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Ha dejado de llover y el sedante empieza a destensar mis músculos. La cabeza anda sola por la casa como si no hallara la forma de acoplarse al tronco que le pertenece. Eso sentía también cuando murió madre. Era un sentimiento de orfandad implacable, una nube de vacío que se agrandaba hasta llenar el molde de mi propio cuerpo. Mientras identifico el viejo dolor de ausencia, me sobresalta una llamada de Loreto. Está llorando y su voz suena gangosa, a hipido y mocos. Dice que tiene una inspección de Hacienda.

Nunca debió dejar una prueba tan contundente en el bolsillo de la americana, porque la asistenta expurga la ropa antes de mandarla al tinte y deposita los hallazgos de las entretelas sobre la encimera de la cocina. Llaveros, facturas, monedas, cosas, todo lo recoge escrupulosamente y lo amontona como si fuera un pequeño tesoro. Él solía andarse siempre con cuidado, no tanto por temor a que yo descubriera algún secreto como por la pereza de tener que improvisar una explicación elegante. ¿He dicho elegante? Ventura no es elegante. Tiene una hermosa cabeza de patricio jaspeada de canas y un timbre de voz idóneo para pronunciar una conferencia magistral en un salón de columnas, pero no es elegante. Jamás ha querido serlo. Odia las maneras educadas, los halagos, las poses y todo aquello que pueda comprometer su genuina rudeza. Odia también los portafolios de cuero, las colonias de marca, y sólo disfruta de la ropa cuando ésta ya se ha adaptado a su anatomía y las espaldas aparecen deformadas, los vértices de la chaqueta se disparan y los bolsillos están tan abiertos que basta con asomarse un poco para divisar su contenido. Sin embargo aquel día, atribulado acaso por las prisas, Ventura olvidó en la americana un pequeño paquete, una pulsera de pequeños trebolitos engarzados. Estaba envuelta en papel cebolla y parecía nueva. Yo no supe si era un regalo de ida o de vuelta. Es decir, si la pulsera la había comprado él o si pertenecía a alguien y le había sido entregada a Ventura como recuerdo. Tampoco hice nada por averiguarlo. Me limité a recogerla y la deposité en su mesilla de noche para que la encontrara al regreso. De ese modo Ventura sabría que yo la había visto y se sentiría obligado a disimular un poco o cuando menos a sonrojarse por dentro. Pero no fue así. Cogió el paquete y lo guardó de nuevo sin dar explicaciones, quedándome yo a la espera de comprobar si su rostro acusaba una mínima señal de contrariedad. Aquél fue el primer detalle, la primera pista, el primer síntoma explícito de su estridente mentira. Ahora pienso que tal vez lo hizo a propósito, pero yo entonces carecía de fuerza moral para replicarle, porque también yo había dejado pistas de Leo en su vida y sin embargo Ventura tenía la gentileza de ignorarlas. No podía hacer otra cosa que callarme. Lo peor, con todo, no era la certeza de su infidelidad sino el empeño en mantenerse encastillado y lejano, indiferente a mis posibles reacciones. Tal comportamiento me irritaba, pero también me facilitaba el camino de la ruptura. Ventura, con su actitud, estaba empujándome a tomar una decisión que nunca hubiera sido capaz de tomar sin su ayuda.

Empecé a hacer un repaso de nuestra vida cotidiana, de aquellos obstáculos que se interponían en el proyecto conyugal de todos los días, y los anoté en un cuaderno como si fueran un cúmulo de agravios susceptibles de evaluación. No eran grandes cosas, porque las grandes cosas no existen, sino detalles sin categoría, pequeñas tribulaciones domésticas que fluían a través de la rutina y que sólo adquirían peso en su conjunto, en la suma de todas ellas y en el azote que infligían a la convivencia. Las enumeré a solas porque cuando había intentado discutirlas con él siempre había salido mal parada. Qué digo mal, fataclass="underline" Ventura me apabullaba con sus réplicas, los argumentos se volvían contra mí y al final su factura resultaba más abultada que la mía. No soporto a Ventura, pensé, aunque quizás procedería decir que no soporto el agobio de los días junto a él, ese tormento menudo que gotea como la cisterna del baño de Marius y me perfora el cerebro. No soporto su altanería, sus razonamientos impecables, esas frases contundentes que pronuncia mientras me dedica una mirada mineral con el cuerpo al bies, siempre como a punto de dar media vuelta y desaparecer. No soporto a Ventura en su íntimo contexto, de puertas para adentro del matrimonio, cuando yo me empeño en formar parte de sus actos y él se empeña en arrojarme de su vida a empujones.

No soporto a Ventura, me parece que ya ha quedado claro. No soporto las manías que ha acumulado a lo largo de los años y que le han convertido en uno de esos monstruos que tanto le gusta dibujar y que no son sino marcianos como él, homínidos de patas cortas y manos grandes con un ojo aplastado en medio de la frente. Cuando lo conocí, sus monstruos iluminaban las cartas y a mí me parecían versiones libres de Cupido que apuntaba hacia mi corazón. En aquellas cartas Ventura hablaba de todo menos del amor, y yo las leía una y otra vez buscando señales, destellos de su interés por mí, pistas que me ayudaran a identificar un sentimiento inicialmente frágil y escurridizo. Ya entonces Ventura era un hombre que no se concedía debilidades y cerraba el paso a cualquier tentación de ternura. Tenía miedo a que yo invadiera su intimidad y me adueñara de ella, pero en esa actitud siempre se abría una herida, una pequeña fisura que me permitía asomarme a sus sentimientos y acariciar los espacios que dejaban las palabras no pronunciadas. Todavía ahora, en algunos momentos de flaqueza, me asalta la vaga caricia del hombre atormentado que se agazapa detrás de los silencios para vivir a salvo de las emociones. Ventura no quiere ser descubierto, esconde los afectos como yo escondo mis dudas; uno y otro caminamos en distintas direcciones para no encontrarnos, hasta que cualquier día nuestros cuerpos tropiezan en el último recodo del pasillo y entonces saltan chispas y nos decimos que estamos hartos o furiosos y todas esas cosas que se dicen las personas cuando no están hartas ni furiosas pero lo piensan. Ventura y yo tenemos miedo a rozarnos y desmoronar nuestras respectivas corazas, sobre todo él, que siempre se finge impávido y ausente, dispuesto a salir de mi vida con alas de hielo.

Tampoco soporto su mal afeitado. Ya sé que es una tontería, pero no lo soporto. En la curva que forma su óvalo por la parte derecha del rostro, justo en el reborde inferior de la mandíbula, cerca ya de la oreja, siempre se deja una isleta de pelos rebeldes que nadie, salvo yo, se atreve a afearle. A veces, cuando sale de casa y hurga en el bolsillo de la americana para buscar las llaves del coche, yo me planto frente a él y se lo digo: vas mal afeitado. Es como si le enfrentara a un espejo cuya imagen se resiste a identificar, pero Ventura desoye mi advertencia, lleva un cargamento de folios pinzados bajo el sobaco y continúa buscando la llave en los diferentes compartimientos de su indumentaria. Nada por aquí, nada por allá. Vas mal afeitado, insisto. Con un poco de suerte no me responde, encuentra la llave y sale de casa mientras yo me dirijo a la cocina para terminar el café. Allí reanudo otro ritual que día a día se repite con prodigiosa exactitud. En cuanto acerco la taza a los labios observo que la puerta de la nevera está entreabierta y me levanto a darle el empujoncito necesario para que ajuste. También en eso Ventura resulta reincidente, nunca cierra la puerta de la nevera con la mano, se limita a darle un pequeño empujón con el codo sin acompañarla hasta el final. Lo hace por las mañanas cuando quiere la mantequilla, por las noches cuando tiene ganas de tomarse una cerveza, cuando no tiene ganas de nada y le apetece husmear, incluso cuando no le apetece husmear y simplemente repite una serie de movimientos mecánicos. Abrir la nevera es un movimiento mecánico, como abrir la correspondencia del banco, conectar la cadena de música y dejar a la Callas en reñida competencia con un concurso de televisión, olvidar un cigarro en el único cenicero de plata que hay en el salón o encerrarse en el baño con un prospecto publicitario para estimular sus funciones fisiológicas a través de la lectura.