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El cobrador de mis sueños no tenía asignado ningún papel. Pero estaba ahí. Era un testigo de mi vida, en especial de mis zozobras, pues yo sufría porque padre estaba a punto de hacer la primera comunión y al cabo de poco tiempo regresaría al nacimiento y a la muerte. Sobre mí recaía toda la responsabilidad de la fiesta, que era también el entierro. Esta vez yo hacía de Loreto, y en la confusión propia de los sueños mi fortaleza era la suya, no conseguía llorar, ni quejarme, sólo miraba la cara finísima de padre, que parecía una cara como hecha de papel de celofán, y el presagio de su muerte me atormentaba. Cuando desperté, de madrugada, el terror había prendido en todo mi cuerpo y casi no podía moverme. Comprendí que se trataba de una pesadilla, pero la sensación del dolor seguía adherida a mi piel. Con los ojos definitivamente abiertos me dio por pensar en la dichosa camisa de Ventura. Encontrarla se había convertido en un reto y decidí continuar buscándola. Me pasa a menudo con cosas mías. Son cosas que no me pongo, unos pendientes, unos guantes que me regalaron hace un par de navidades, un bolso horrible o un chaleco del año catapum. Sólo cuando escapan a mi control siento una necesidad frenética de ellos y parece como si toda mi existencia se tambaleara. Quiero dominar mi caos, que también es el caos de Ventura y el caos de Marius. En el sueño yo llevaba crisantemos amarillos, aunque el color se lo he atribuido después, al recrear la escena. Eran muchos crisantemos y yo no podía con ellos. Estaban un poco mustios, y el hombre de la camisa me veía colocarlos en un jarrón con primor de monja, que es un primor del que carezco. El hombre de la camisa no hacía nada ni decía nada, y aunque estaba de espaldas tal vez tenía un bigote canoso como el de Ventura. Espiaba mis movimientos desde el silencio, me veía acariciar los tallos de los crisantemos y colocarlos uno a uno en el jarrón. Padre estaba contento, pero yo no podía contarle nada y su alegría era mi pena. El luto había empezado a decorar el sueño y entonces me vi en una cama cubierta de pétalos de crisantemos. En la cabecera de la cama había un letrero grande en el que ponía Dely, pero no era una cama sino un ataúd, aunque yo no estaba muerta, sino viva.

No he podido dormir. Al principio creía que era culpa del café, pero ahora pienso que son los nervios. He tenido que levantarme para escupir mi desasosiego en unas confesiones que han quedado sumergidas en el ordenador bajo una clave secreta. Ventura ni siquiera se ha despertado. Me hubiera gustado que protestara, que maldijera mis pasos por la habitación, la luz de mi mesilla encendida, el ruido del vaso de agua al volcarse, mis idas y venidas al baño, pero no ha sido así. Como otras noches, Ventura ha permanecido impasible, sumido en ese intenso sueño que tanto le envidio. Hoy no ha notado que mis párpados estaban hinchados y que mi cuerpo llevaba la huella del sexo reciente. Ventura no se entera de nada, aunque tal vez sea más lógico pensar que prefiere no enterarse. Pero yo no podía dormir y daba vueltas sin cesar tratando de encontrar una postura cómoda. Notaba el estómago revuelto, muy cerca de la boca. Serán los pimientos de la cena, he murmurado dentro de mí, porque los pimientos siempre me repiten y dos horas antes había estado cenando con Leo raciones de callos, de chopitos fritos, de pimientos asados con ajo. Pensaba en los pimientos y en los callos, pero sobre todo pensaba en Leo y en las palabras que me había dicho por la tarde: «He venido a buscarte.» Me hubiera gustado cerrar los ojos y despertar junto a él, ya con todo el trámite resuelto. Me agobia la idea de Marius, de padre, de Loreto, y de Ventura también, aunque de distinta forma. A padre lo quiero, pero me basta con saber que existe y que también él me quiere a mí. Marius es otra cosa. Marius siempre ha sido mi apéndice y no me acostumbraré a sentirlo lejos de mis días. Claro que Marius empieza a tener vida propia. Quizás no me importe tanto el hecho de dejarlo como el de aceptar que él ya me ha dejado a mí hace algún tiempo. En cualquier caso también Marius tiene derecho a recibir una explicación por mi parte. Debería invitarlo al cine, o a tomar unos crepés, y luego hablarle con la sinceridad que merece un hijo, que siempre es una sinceridad acotada. Pero Marius no expresará ninguna opinión, estoy segura, y yo me quedaré destrozada. Sea como fuere, he de intentarlo, no quiero que un día reproche mi huida. Qué asco. Mientras le daba vueltas a mi obsesión, un espasmo ácido ha sacudido mi estómago y he tenido que saltar de la cama para ir corriendo al baño. Allí lo he vomitado todo, los trocitos de pimientos, los callos, el pan y la salsa, el flan con la cenefa de nata, los dos calés y la copita de orujo. Incluso he vomitado lágrimas con el esfuerzo, pero no he conseguido tranquilizarme. Como los espasmos continuaban y ya no me quedaba comida en el cuerpo, he vomitado bilis, mucha bilis, al principio un poco espesa, luego casi acuosa. Tenía la la cabeza empapada en sudor, las piernas me temblaban, casi no veía y por un momento he creído que iba a desmayarme, pero he permanecido agarrada a la taza del váter y al cabo de unos minutos he recuperado la visión del bidé, el toallero, las toallas color tabaco con las iniciales bordadas, la mampara de la ducha, las esponjas, los tarros de gel y un champú a las hierbas sin tapón. Todo estaba en su sitio menos yo, que seguía de rodillas y con los pelos revueltos. Ha sido angustioso. He echado en falta a alguien que me agarrara la frente, como hacía madre cuando era pequeña y me empachaba de golosinas, alguien con un cuerpo fuerte en cuyo abrigo no hubiera riesgo de desmayo, alguien como Leo. Los minutos se han hecho largos y me ha costado mucho incorporarme. Cuando por fin lo he logrado, casi no me aguantaba en pie. Estaba agotada por el esfuerzo de las náuseas. También estaba pringosa, empapada en sudor y babas. Lo primero que he hecho es lavarme la boca y recomponer un poco mis cabellos. No tenía ganas, pero he ido en busca de una fregona para limpiar los restos de vomitona que había en el suelo. Al cerrar la puerta he dado un portazo de rabia y hasta las paredes han temblado un poco. Pero Ventura seguía sin enterarse. De nuevo en la cama, he intentado sin éxito hacer un crucigrama, he leído unas páginas de un viejo libro de Erica Jong y finalmente he decidido subir al estudio para desahogarme escribiendo. En el ordenador he dejado ristras de adjetivos sobre Leo, reflexiones acerca de ese amor que me colma y al que vivo entregada desde hace más de un año. Estoy en la frontera de un nuevo camino, pero la cobardía no me permite avanzar. Tiemblo de emoción y también de miedo. Nunca imaginé que marcharse de casa fuera tan difícil. No encuentro las palabras para expresar lo que ante mí tengo de sobras expresado. Leo ha venido a buscarme y eso, lejos de procurarme tranquilidad, me inquieta demasiado. Quisiera que él hablara por mi boca, que mirara por mis ojos, que caminara por mis piernas. Leo es el único motor capaz de desbloquear ese miedo que me mantiene paralizada, al borde de un ordenador que se ha convertido en mi único confidente.

Pienso en Loreto, pero todo ha cambiado desde que supe lo de su asunto con Charo. Ahora está lejos, como si no formara parte de mis afectos. A veces la imagino contándole a Charo esos episodios infantiles en los que yo iba a rastras de ella como una pánfila. Loreto mandaba y yo obedecía sin pedir explicaciones. Yo era muy tonta y Loreto lo sabe. Las dos se reirán ahora juntas, compartirán cosas para las que no me creen preparada e intercambiarán secretos que son mentiras. Loreto se ha ido de mi vida, aunque acaso nunca ha estado del todo en ella, porque Loreto ha sido una hermana de cartón, un nombre de libro de familia, un puesto en la mesa de Navidad, a la izquierda de padre, que siempre le dedicaba a ella el primer brindis. Quisiera creer que alguna vez la he amado con sinceridad, pero no me atrevo a asegurarlo. Yo soy muy celosa y últimamente he dado demasiadas muestras de ello. Los celos proyectan la imagen más monstruosa de mí, la más bruja. Cuando estoy celosa incluso resulto fea. Pero no es el caso de mi relación con Loreto. Lo he pensado mucho en estos años. Mi vida con ella ha estado marcada por las diferencias que ambas hemos tratado de ignorar estúpidamente. Queríamos ser hermanas y fingíamos que formábamos parte del mismo mundo, pero nunca existió entre nosotras un lenguaje común, una sintonía derivada del verdadero afecto. Nos amábamos porque teníamos la obligación de amarnos. Nada más. Ahora Loreto se ha refugiado en otra mujer y mi corazón bulle de puro susto. No me siento preparada para imaginar el cuerpo de Loreto anudado al de Charo, con sus manos resbalándose mutuamente por territorios ocultos. No puede ser verdad y alejo de mí la idea. Prefiero creer que si no lo pienso, no existe.