Como todos los jueves, había almorzado en casa de padre -entre nosotros había un pacto tácito: tú vienes los jueves a mi casa y a cambio yo te dejo en paz y no voy nunca a la tuya-, pero, a diferencia de otros días, esta vez habíamos prolongado la sobremesa. La conversación con padre había prendido en mis sienes, que me pesaban como debe de pesar el remordimiento. Ahora entiendo a Marius cuando describe los síntomas de su nerviosismo diciendo: es como el dolor de cabeza, pero al revés. Yo también tenía dolor de cabeza pero al revés, me sentía agujereada por dentro, ocupada por muchos vacíos que, al juntarse, formaban un hueco mayor y redondo. Necesitaba llenarme de palabras y pensamientos para neutralizar otro pensamiento principal, el de padre, que gravitaba sobre mi conciencia produciéndome gran malestar. Era sin duda una manifestación de culpa, pero yo no lo aceptaba y buscaba continuas excusas para no sentirme responsable.
Estaba acostumbrada a tomarme los almuerzos con padre como un sencillo trámite. Llegaba a su casa a las dos en punto y siempre lo encontraba en la misma posición, con el periódico sobre la mesa, las gafas cuidadosamente dobladas junto al periódico y la mirada enquistada en un punto indeterminado del espacio, quizás en la cómoda, que formaba parte del paisaje doméstico como lo formaba padre. De hecho mis ojos se habían acostumbrado a verlo como se acostumbraron a ver la cómoda, cuya panzuda silueta me abordaba nada más doblar el recodo del pasillo. Comíamos casi siempre en silencio, intercambiábamos las palabras justas, veíamos las noticias por televisión y alguna vez tomábamos café junto a la ventana, sentados en esas viejas butacas de reposabrazos raídos, cubiertos por unos protectores de ganchillo. De pequeña me subía en esas mismas butacas para mirar la calle y recrearme en la contemplación del bar de enfrente, donde pasaban muchas cosas que nunca terminaba de imaginarme. Cuando quitaron el bar pusieron una tienda de persianas y yo me quedé sin entretenimiento. Ahora hay una boutique del pan que no ofrece ningún espectáculo porque entra y sale gente normal que va de paso por la vida. Algunos días me paro en la boutique antes de subir a casa de padre y compro una chapata o un pan de payés. Es una tienda hecha de madera de pino, con muchos compartimientos para clasificar las distintas clases de panes. Da gusto verlos. Hay también unas cestas grandes decoradas con panes trenzados, barras como con puntillas de harina, panes rellenos de nueces, panes integrales, panes de todas las formas, panes que no parecen panes. La boutique del pan le ha dado un aire distinto al paisaje que se divisa desde mi ventana. La calle es la misma, mi calle, pero yo no la encuentro igual porque ya no me pertenece, apenas reconozco a las familias del vecindario y los tiempos la han dotado de una personalidad nueva por la profusión de oficinas, restaurantes, papelerías y cajeros automáticos. Padre no quiere irse de casa. Ha vivido en ella desde los quince años y no podría acostumbrarse a escuchar sonidos nuevos de autobús, a subir por unas escaleras en las que no huela a lombarda, a contemplar una fisonomía distinta desde la ventana del cuarto de estar. Pero a mí me preocupa padre. Acaba de jubilarse y creo que esta soledad recién inaugurada puede ser peligrosa para su salud. Ahora desayuna fuera de casa, va mucho a los museos y ha recobrado alguna amistad entre sus compañeros de carrera, pero no es lo mismo. Me apena su mirada quieta e introspectiva, esa generosidad que ahora, más que nunca, empieza a parecerme santa, su obsesión por pasar inadvertido y no pedir nunca nada, su amable y respetuoso silencio, su delicadeza, su enorme sensibilidad.
Aquel día comprobé que tenía mala cara, pero no se lo hice notar y tampoco él dijo nada. Recorrí las habitaciones como tantos días he hecho, siempre a la búsqueda de fotos, antiguallas, recuerdos de familia. De mis frecuentes batidas por los cajones proceden muchos objetos que ahora decoran mi hogar conyugal. Cuando le pido algo, padre sonríe y dice que acabaré por expropiarle sus recuerdos, pero siempre termina cediendo. Con Loreto le sucede igual. Padre siempre ha tenido una debilidad especial por Loreto, al fin y al cabo es farmacéutica como él, ha heredado la farmacia en vida y juntos comparten temas y conversaciones que a mí me resultan extraños. Loreto corresponde a su manera, esto es, visitándolo más que yo. La mayor parte del tiempo, sin embargo, padre está solo; ha descubierto el placer de la añoranza y saborea los días pasando los dedos por el tiempo muerto.
Padre me había insinuado que Loreto se mostraba extraña, insinuación que rebatí quitándole importancia. Tal vez padre tuviera razón, pero yo estaba demasiado ocupada con mis asuntos y no pensaba en Loreto, como tampoco pensaba en Charo, aunque me hubiera molestado su premeditada huida y esta noche disimulara ante ella con sucesivos gestos de cansancio. Pero Charo me conocía demasiado. No permitió que un solo rapto de mosqueo se interpusiera en nuestra conversación, me preparó un whisky mientras yo me desvestía, y fue conmigo a la cocina para organizar algo de cena. Ventura se sumó al trabajo, pero Charo lo devolvió al salón y yo comprendí que quería hablar conmigo a solas. Todo lo que. me dijo apenas ha quedado registrado en mi memoria, porque la memoria tiene mecanismos para rechazar aquello que no desea retener, y yo no deseaba retener una conversación salpicada de mentiras y justificaciones hipócritas. Me confesó que tenía sentimientos de pesar respecto a su familia, pero que había llegado el momento de velar por sí misma, o, dicho en plan cursi, por el cultivo de la propia alma. Había encontrado su fuerza y quería usarla. Eso todavía no lo he comprendido, pero lo pronunció así y así lo escribo. También estaba dispuesta a iniciar un nuevo viaje. Largo, creo. La felicidad -añadió- puede ser un estado pleno y permanente. Tampoco eso lo comprendí, pero me abstuve de contrariarla.
Durante la cena cruzó con Ventura algunos mensajes crípticos que pasaban ante mis ojos como un partido de tenis. Estaba yo tan agotada que no tenía fuerzas para rebatir nada. Fui al baño y observé en el espejo que el corrector de ojeras se me había cuarteado sobre el rostro y que mi aspecto era el de una cuarentona prematura. Me vendría bien operarme las bolsas, pensé. Las bolsas eran una herencia familiar. Las tenía madre y las tenía Loreto, ella incluso más acusadas que yo. Charo, en cambio, mantenía una lozanía envidiable. Charo no se maquillaba nunca, sólo utilizaba brillo en los labios y, en ocasiones excepcionales, un poco de colorete. La sencillez le favorecía y siempre parecía una mujer recién salida de la ducha. El exceso de kilos, lejos de afearla, también contribuía a proporcionarle un aspecto vitamínico, francamente saludable. Charo tenía una naturaleza privilegiada y no necesitaba cremas nutritivas para mantenerse en forma. Cuando se marchó, recogí los ceniceros y subí a la buhardilla. Casi sin pensarlo marqué el teléfono de Loreto. Cinco cuatro dos, cero seis, cuatro cero. Todo lo que he olvidado de la conversación con Charo lo recuerdo de la conversación con ella. Habló de las obras de reforma de la farmacia, de las últimas novedades de los abogados respecto a su separación matrimonial, del estado de salud de padre y de la inesperada inspección de Hacienda. Todo con ese soniquete espléndido, algo nasal, que la caracterizaba. Detrás del teléfono imaginaba yo su cara de pájaro, sus manos hábiles recogiendo algo, o tal vez desplegando naipes sobre la mesa, porque Loreto era muy aficionada a los solitarios y aprovechaba cualquier ocasión para poner a prueba su ingenio. La suponía rodeada de plantas (un poto o muchos potos y acaso también una kentya coronando el aire), vestida con uno de sus maravillosos saltos de cama, los pies descalzos, el pelo recogido con una goma y las aletas de la nariz algo infladas por efecto de la conversación inesperada. Como me había adelantado padre, Loreto estaba rara. O más que rara, esquiva. Rehuía deliberadamente algunas de mis preguntas y se escudaba en temas de los que nunca me había hecho partícipe. Creo que fue ella quien me devolvió a la realidad cuando pronunció las mismas palabras que Charo: la felicidad no está hecha de momentos intermitentes. La felicidad también puede ser un estado pleno, permanente. Entonces sentí la sacudida y mi imaginación corrió como el viento.