Todo lo que había significado el amor estaba ahora concentrado en una única obsesión: superar el umbral del placer alcanzado hasta entonces. Como otras veces, mientras trabajábamos nuestros respectivos cuerpos elaboramos relatos imaginarios que nos situaban al borde del abismo. La fantasía era el germen de la locura. Yo le hablé de un hombre que había conocido en un tren, un hombre de bigotillo escuálido con el que había mantenido una relación furtiva sin apenas mediar palabra. Fue una noche de un verano ya perdido, íbamos solos en un departamento y a mí me pareció excitante la idea de entregarme a una aventura sexual con un desconocido. Estaba bajo los efectos de una copa y mis manos se zambulleron en sus cremalleras con una habilidad jamás probada. Le conté cómo reptó por mi entrepierna a la luz de un pequeño piloto desvaído, cómo hurgó en las entretelas de mi sexo, cómo hurgué yo en el suyo, cómo nos olfateamos mutuamente, cómo impregnamos la noche de humores y cómo chasquearon nuestras bocas al compás de los crujidos metálicos del tren. Le dije que el hombre tenía un badajo corto y grueso, una lengua sabia y disparada, y un repertorio de ademanes habitados por una maravillosa obscenidad. A Leo le excitó mi relato, era un relato sórdido como los que a él le gustaban, con hombres desastrados que le rinden mucho culto al vicio. Pero yo no me lo estaba inventando y él lo sabía. Mientras susurraba mi aventura, tendida junto a la esquina de una de sus axilas, el viento del placer le agitó los ojos y de su garganta brotaron unas voces recias como los bramidos de un avión. Yo estallé poco después, mientras le aplastaba la almohada contra el rostro y su sexo se convulsionaba enfundado en mi cuerpo. Permanecimos tendidos sin atrever a desabrocharnos para no romper la emoción. Cuando acarició mi pelo volví a llorar y a gemir, pero esta vez de alegría.
Dely ha vuelto a mis sueños. Desde que conocí a Leo no lo hacía. Esta vez era un sueño desubicado en el tiempo, y yo me movía dentro de él asumiendo un gran protagonismo. Supongo que el sueño no tenía ningún significado especial, pero al despertarme he corrido a anotarlo porque aún estaba impregnada por sus sensaciones y no quería olvidarlo. También padre formaba parte del sueño. Subía y bajaba un tramo largo de escaleras que podrían pertenecer a la casa familiar de Ventura si no fuera porque éstas, las de mi sueño, eran escaleras sin barandilla, acotadas en ambos lados por una pared rugosa. Padre subía y bajaba el tramo de escaleras y luego atravesaba una puerta de color negro que no pertenece a ninguna casa y que seguramente sólo es un capricho de mi propio sueño. Padre me llamaba y bajábamos las escaleras, y después él volvía a llamarme y juntos las subíamos. Eran muchas escaleras, ya digo, y yo me cansaba como suelo cansarme siempre que subo y bajo escaleras, y al llegar a la puerta nos deteníamos para mirarnos. De pronto observaba que padre estaba más joven que de costumbre y una oleada de terror me sacudía el cuerpo: iba a morirse. Según mi sueño, las personas empezaban a morir cuando, alcanzada la máxima madurez, recorrían el camino inverso hasta llegar al punto de partida, es decir, el nacimiento. Luego se difuminaban y adiós. A padre poco a poco le desaparecían las arrugas, tenía la piel del rostro más fina y más brillante, caminaba con agilidad y su sonrisa era abierta y limpia. Lo recuerdo todo el rato en el umbral de aquella puerta negra que tenía la llave puesta en la cerradura. Nunca llegábamos a entrar en la casa y todos nuestros encuentros se desarrollaban al borde de las escaleras. Yo sufría como se sufre en los sueños, intensa y angustiosamente, porque en los sueños no tienes mecanismos de defensa y nunca puedes aplicar la luz de la razón para protegerte del dolor. Por la propia naturaleza anárquica del sueño, a padre le estaba llegando la hora de hacer la primera comunión. Eso me angustiaba todavía más. Marius no ha hecho la primera comunión, pero padre caminaba por el sendero de su propia biografía y tenía que hacerla. Él estaba contento, me acariciaba el pelo y me llamaba Dely. A pesar de la congoja, en el sueño padre no llegaba a adquirir la imagen de niño, se conoce que mi subconsciente no sabía qué cara ponerle, ni qué trajecito, o qué peinado, pero la amenaza de la primera comunión proseguía. Yo preparaba sus cosas, iba y venía -mejor: subía y bajaba las escaleras- con cirios, coronas de flores, crucifijos, símbolos todos de funeral y muerte.
En algunos fotogramas salía un hombre sin rostro. No es que fuera un hombre decapitado o que apareciera emborronado para darle suspense a la historia. Sucede simplemente que estaba siempre de espaldas y la línea recta de mi visión coincidía con el remolino que formaba su pelo en la parte de la nuca, y con su camisa, que era una camisa de rayas azules claritas y azules oscuras, una sí y una no, las oscuras más anchas y las claras más delgaditas. La nuca pertenecía con toda probabilidad a Leo, por su estructura tirando a cuadrada, pero la camisa era de Ventura porque precisamente la otra mañana la echó en falta y la buscamos en el cesto de la ropa sucia, en el tendedero, en el cuarto de la plancha, en la habitación de Marius, en el armario de las sábanas, o sea, en todas partes. La asistenta y yo estuvimos a punto de volvernos locas, pero la camisa seguía desaparecida. En aquel disparate de movimientos yo busqué hasta debajo de las camas y entre las cosas de Rocco, al fin y al cabo no hubiera sido la primera vez que Rocco se dedica a acaparar nuestras pertenencias, de hecho ocurre mucho con los calcetines de Marius, por eso los tiene como los tiene: todos desparejados. Ventura se mosqueó, nos acusó de faltarle al respeto a él y a sus camisas, recordó las veces que le hemos estropeado su ropa en la lavadora y terminó emitiendo una extraña teoría sobre el avasallamiento de la individualidad. Al parecer la individualidad era él. Nosotras éramos mogollón, tropa, caos e indiferenciación. Ventura tiene esta» salidas. Sabe muchas doctrinas, mucha letra, mucha carne de manifiesto y hasta pasa por ser uno de los hombres más feministas de su entorno, pero no encuentra una camisa y saca todos los atavismos a pasear.
Pese a nuestras intensas batidas, la camisa no apareció ni aquel día ni el siguiente, mejor dicho, apareció en el sueño, era la misma camisa, idéntica, con sus rayas azules oscuras y azules claritas, una sí y una no. Pero ya digo que a lo mejor no era Ventura el hombre que llevaba puesta la camisa sino Leo, aunque no hablaba, ni para decirme Dely ni para decirme Fidela. El hombre estaba siempre de espaldas flanqueando el fotograma, era como una prolongación de mi sombra, yo subía y bajaba las escaleras acarreando angustias, esquelas, y él aguardaba sin inmutarse, como cuando estás en casa y llama a la puerta un cobrador y tú vas de un lado a otro buscando cambio y de pronto suena el teléfono, o se quema el aceite de la sartén, o te pregunta Marius si has visto su libro de literatura, y el cobrador sigue en la puerta, imperturbable y fijo como una estatua.