucho en él. Entonces Leo levantó la mano derecha del volante y la depositó en mi pantalón. A punto estuve de fundirme.

Los días y las noches transcurrieron como un sueño atropellado. Escasos eran los momentos en que nos apeábamos de la nube para hablar de temas minuciosos que afectaban a nuestras respectivas vidas. Leo, en campo propio, adquiría una grandeza especial. Me gustaba verlo discutir con los vendedores callejeros, sentarme bajo la sombra de los veladores y escuchar sus relatos, esos cuentos enrevesados en los que jamás podías distinguir dónde terminaba la realidad y empezaba la ficción. Leo había desarrollado una filosofía cáustica en torno a todo y se protegía escupiendo frases cínicas, improperios que sonaban muy bien y que me hubiera gustado recoger en una grabadora para repetirlos algún día. De noche salíamos a ver el mar y su pespunte de luces en la costa, paseábamos por las calles sinuosas del puerto y tomábamos vino blanco en una taberna que dimos en bautizar como nuestro observatorio. Allí había un enorme horno que hacía unos panes grandes y redondos como platillos volantes. De haber permanecido quince días más en aquel país me hubiera puesto como una foca porque comía pan constantemente y mis tripas se hinchaban igual que se hinchan los globos cuando les soplas aire. Estaba preñada de pan, el pan era como el amor, sólo necesitábamos pan y sexo para sentirnos vivos. Fuera de las golosas sesiones amatorias, Leo se investía de un aire profesoral y me contaba leyendas de la ciudad. Hablaba de los falsificadores de monedas, de las madrugadas decadentes que escondían en sus entrañas míticos nombres de artistas y nobles británicos, de esos hoteles que ya forman parte de la historia de Oriente, del hechizo de los prostíbulos escondidos tras unas fachadas garabateadas, de los hombres que habían perdido el juicio sumergiéndose en la noche. Me hablaba de todo mientras comíamos pan o tomábamos té con pastelitos de sésamo en algún café recién descubierto, frente a un revoltijo de grúas y bocinas, de edificios descascarillados y humedades de salitre, estampas sórdidas cuyo encanto sólo es perceptible en momentos muy especiales de la vida. Todo me parecía de una belleza inquietante, las calles herrumbrosas, la truculencia de la nocturnidad, las alfombras de cochambre que lamían nuestros pies, los tullidos que subían por la ciudad vieja arañando las paredes, esas fuentes que eran el ombligo de una plazoleta, los pasadizos con profundo hedor a orín, las bandadas de pájaros sobre una playa de guijarros donde a veces paseábamos al atardecer como dos bobos. Leo evitaba hablarme de trabajo o de política, tal vez porque consideraba que yo formaba parte de un mundo que no merecía ser contaminado. Algunas cosas intuía de él, cosas que no me agradaban del todo, pero Leo sabía distraerlas con malabarismos de palabras y siempre terminaba por llevarme a su terreno, que también era el mío: el terreno de la intimidad física.

Un día quise saber cosas de su mujer, pues la idea de su existencia empezó a inquietarme y a fomentar en mí unos estúpidos resquemores. Hasta entonces no había necesitado hurgar en esa parcela de su vida, pero la curiosidad pudo más que la razón y revoloteé en torno a ella con objeto de acorralarla. No me molestaba tanto el hecho de que Leo tuviera mujer como que la escondiera y yo no lograra ponerle cara, nombre, cuerpo y voz. Bien mirado, lo que deseaba era establecer comparaciones, saber si era más alta o más baja que yo, más lista o más tonta, con melena ondulada o con melena lisa, con pantalones o con faldas, pero Leo me lo impedía. Alguna vez deslizaba hacia ella una palabra ambigua, algo despectiva, aunque luego neutralizaba el comentado con un adjetivo amable para restituirle el honor de esposa. Los hombres casados a menudo hablan mal de sus mujeres, pero tarde o temprano se desdicen, porque empeñarse en ello sería como hablar mal de sí mismos. Leo no era diferente a los demás. Me quedé, pues, con las ganas, contrariada, y los celos me arrebataron la posibilidad de mostrarme ante él como una señora. En el fondo Leo estaba encantado, le gustaba verme celosa, enrabietada, mientras él mordía mi cuerpo con su cuerpo y sugería que nos escapáramos juntos al otro lado del mundo.

Una noche bebimos más de la cuenta y allí, en la taberna que era nuestro observatorio, jugamos procazmente a la vista de todos. Cansados ya de tentarnos como animales en celo, nos fuimos abrazados hacia el coche. Unos segundos me bastaron para comprender que tomábamos un camino contrario al hotel. Leo atravesó la ciudad por calles marginales y se adentró en un barrio que, desde el interior del coche, parecía oler a fritanga y a polvo. En los bajos de las casas había bares mal iluminados, puestos de menudillos, hombres estáticos que ofrecían cambio, tabaco, droga. Las aceras eran estrechas y en ellas se arracimaban cazadores noctivagos que gesticulaban mucho y proferían voces extrañas. Leo detuvo su coche junto a una casa que tenía un pequeño rótulo sobre una ventana situada al nivel de la calle. No pregunté nada porque no deseé arrepentirme. La aventura me hacía cosquillas en el vientre y como consecuencia del exceso de vino tenía la mirada deshilachada y me costaba mucho concentrarla en los perfiles del paisaje. Atravesamos una puerta cromada y se abrió ante mí una panorámica que no guardaba ninguna relación estética con el mundo de afuera. Yo sabía que estábamos en un prostíbulo, pero a primera vista me pareció como un ambulatorio de la Seguridad Social, con las paredes lechosas y unas láminas de dibujos estrafalarios que sugerían más el apunte de un bosque que el de un cuerpo femenino despatarrado.