La primera vez que hicimos el amor quedó fatal. Yo lo veía todo con una lucidez desmitificadora, horrible, una lucidez que se impuso con crueldad durante las primeras horas de nuestro encuentro amoroso. Lo recuerdo desnudándose -no bebimos, y tampoco llamamos al room service para pedir un café con leche, todo fue como no hubiera debido ser, llegar y besar el santo-, y ahora me sobreviene su imagen desnuda, con calcetines. Desde entonces, cuando me he acostado con un hombre, he procurado mirar hacia otro lado mientras se quitaba los calcetines. No puedo remediarlo. Tengo sin embargo algunos paréntesis amnésicos de las horas que siguieron. Recuerdo unos paseos por el dormitorio -siempre en busca de cigarrillos-, los viajes al cuarto de baño, la imagen de una lámpara de pie que tenía el cuello de la pantalla torcido, y muchos sueños intermitentes. Yo me quedaba dormida y él me despertaba con abrazos y caricias. Volvíamos a hacer el amor como sonámbulos, y de nuevo yo me dormía con los brazos sobre su abdomen y mi sudor pegado a su sudor. Hasta que poco a poco todo cambió y fui yo quien empezó a despertarse y a querer despertarlo a él, buscándolo en todos los recovecos, murmurándole obscenidades, persiguiéndolo como un animal en celo bajo las sábanas. A la mañana siguiente volví a desearlo para desayunar y ese deseo fue creciendo y él me correspondió con una vitalidad casi sobrenatural. La imagen del hombre en calzoncillos quedó sepultada por nuevas imágenes: su sexo fuerte y erguido como un mástil, el desvarío de su mirada previa al orgasmo, esos rugidos que después habrían de enloquecerme tanto, y de nuevo mi voracidad, mis ansias, primero besándole las yemas de los dedos, recorriéndole la comisura de los labios con la lengua, cabalgando por su espalda, masturbándole con los pies, y al fin los inacabables tiempos de penetración, uno junto al otro, no encima ni debajo, así no me dolían los brazos, ni los riñones, ni se me enrojecían los codos ni me flaqueaban los músculos. Me decía frases disparatadas, elogios brutales, cosas que yo repetía porque a él le excitaban mucho y a mí me excitaba que le excitasen. Todo era de una lentitud jamás probada, nueva.
Entonces yo aún no imaginaba que el placer habría de llegar más lejos, y que juntos nos adentraríamos en profundidades tentadoras y peligrosas. Sólo cuando despertaba de aquellas acometidas brutales me parecía descender de otro mundo y trataba de buscar su mirada para enamorarme un poco y sentir la mansedumbre del silencio.
El ambiente de la habitación estaba cargado. Si fuera un poco romántica diría que olía a sexo, amor, tabaco, besos, a todo junto. Pero no quiero mentir. Olía a tigre. Llevábamos casi veinte horas encerrados allí dentro y el cuarto se había inundado de una niebla ácida y profunda. Nos azotó el hambre y decidimos salir para que arreglaran un poco la habitación. Entonces pensé en las camareras y me dio vergüenza. Mientras yo esperaba que terminara de ducharse, recompuse un poco la cama y vacié los ceniceros. Él recuperó cierta finura de existencialista. Con el pelo mojado me pareció que estaba muy atractivo y se lo hice notar. A partir de aquel día, donde quisiera que se encontrara, antes de acudir a una cita conmigo, se metía en un baño para empaparse la cabeza de agua. Era como una dedicatoria. También descorrí las cortinas y abrí un poco la ventana. No había palmeras en el trozo de calle que alcanzaban mis ojos. Cuando íbamos por el pasillo recordé que había dejado en la puerta el cartel de Don't disturb. Volví sobre mis pasos, le di la vuelta y salimos juntos.
La luz del sol nos sosegó el alma, aunque no calmó nuestro apetito. Almorzamos en un pequeño restaurante de la ciudad vieja. En realidad no era un almuerzo, ni siquiera una merienda, pero conseguimos aliviar la necesidad. El cielo tenía el color del cobre viejo y en el aire flotaba un airecillo dulzón mezclado con ráfagas de neumático quemado. Nos servía un barbudo de espaldas gruesas que llevaba un mandil sucísimo. Sembró la mesa de pequeños platitos con ensaladas de pimientos y alcaparras, berenjenas, olivas negras, pasta de harina de garbanzos, y yo empecé a olisquearlos tratando de buscar un rastro de cilantro, que es una especia con la que estoy reñida. Hablé bastante de mí y él no habló nada de él. Sólo preguntaba, preguntaba tanto que a ratos tenía que mentirle para rellenar las respuestas. Me inquietó su escasa disposición a mostrar alguna parcela de su intimidad, y todavía ahora no acierto a comprender cuáles eran las razones que le inducían a preservarse. Le hubiera bastado con cumplir un trámite de despedida y quedar bien. No hacía falta que nos volviéramos a ver. Pero él me rodeaba con sus preguntas. Quería saberlo todo y cuando una explicación no le convencía, callaba y la línea de sus labios se tensaba como si estuviera jurando por sus adentros. Verlo así me ponía muy nerviosa. En un momento determinado dijo que yo me parecía a esas mujeres que salen en las películas francesas dentro de un coche, un día de lluvia -en las películas francesas es que llueve mucho-, con las escobillas moviéndose rítmicamente de un lado a otro del parabrisas. La mujer está detrás del cristal y el espectador siempre trata de adivinar lo que piensa. También él trataba de adivinar lo que pensaba yo, pero yo no pensaba nada, al menos nada especial. No se lo creía y por eso apretaba los labios.